Textos más populares esta semana de Emilia Pardo Bazán publicados el 27 de octubre de 2020 | pág. 3

Mostrando 21 a 30 de 96 textos encontrados.


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autor: Emilia Pardo Bazán fecha: 27-10-2020


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La Culpable

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Elisa fue una mujer desgraciadísima durante toda su vida conyugal, y murió joven aún, minada por las penas. Es verdad que había cometido una falta muy grave, tan grave que para ella no hay perdón: escaparse con su marido antes de que éste lo fuese y pasar en su compañía veinticuatro horas de tren… Después sucedió lo de costumbre: la recogió la autoridad, la depositaron en un convento, y a los quince días se casó, sin que sus padres asistiesen a la boda; actitud muy digna, en opinión de las personas sensatas.

Ellos no se habían opuesto de frente a las relaciones de Elisa con Adolfo; mas como quiera que no les agradaba pizca el aspirante, y creían conocerle y presentían su condición moral, suscitaron mil dificultades menudas y consiguieron dar largas al asunto y entretenerlos por espacio de cinco años. Consintieron, eso sí, que Adolfo entrase en casa, porque tenía poco de seductor y era hasta antipático, y esperaron que Elisa perdiese toda ilusión al verle de cerca. Sucedió lo contrario; en los interminables coloquios junto a la chimenea, en el diario tortoleo, el amante corazón de Elisa se dejó cautivar para siempre, y Adolfo aseguró la presa de la acaudalada muchacha. Después de meditadas y estratégicas maniobras por parte del novio, llegó el instante de la fuga, preliminar del casamiento.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Zenana

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Alejandro Magno es de esos caracteres históricos que se prestan igualmente a severa censura y a hiperbólica alabanza. Atrae en virtud de un contraste vigoroso. Es ya luz, ya tinieblas, pero grande siempre. La complejidad de su alma extraordinaria se explica por antecedentes de familia y de educación. Era hijo de Filipo (que reunía a un valor de león una sensualidad de cerdo) y de Olimpias, reina de arrestos viriles, capaz de ajusticiar a sus enemigos por su propia mano, y de mirar con tan despreciativa majestad a doscientos soldados encargados de asesinarla, que se volvieron sin hacerlo, declarando no poder resistir aquella mirada dominadora y terrible. Era alumno de Aristóteles, cuyo solo nombre lo dice todo, y durante ocho años había bebido de tal fuente la sabiduría, que sirve para templar y engrandecer el ánimo, y la ciencia política, que señala rumbos gloriosos a la ambición. Y en un espíritu donde la levadura de todas las pasiones humanas fermentaba al lado de las nociones de todos los ideales divinos, tenían que surgir, entre impulsos atroces y violentas concupiscencias, bellos rasgos de continencia, piedad y magnanimidad, y hasta poéticos romanticismos, semejantes al que da asunto a este cuento.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Soledad

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los dos estudiantes se despertaron de óptimo humor; el día estaba magnífico, caso raro en Estela, y decididos a ver mujerío en aquel Jueves Santo en que todas estaban guapísimas, con su indumento negro y sus hereditarias mantillas, se echaron a la calle.

Eran dos muchachos todavía cándidos, criados en un pueblo, en los regazos de sus madres, y que apenas empezaban a contagiarse del calaverismo infantil de los primeros años de su vida escolar. El uno, Jacinto, estudiaba, o cursaba, que más cierto será, Derecho, y el otro, Marcos, Medicina. Ambos tenían buen corazón; Marcos alardeaba de incrédulo, y Jacinto, en cambio, oía misa y al saltar de la cama farfullaba un padrenuestro. Sus familias, que residían en un poblado, les habían llenado la cabeza de prejuicios. Toda mujer que se componía y exhalaba el perfume, no muy refinado, de un jabón más o menos barato, les parecía temible, y, por lo mismo, infinitamente atractiva y deliciosa. Un cierto romanticismo, el correspondiente al retraso mismo de su educación sentimental, les hacía aspirar —a Jacinto especialmente— amores sublimes, con acompañamiento de versos y de exclamaciones enfáticas. Conviene saber todo esto, para comprender el efecto que les causó la extraña aventura.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Eterna Ley

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Hay tardes, al comenzar el otoño, tan divinamente serenas y apacibles, que engendran en el ánimo algo semejante a ellas. Nuestra alma parece flotar en un ambiente de dulzura, no ajena a cierta melancolía noble, que no deprime el ánimo. La majestad con que declina el sol; la radiosa belleza del cielo, cuyo zafiro claro se rafaguea de encendidas fajas de oro rojo; la cristalina resonancia de los ruidos del campo; la tinta sombría que adquieren los árboles; el sorbo sutil que estremece las hojas de las madreselvas..., predisponen a contemplación y dictan altos pensamientos y generosas visiones del porvenir.

Así nos sucedió. Salíamos de la romería de Santa Tecla, y antes de desviarnos del monte, donde se alza el santuario, nos habíamos sentado en unas piedras, al borde del pinar, dominando la pintoresca vista del valle, ya medio velado por las sombras grises del crepúsculo, y oyendo tan solo, como se oye desde lejos el retumbo del mar, el rumoreo del gentío aldeano, que hormigueaba en torno del santuario, formando corro alrededor del mocerío que danzaba y retozaba con las rapaciñas. De vez en cuando, nos llegaban, melodiosos a causa de la distancia, repique de pandero, quejidos semialegres de gaita, algún grito estridente que interrumpía los cantares. Y la luna, esfumada como toque gracioso de acuarela, empezaba a redondearse, fina y suelta, sobre el celaje desmayado.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pañuelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.

Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Gota de Cera

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Aunque los historiadores apenas le nombran, Higinio fue de los más íntimos amigos de Alejandro Magno. No se menciona a Higinio, tal vez porque no tuvo la trágica muerte de Filotas, de Parmeion, y de aquel Clitos a quien Alejandro amaba entrañablemente, y a quien así y todo, en una orgía atravesó de parte a parte; y sin embargo (si no mienten documentos descubiertos por el erudito Julios Tiefenlehrer), Higinio gozó de tanta privanza con el conquistador de Persia, como demostrarán los hechos que voy a referir, apoyándome, por supuesto, en la respetabilísima autoridad del sabio alemán antes citado.

Compañero de infancia de Alejandro, Higinio se crió con el héroe. Juntos jugaron y se bañaron en Pela, en los estanques del jardín de Olimpias, y juntos oyeron las lecciones de Aristóteles. La leche y la miel de la sabiduría la gustaron, así puede decirse, en un mismo plato; y en un mismo cáliz libaron el néctar del amor, cuando deshojaron la primera guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa de la gentil hetera Ismeria. Grabó su afecto con sello más hondo el batirse juntos en la memorable jornada de Queronea, en la cual quedó toda Grecia por Filipo, padre de Alejandro. Los dos amigos, que frisaban en los diecinueve años entonces, mandaron el ala izquierda del ejército, y destruyeron por completo la famosa «legión sagrada» de los tebanos. La noche que siguió a tan magnífica victoria, Higinio pudo haber conseguido el generalato; Alejandro se lo brindaba, con hartos elogios a su valor. Pero Higinio, cubierto aún de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente a los ofrecimientos de su amigo y príncipe:


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Casa del Sueño

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mi vida había sido azarosa, una serie de trabajos y privaciones, luchas y derrotas crueles. A mi alrededor, todo parecía marchitarse apenas intentaba florecer. Dos veces me casé, y siempre el malhadado sino deshizo mi hogar. En varias carreras probé mis fuerzas, y aunque no puedo decir que no carezco de aptitudes, es lo cierto que, por una reunión de circunstancias que parecía obra de algún encantador maligno, mientras veía a los necios y a los menguados triunfar, yo quedaba siempre relegado al último término, frustrados mis intentos, en ridículo mis propósitos. Se creyera que existía algún decreto de la suerte loca para que todo se me malograse, todo se me deshiciese entre las manos. Y así, por las asperezas de tantas decepciones, llegué a no interesarme en nada, a concebir, no misantropía, sino algo peor, repulsión completa a todas las casas. No existía en lo creado fin que me pareciese digno de interés, que produjese en mí una impresión de simpatía, un movimiento de gozo. Evocar recuerdos era para mí equivalente a registrar un cementerio, deletreando en las lápidas nombres de gentes que hemos amado. Ni el pasado ni el presente, ni menos ese enigma que se llama el porvenir, lograban arrancarme de la cárcel de mi pesimismo infecundo; porque hay un pesimismo de ajenjo, que entona y vitaliza; pero el mío era un caimiento de ánimo, no una absorción; no mística a la indiana, sino desesperada y abatida. Ni deseos, ni propósitos, ni reacciones de sensibilidad. Sin embargo... Así como en las regiones polares, aún bajo el hielo, alguna saxífraga o algún liquen ha de brotar en primavera, en la desolación de mi espíritu, flotaban jirones de una ilusión. Todavía deseaba yo algo... Y este algo era una nimiedad, absolutamente sentimental, pero exaltada, creciente, nimbada por esa luz que rodea a los períodos de la vida que pertenecieron a la primera edad: la luz de nuestra aurora...


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Contra Treta...

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Fue al cruzar el muelle de Marineda, donde acababa de dejar su cosecha de cebollas embanastadas para que el tratante en grande la despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo, que se disponía a emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor bien trajeado, que se dirigió a él con los brazos abiertos.

—¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo de Berte...

—¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vinte años que faltas de Seigonde...

El reconocimiento, sin embargo, se completó pronto en el café de la Marina, ante un plato de guisote de carne con grasa y pimentón y una botella de vino del Borde, del añejo. Y brotaron las confidencias. Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata, ganada en un comercio de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía estropeado el hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le mandaban una temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí, con las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le ponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá, alias Codelo, andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del mal novo, científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna pobre, sin producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la lumbre... Estaba casado; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que ya uno de ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba comido por un préstamo de cien pesos para montar la taberna, y que nunca más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por las puertas, o se largare también para las Américas, aunque allá les diesen de palos!


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El Invento

Emilia Pardo Bazán


Cuento


El bazar, aún pareciéndose a los demás bazares, revestía un aspecto particularmente depresivo para el ánimo. Era el mismo hacinamiento de camas doradas, sillas curvadas de madera, paquetes de ferranchinería oxidados, cubos de cinc, loza grosera y pretenciosa, cacerolas ordinarias y cromos que dan ganas de llorar; erizaba el pelo de la estética, a fuerza de fealdad moderna acumulada; pero tenía, además, una nota de abandono de descuido, que aumentó la repulsión que me infunde este género de establecimientos, en los cuales no hay más remedio que entrar a veces, obligado por la necesidad prosaica de un kilo de tachuelas o un litro de barniz Flatting...

El dueño del bazar era un viejo que existía sin deber existir; un residuo humano. Aunque a los comerciantes españoles, en general, dijérase que les importaba poco vender, éste exageraba el desdén hacia la ocupación. Se creía que, al pedirle el género, se le daba una mala noticia...

El dependiente, un chico escrofuloso y atontado, con las manos colgantes, no llenaba más fin que añadir un detalle antipático al conjunto; así es que fue el mismo dueño el que se dedicó a servirme renqueando. Me fijé entonces en su cara, y noté que estaba como devastada por un torrente de llanto, una convulsión dolorosa. Había en ella surcos de amargura, y en los ojos, un abismo de desconsuelo y de horror. Los hombros se inclinaban, agobiados, vencidos, como si les hubiese caído encima un peso enorme...

Al recoger un envoltorio mal liado, dije, sin fijarme:

—¿No tiene usted familia que le ayude?

Sobresalto... Me miró como quien pide justicia —de esas miradas que protestan, que claman al Cielo— y suspiró:

—¡Ah! Usted, por lo visto, ha oído algo ya...

Yo no había oído palabra, pero hice que sí con la cabeza.

—Pues si ha oído, comprenderá...

Y recibiendo el dinero, sin mirarlo, añadió esta reflexión incongruente:


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Sueños Regios

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Es de noche. Temperatura, veinte bajo cero. Fuera no se escucha el menor ruido. La nevada, cayendo en finos copos delicadísimos que mullen la atmósfera, contribuye a sostener el silencio absoluto, ahogado, que pesa sobre los jardines blancos con blancura fantástica. La nieve ha perfilado primorosamente la traza de las calles de árboles, de los macizos, de los boquetes, de los estanques cuajados por el hielo, y cuya superficie lisa rayaron los patines en la última sesión de patinaje que tanto divirtió a la Corte, porque el príncipe de Circasia se dio unas costaladas regulares.

Las estatuas parecen temblar y lucen aderezos de carámbanos. Las coníferas son témpanos bordados y esculpidos. En el alcázar, las cornisas, las balconadas, las torrecillas, la monumental ornamentación de la fachada, el reloj sostenido por Genios que representan los destinos de la casa imperial, venciendo al Tiempo, van desapareciendo bajo la suave acolchadura blanca.

Los centinelas, en su garita, tiritando, sintiendo que el aliento se les cristaliza primero y se les liquida después dentro del alto cuello de sus capotes militares, hieren el suelo con el pie, se acuerdan del cuerpo de guardia donde arde la estufa y se puede echar un trago de lo fermentado, y de tiempo en tiempo lanzan, al través de la nieve, su «¡Alerta!» gutural.

El decorativo reloj da las doce, pausadamente, como si la hora contada por él fuese más solemne que las otras. Al reloj de fuera contestan los de dentro desde las consolas; tienen vocecillas aflautadas y bien moduladas de palaciegos.


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Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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