Cuando se supo que había fallecido Vieyra —de una enfermedad
consuntiva, latente toda su vida y declarada al final—, la gente no se
preguntó la causa de tal suceso. «¡Hombre, todos hemos de pasar por
ahí!». Lo que se dieron a investigar durante media hora en la Pecera, en
la reunión de amigos y otros círculos locales fue, no cómo había muerto
el bueno de Vieyra, sino cómo había vivido.
Encontraban en su vivir una paradoja realizada. Había vivido... sin
poder. Por todo recurso contaba con dos o tres heredades que le
producían una renta irrisoria, y un vago destino, de esos que a fuerza
de reducciones y descuentos, suspensiones y amagos de supresión, no sólo
parece que no deben mantener a un hombre, sino que dan la idea de que
será preciso poner dinero encima. Vieyra era intérprete en el
Lazareto... y no es lo bueno que lo fuese, sino que lo era sin saber
idioma alguno.
—Yo tengo resuelta esa dificultad —declaraba a los que le daban
bromas—. Si vienen americanos, claro es que me expreso en español... Si
portugueses o brasileños, en gallego del más puro... Y si son franceses o
ingleses..., ¡demonio!, entonces... Entonces..., ustedes reconocerán
que a esos tíos nadie les ha hablado jamás en su lengua. Les presento
picadura, maryland, una botellita de cerveza o de jerez... y me
entienden en seguida.
Con tales botellitas, adquiridas a un precio y revendidas a otro; con
algo de negocio de picadura y tabaco, ciertas pequeñas ganancias
realizaba Vieyra; pero era tan eventual todo ello, tan mermado y, sobre
todo, tan dependiente de su capricho y de su humor, asaz tornadizos y
muy poco industriales, que continuaba igualmente problemático cómo había
podido sustentarse aquel hombre —sin pedir a nadie nada, sin deber
tampoco—, y el gran lujo español, ¡fumándose buenos puros!
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