Aunque las tupidas cortinas, como centinelas vigilantes, cerraban el
paso al frío; aunque las lámparas ardían claras y apacibles, derramando
bienestar, y la leña de la chimenea, al consumirse, difundía por el
aposento acariciadores efluvios cálidos; aunque en la cocina se disponía
una exquisita cena, llamada a unir los primores serios de la moderna
gastronomía con las risueñas e ingenuas golosinas tradicionales, como la
sopa de almendra y la compota; aunque esperaba a su marido para
saborearlas en paz y en gracia de Dios, con la sensación adormecida de
una tibia felicidad añeja, de una serie de Navidades todas
parecidísimas, la marquesa iba advirtiendo predisposición a
entristecerse; casi, casi a llorar. ¡Como que ya tenía un velo
cristalino ante los ojos!
Era la espina, la antigua espina de la juventud, que volvía a
hincarse, aguda y recia, en la carne viva del corazón; era la necesidad,
mejor dicho, el hambre de amor, de ternura, de delirio, de abnegación
absoluta, de sufrimiento, reapareciendo una vez más para envenenar las
últimas horas de la existencia, como había envenenado las primeras.
Para los que no ven sino por fuera y no penetran en las almas, la
marquesa era lo que se llama una mujer venturosa. Su marido la quería
con cariño sereno y perseverante, y había sido, al par que inteligente
administrador de la hacienda común, afectuoso cumplidor de los más
pequeños gustos y deseos de su esposa...
Sin embargo, sentíase defraudada la marquesa, sin que pudiera
quejarse del fraude en voz alta. ¡Cuántas veces, desvelada en el lecho
conyugal, había prorrumpido en sollozos, que despertaban al esposo
dormido y le dictaban la pregunta de todos los ciegos morales!:
«Hija..., pero ¿qué tienes? ¿Te duele algo? ¿Estás enferma?¿Quieres el
agua de azahar?» para obtener la respuesta infalible: «No tengo nada...
los nervios, hijo... Sí, tomaré unas gotitas.»
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