Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán publicados el 27 de febrero de 2021 que contienen 'u' | pág. 4

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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 27-02-2021 contiene: 'u'


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John

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquel diván del Smart-Círculo, obra de Maple, empezaba a fatigarse de resortes, a consecuencia de haberlo elegido Federico Galluste y yo, dos amigotes, para nuestras confidenciales charlas, ondulatorias y polícromas, como los cendales de Loïe Fuller. Al diferenciarnos, nos completamos. Galluste, tipo de clubman y de sportman, corregía mis frecuentes faltas de «elegancia suprema»; un servidor de ustedes, algo más intelectual, le enmendaba la plana del pensar a menudo. Debo confesar, sin embargo —aun cuando finalmente hayamos reñido Galluste y yo, por motivos que los caballeros no publican—, que este muchacho tuvo siempre el don de no parecer ignorante, merced al tacto exquisito con que evita discutir lo que no entiende, y el baño de conocimientos prácticos que le ha prestado su mundanismo. Huyendo como del fuego de la pedantería cuando no sabe, pregunta discretamente, o guarda hábil silencio.

En la época a que me refiero ahora, Federico —le llamaré así, porque nos encontrábamos en ese período de la amistad en que el apellido no existe— andaba muy preocupado: le faltaba algo esencial, indispensable a un joven tan distinguido.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Rosario de Coral

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Las monjitas del convento de la Humildad fueron testigos de un prodigio más inexplicable que ninguno.

El prodigio, en efecto, no se parecía a los reiterados casos en que la gracia, visiblemente, había descendido sobre el convento.

No era que se hubiese curado súbitamente una monja de inveterada parálisis, ni que hubiese parpadeado la efigie de Nuestra Señora, que todos los años, el día de su fiesta, abre lentamente los ojos y envía por ellos rayos de amor a los que extáticos la miran. Tratábase de un fenómeno extraño, y al parecer sin objeto, porque no edificaba.

Era que las cuentas del rosario de la madre Soledad, hechas de huesecillos de aceituna del Olivete, se iban transformando, poco a poco, en cuentas de coral rojo magnífico, y el engarce, de latón, se volvía de oro afiligranado y brillante.

Cuchicheaban las reclusas a la salida del coro, en las horas del recreo, en el huerto, por los claustros. ¿Se había fijado la madre Gregoria? ¿Era una ilusión de la vista de la madre Celia, con su principio de cataratas? ¿Soñaba la madre Hilaria al asegurar que el año pasado el rosario sólo tenía un diez rojo, y ahora ya era otro diez y las Avemarías?


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Viejo de las Limas

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Nunca Leoncia se había sentido más triste que aquella perruna noche de invierno, última del año, en que la lluvia se desataba torrencial, y las violentas ráfagas, sacudiendo el arbolado del parque, desmelenaban sus ramas escuetas, sin hojas. Lúgubres silbidos estremecían las altas ventanas de la torre y producían la impresión de hallarse a bordo de un barco que corre desatado temporal. En noches tales, todas las penas vuelven, como espectros llamados por conjuro de bruja, y el aire se puebla de seres invisibles, enemigos. La impresión es de agobiador desconsuelo. Y Leoncia, sumida en un sopor de melancolía, segura de no encontrar alivio, apoyaba en el borde de la chimenea sus pies, y pensaba en lo vano, en lo inútil de todo. Ningún bien era cierto, y la memoria sólo conservaba la impronta de los males, grabada más hondamente que la de las alegrías…

Adelantaba la noche en su curso; el silbo del viento se hacía más estridente y desgarrador, cuando resonó la campana de la verja, con toque presuroso, como angustiado. ¿Quién a tales horas? ¿Con un tiempo tan horrible? Y, como se repitiese la llamada, al fin mandó que abriesen. Poco después entró en la sala, bien resguardada y tibia, una extraña figura.

Era un viejo caduco, de indefinible edad, a quien hasta pudiera considerarse centenario.

Venía chorreando, dejando un reguero, que dibujaba el zig-zag de sus pasos temblorosos. La contera de su paraguas soltaba un riachuelo, y al descubrirse, el sombrero de fieltro volcó un charco. Se oía claramente entrechocarse sus mandíbulas, y titubeaba, como próximo a desplomarse.

—Siéntese, abuelo… ¿De dónde viene, con este temporal? Arrímese a la lumbre… A ver, pronto, caldo caliente, o café, o coñac…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Panteón de los Años

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Allá donde las eternas nieves cubren, como un casquete de plata, la extremidad de la tierra, y existen soledades dilatadísimas, sin rastros de vida, no ya humana, sino de toda clase, con gigantescos bloques de hielo, se ha formado el eterno edificio.

Se alzan colosales sus bóvedas transparentes, y su estilo arquitectónico recuerda en gran parte el de las construcciones atribuidas a los cíclopes. La puerta, la única puerta, es baja, y no existen ventanas, ni cornisas ni adornos. Dentro, salas y más salas, y, abiertos en el mismo hielo, nichos donde descansan los años difuntos. Fue el Padre Tiempo, el viejo temeroso, el siempre joven interiormente, el que se renueva a medida que se consume, quien trazó el plano y erigió los muros deslumbradores de este edificio misterioso, para dar en él sepultura magnífica a sus hijos, según van precipitándose en el abismo del no ser.

Millones de años yacen allí, y el mayor número ha transcurrido sin dejar huellas en la memoria de nadie. Antes de que el hombre, en el período del último terciario y el primer cuaternario, hiciese su aparición sobre la tierra, años infinitos, que no es posible calcular, habían caído silenciosamente en la fosa común, como caen las hojas en las grandes selvas desconocidas, y se amontonan formando capas de mantillo, donde brotará nuevos gérmenes. Padre amoroso, aunque devore a su progenie por necesidad ineludible, el barbado Kronos recogió a esos años oscuros y sin historia, y los llevó al palacio fúnebre y glacial. Ninguna inscripción señaló el sitio que ocuparon. Eran los años anónimos, en que todo fermentaba para las evoluciones y los cataclismos futuros.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Heno

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Paulino Montes, muchacho de posición excelente —lo que se dice una conveniencia—, se enamoró de una artista. Al menos así la calificaban los periódicos al publicar su retrato. Artista lírica, de zarzuela, Candelaria —la Candela, como la llamaban generalmente—, poseía una voz de grillo acatarrado; pero su cuerpo tenía líneas seductoras. Ni gruesa ni flaca; de carnes dulcemente repartidas sobre armazón de menudos, bien formados y delicados huesos; de cabellera naturalmente rubia, y tan rica y sedosa que era un regio manto; de cara inocente y picaresca, en mezcla original, sugestiva, la Candela triunfaba siempre que el papel requiriese sólo belleza y donaire. Es preciso reconocer que Paulino no se engañó a sí mismo; al sentirse ciegamente prendado de la Candela, ni un instante atribuyó su inclinación a los méritos artísticos de la muchacha, a su canto ni a sus danzas. Comprendió que el señuelo era otro, y que si encuentra a Candela de mantón en la calle, o escoltada de mamá y hermanos en una tertulia, el efecto es exactamente el mismo. Sin embargo, las tablas fueron cómplices, y aquellos brazos torneados y aquella admirable mata rubia, y aquellas canillas elegantes, no se ostentarían en otro lugar como allí, a las luces de bengala y con el atavío verde claro de «Canal de Isabel II», en una revista hidráulica que embelesó a todo Madrid.

Paulino era hasta inteligente en música; no dudó de que el arte nada perdía cuando, arrastrado por estímulos superiores a su voluntad, propuso a Candela el matrimonio, tres meses después de gustar con ella conversación entre bastidores. Los informes adquiridos por el enamorado establecían que la artista era «una chica decente». En todas partes las hay, y acaso en la escena escasean menos de lo que supone la malicia.


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

Irracional

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El deber de Cleto Páramo en Madrid era estudiar Derecho. Para eso, y no para otra cosa, le había enviado a la Corte, con el subsidio de cuatro pesetas diarias, su tío el señor cura de Villafán. Si hemos de ser enteramente francos, el cura hubiese preferido verle ingresar en el Seminario de la diócesis, tenerle allí bajo el ala, cuidar de su alma y de su ropa interior y hacer de él un misacantano. ¡Porque ese Madrid! ¡Esa perdición! ¡Lo que allí hará un muchacho suelto! ¡Y cuando vuelva al lugar, qué va a traer sino las camisas y los calzoncillos en un puro jirón y en la conciencia un cargamento de pecados mortales! Pero, así y todo…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Tapiz

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El viejo poeta dejó caer la fragante cartita de su desconocida admiradora lejana, indicando un gesto de melancolía. «Me pregunta si soy joven aún…». Y no sabiendo qué contestar a aquel fogoso himno, escribió con cansada mano, en estrofas, sin embargo, brillantes, la especie de apólogo que transformo en cuento.

* * *

Fue en una tienda de anticuario parisiense donde encontró Rafael el tapiz persa y dio por él cuanto le pidieron: el resto de sus ahorros. Al pronto, no le preocupó más el tapiz que otros objetos de arte que poseía. Poco a poco, sin embargo, el tapiz se destacaba. Cuando inteligentes lo veían, o se deshacían en elogios o —actitud más significativa— afectaban frialdad y secura y, previos circunloquios de chalán, preguntaban, como al descuido, si no pensaba Rafael «cambiar el tapicito». Ante la negativa, venían las proposiciones insinuantes:

—Vamos, hasta los dos mil me correría…

Una semana después, el de los dos mil llegaba con la cartera bien abultada de billetes.

—¿No le tientan a usted los cinco mil? Cójame la palabra, que soy un encaprichado…

Y Rafael rehusaba; pero el tapiz, actuando ya sobre su fantasía, empezaba a ser base de la inconsciente labor con que creamos lo maravilloso.

A fin de averiguar en qué consistía el mérito de su tapiz, pensó que lo viese un eminente orientalista, explorador de Persia y la Bactriana. Y el orientalista, después de minucioso examen, abrazó a Rafael y exclamó extáticamente:


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

La Amenaza

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aquella casita nueva tan cuca, tan blanqueada, tan gentil, con su festón de vides y el vivo coral de sus tejas flamentes, cuidadosamente sujetas por simétricas hiladas de piedrecillas; aquellos labradíos, cultivados como un jardín, abonados, regados, limpios de malas hierbas; aquel huerto, poblado de frutales escogidos, de esos árboles sanos y fértiles, placenteros a la vista, cual una bella matrona, me hacían siempre volver la cabeza para contemplarlos, mientras el coche de línea subía, al paso, levantando remolinos de polvo la cuesta más agria de la carretera. Sabía yo que esta modesta e idílica prosperidad era obra de un hombre, pobre como los demás labradores, que viven en madrigueras y se mantienen de berzas cocidas y mendrugos de pan de maíz, pero más activo, más emprendedor; dotado de la perseverancia que caracteriza a los anglosajones, de iniciativa y laboriosidad, y que, a fuerza de economía, trabajo, desvelos e industria había llegado a adquirir aquellas productivas heredades, aquel huerto con su arroyo y a construir en vez de ahumado y desmantelado tugurio, la vivienda de «señor», saludable, capaz, aspirando y respirando holgadamente por sus seis ventanas y su alta chimenea… A veces, desde el observatorio de la ventanilla del destartalado coche veía al dueño de la casa, el tío Lorenzo Laroco, llevando la esteva o repartiendo con la azada el negro estiércol fecundador, exponiendo al sol sin recelo su calva sudorosa y su rojo y curtido cerviguillo, y admiraba, involuntariamente, aquella vejez robusta aquella alegre energía, aquella complacencia en la tarea y en la posesión de un bienestar ganado a pulso y a puño, sin defraudar a nadie, honradamente.


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El Depósito

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue en una noche de invierno, ni lluviosa ni brumosa, sino atrozmente fría, en que por la pureza glacial del ambiente se oía aullar a los lobos lo mismo que si estuvisen al pie de la solitaria rectoral y la amenazasen con sus siniestros ¡ouu… bee!, cuando el cura de Andianes, a quien tenía desvelado la inquietud, oyó fuera la convenida señal, el canto del cucorei, y saltando de la cama, arropándose con un balandrán viejo, encendiendo un cabo de bujía, descendió precipitadamente a abrir. Sus piernas vacilaban, y el cabo, en sus manos agitadas también por la emoción, goteaba candentes lágrimas de esperma.

Al descorrerse los mohosos cerrojos y pegarse a la pared la gruesa puerta de roble, dejando penetrar por el boquete la negrura y el helado soplo nocturno, alguien que no estuviese prevenido sentiría pavor viendo avanzar a tres hombres, más que embozados, encubiertos, tapados por el cuello de los capotes, que se juntaba con el ala del amplio sombrerazo. Detrás del pelotón se adivinaba el bulto de un carrito y se oía el jadear del caballejo que lo arrastraba, y cuyas peludas patas temblaban aún, no sólo por el agria subida de la sierra, sino por haber sentido tan de cerca el ardiente hálito de los lobos monteses hambrientos.

—¿Está todo corriente? —preguntó el que parecía capitanear el grupo.

—Todo. No hay más alma viviente que yo en la casa. ¡Pasen, pasen, que va un frío que pela a la gente!…


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

El Pinar del Tío Ambrosio

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al volver de examinar la diminuta heredad que le daban en garantía de un préstamo al 60 por 100, se le ocurrió al tío Ambrosio de Sabuñedo echar un ojo a su pinar de Magonde, a ver qué testos y guapos estaban los pinos viejos y cómo crecían los nuevos. Aquel pinar era el quitapesares del tío Ambrosio. Dentro de un par de años contaba sacar de él una buena porrada de dinero; para entonces estaría afirmada la carretera a Marineda, y el acarreo sería fácil y los licitadores numerosos y francos en proponer. Si el tío Ambrosio pudiese, bajo un fanal de vidrio resguardaría sus gallardos pinos de Magonde.

Apenas hubo traspasado el lindero, el viejo profirió una imprecación. A su derecha, y sangrando aún densa resina, se veía el cabezo de un pino recién cortado. Pocos pasos más allá, otro cepo delataba un atentado semejante. Ni rastro del tronco. Y el tío Ambrosio, espumando de rabia, contó hasta cinco pinos soberbios, cercenados y sustraídos… ¿Por quién? Al punto, el pensamiento del tío Ambrosio se fijó en Pedro de Furoca, alias el Grilo, el más vagabundo y ladrón de la parroquia. Sólo él sería capaz de un golpe de mano tan atrevido: sacar el carro de noche, cortar y cargar los pinos con ayuda de algún bribón de su misma laya, y venderlos baratos en Marineda, ¡porque para lo que le costaban!… ¡Mal rayo!


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Publicado el 27 de febrero de 2021 por Edu Robsy.

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