Textos más vistos de Emilia Pardo Bazán | pág. 3

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autor: Emilia Pardo Bazán


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La Dentadura

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Al recibir la cartita, Águeda pensó desmayarse. Enfriáronse sus manos, sus oídos zumbaron levemente, sus arterias latieron y veló sus ojos una nube. ¡Había deseado tanto, soñado tanto con aquella declaración!

Enamorada en secreto de Fausto Arrayán, el apuesto mozo y brillantísimo estudiante, probablemente no supo ocultarlo; la delató su turbación cuando él entraba en la tertulia, su encendido rubor cuando él la miraba, su silencio preñado de pensamientos cuando le oía nombrar; y Fausto, que estaba en la edad glotona, la edad en que se devora amor sin miedo a indigestarse, quiso recoger aquella florecilla semicampestre, la más perfumada del vergel femenino: un corazón de veinte años, nutrido de ilusiones en un pueblo de provincia, medio ambiente excitante, si los hay, para la imaginación y las pasiones.

Los amoríos entre Fausto y Águeda, al principio, fueron un dúo en que ella cantaba con toda su voz y su entusiasmo, y él, «reservándose» como los grandes tenores, en momentos dados emitía una nota que arrebataba. Águeda se sentía vivir y morir. Su alma, palacio mágico siempre iluminado para solemne fiesta nupcial, resplandecía y se abrasaba, y una plenitud inmensa de sentimiento le hacía olvidarse de las realidades y de cuanto no fuese su dicha, sus pláticas inocentes con Fausto, su carteo, su ventaneo, su idilio, en fin. Sin embargo, las personas delicadas, y Águeda lo era mucho, no pueden absorberse por completo en el egoísmo; no saben ser felices sin pagar generosamente la felicidad. Águeda adivinaba en Fausto la oculta indiferencia; conocía por momentos cierta sequedad de mal agüero; no ignoraba que a las primeras brisas otoñales el predilecto emigraría a Madrid, donde sus aptitudes artísticas le prometían fama y triunfos; y en medio de la mayor exaltación advertía en sí misma repentino decaimiento, la convicción de lo efímero de su ventura.


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4 págs. / 7 minutos / 404 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

Un Duro Falso

Emilia Pardo Bazán


Cuento


—No te vengas sin cobrar, ¿yestú?

La orden repercutía con martilleo monótono en la cabeza, redonda y rapada, del aprendiz de obra prima. ¿Sin cobrar? De ningún modo. En primer término, le obligaba el punto de honra, el deseo de acreditar que servía para algo —¡le habían repetido tantas veces, en tono despreciativo, la afirmación contraria!—. En segundo, le apremiaba el horror nervioso, profundo, a la vergüenza del infalible puntillón del maestro…

¡El maestro! ¡Si Natario, el desmedrado granuja, fuese capaz de aquilatar la exactitud de las denominaciones, sacaría en limpio que no procedía nombrar maestro a quien nada enseña! ¡Aun sin razonarlo, Natario lo percibía, y no podía sufrirlo, señores! Había un fondo de amargor en el alma oprimida del chico. Le faltaba aire de justicia; se sentía ofendido, menospreciado, y acaso en su propia ofensa latía la de una colectividad. No daba a estos sentimientos su verdadero alcance; no era consciente de ellos. Protesta sorda, oscura, que se exaltaba a fin de mes, cuando la madre de Natario, asistenta y casi mendiga, tenía que aflojar una peseta por los derechos de aprendizaje de su hijo.

—¿Te da labor el señor Romualdo? ¿Aprendes o no? Culpa tuya será, haragán, flojo, zángano… ¡Pum!


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4 págs. / 8 minutos / 303 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Casi Artista

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Después de una semana de zarandeo, del Gobierno Civil a las oficinas municipales, y de las tabernas al taller donde él trabajaba —es un modo de decir—, preguntando a todos y a «todas», con los ojos como puños y el pañuelo echado a la cara para esconder el sofoco de la vergüenza, Dolores, la Cartera —apodábanla así por haber sido cartero su padre—, se retiró a su tugurio con el alma más triste que el día, y éste era de los turbios, revueltos y anegruzados de Marineda, en que la bóveda del cielo parece descender hacia la tierra para aplastarla, con la indiferencia suprema del hermoso dosel por lo que ocurre y duele más abajo...

Sentose en una silleta paticoja y lloró amargamente. No cabía duda que aquel pillo había embarcado para América. Dinero no tenía; pero ya se sabe que ahora facilitan tales cosas, garantizando desde allá el billete. En Buenos Aires no van a saber que el carpintero a quien llaman para ejercer su oficio es un borracho y deja en su tierra obligaciones. La ley dicen que prohíbe que se embarquen los casados sin permiso de sus mujeres... ¡Sí, fíate en la ley! Ella, a prohibir, y los tunos, a embarcar... y los señorones y las autoridades, a hacerles la capa..., ¡y arriba!

Bebedor y holgazán, mujeriego, timbista y perdido como era su Frutos, alias Verderón, siempre acompañaba y traía a casa una corteza de pan... Corteza escasa, reseca, insegura; pero corteza al fin. Por eso (y no por amorosos melindres que la miseria suprime pronto) lloraba Dolores la desaparición, y mientras corría su llanto, discurría qué hacer para llenar las dos boquitas ansiosas de los niños.


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4 págs. / 8 minutos / 297 visitas.

Publicado el 3 de octubre de 2018 por Edu Robsy.

La Puñalada

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Mucho se hablaba en el barrio de la modistilla y el carpintero.

Cada domingo se los veía salir juntos, tomar el tranvía, irse de paseo y volver tarde, de bracete, muy pegados, con ese paso ajustado y armonioso que sólo llevan los amantes.

Formaban contraste vivo. Ella era una mujercita pequeña, de negros ojazos, de cintura delgada, de turgente pecho; él, un mocetón sano y fuerte, de aborrascados rizos, de hercúleos puños —un bruto laborioso y apasionado—. De su buen jornal sacaba lo indispensable para las atenciones más precisas; el resto lo invertía en finezas para su Claudia. Aunque tosco y mal hablado, sabía discurrir cosas galantes, obsequios bonitos. Hoy un imperdible, mañana un ramo, al otro día un lazo y un pañuelo. Claudia, mujer hasta la punta del pelo, coqueta, vanidosa, se moría por regalos. En el obrador de su maestra los lucía, causando dentera a sus compañeritas, que rabiaban por «un novio» como Onofre.

«Novio»... precisamente novio no se le podía llamar. Era difícil, no ya lo de las bendiciones sino hasta reunirse en una casa, una mesa y un lecho porque ¿y las madres? La de Onofre, vieja, impedida; además, un hermano chico, aprendiz, que no ganaba aún. Así y todo, Onofre se hubiese llevado a Claudia en triunfo a su hogar, si no es la madre de la modista, asistenta de oficio, más despabilada que un candil. Cuando en momentos de tierna expansión, Onofre insinuaba a Claudia algo de bodas..., o cosa para él equivalente, Claudia, respingando, contestaba de enojo y susto:

—¿Estás bebido? Hijo, ¿y mi madre? ¿La suelto en el arroyo como a un perro? Con la triste peseta que ella se gana un día no y otro tampoco, ¿va a comer pan si yo le falto? Déjate de eso, vamos... ¡Que se te quite de la cabeza!


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5 págs. / 9 minutos / 269 visitas.

Publicado el 15 de noviembre de 2020 por Edu Robsy.

A lo Vivo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Era un pueblecito rayano, Ribamoura, vivero de contrabandistas, donde esta profesión de riesgo y lucro hacía a la gente menos dormida de lo que suelen ser los pueblerinos. Abundaban los mozos de cabeza caliente, y se desdeñaba al que no era capaz de coger una escopeta y salir a la ganancia.

Las mujeres, vestidas y adornadas con lo que da de sí el contrabando, lucían pendientes de ostentosa filigrana, patenas fastuosas, pañuelos de seda de colorines; en las casas no faltaba ron jamaiqueño ni queso de Flandes, y los hombres poseían armas inglesas, bolsas de piel y tabaco Virginia y Macuba. Al través de Portugal, Inglaterra enviaba sus productos, y de España pasaban otros, cruzando el caudaloso río.

Algunos días del año se interrumpía el tráfico y la industria de Ribamoura. El pueblo entero se congregaba a celebrar las solemnidades consuetudinarias, que servían de pretexto para solaces y holgorio. Tal ocurría con el Carnaval, tal con la fiesta de la Patrona, tal con los días de la Semana Santa. A pesar de ser éstos de penitencia y mortificación, para los de Ribamoura tenían carácter de fiesta; en ellos se celebraba, en la iglesia principal, espacioso edificio de la época herreriana, la representación de la Pasión, con personajes de carne y hueso, y encargándose de los papeles gente del pueblo mismo.

Venido de Oporto, un actor portugués, con el instinto dramático de la raza, organizaba y dirigía la representación; pero sin tomar parte en ella. Esto se hubiese considerado en Ribamoura irreverente. «Trabajaban» por devoción y por respeto tradicional a los misterios redentores; pero nunca hubiesen admitido a nadie mercenario, ni tolerado que hiciese los papeles nadie de mala reputación. Gente honrada, aunque contrabandease; que eso no deshonra. Ni por pecado lo daban en el confesionario los frailes.


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4 págs. / 8 minutos / 652 visitas.

Publicado el 9 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

Dura Lex

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cada cuatro años, hacia el fin del otoño, vienen a la ciudad y se anuncian dando mil vueltas por sus calles los rusos traficantes en pieles, que buscan manera de colocar su mercancía, y, para conseguirlo, ejercitan la ingeniosidad insinuante de los mercaderes de Oriente. Cargados con diez o doce pieles de las malas —las ricas no las enseñan sino cuando descubren un marchante serio—, aguardan a que desde un balcón se les haga una seña, y suben a vender a precios módicos el visón lustrado, el rizoso astracán y la nutria terciopelosa. Si se les ofrece una taza de café y una copa de anisado, no la desprecian, y si se les interroga, cuentan mil cosas de sus largos viajes, de los remotos y casi perdidos países donde existen esas alimañas cuya bella y abrigada vestidura constituye la base de su comercio. Son pródigos en pintorescos detalles, y describen con realismo, tuteando a todo el mundo, pues en su patria se habla de tú al padrecito zar.

Por ellos supe interesantes pormenores de la existencia de los pueblos que nos surten de pieles finas, de ese armiño exquisito que parece traído de la región de las hadas. Son los hombres quizá más antiguos de la tierra; apegadísimos a sus ritos y costumbres, miserables hasta lo increíble, alegres como niños y próximos a desaparecer como las especies animales que acosan.

—El armiño ha encarecido mucho en estos últimos tiempos —decía Igor, el más elocuente de los tres traficantes—, y es porque el animalito se acaba; pero tú deja pasar un siglo, y verás que una piel de esquimal es más rara que la del armiño, desde el mar de Baffin a las costas islandesas. ¡Es una gente! —repetía Igor en torno enfático—. ¡No se ha visto gente tan rara! Y siempre que estuve allí trabajando, a las órdenes del enviado de la Compañía que compra al por mayor toda piel, creí morir de asco de tanta suciedad. ¡Oh! ¡Los muy sucios!


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5 págs. / 8 minutos / 59 visitas.

Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Pañuelo

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Cipriana se había quedado huérfana desde aquella vulgar desgracia que nadie olvida en el puerto de Areal: una lancha que zozobra, cinco infelices ahogados en menos que se cuenta... Aunque la gente de mar no tenga asegurada la vida, ni se alabe de morir siempre en su cama, una cosa es eso y otra que menudeen lances así. La racha dejó sin padres a más de una docena de chiquillos; pero el caso es que Cipriana tampoco tenía madre. Se encontró a los doce años sola en el mundo..., en el reducido y pobre mundo del puerto.

Era temprano para ganarse el pan en la próxima villa de Marineda; tarde para que nadie la recogiese. ¡Doce años! Ya podía trabajar la mocosa... Y trabajó, en efecto. Nadie tuvo que mandárselo. Cuando su padre vivía, la labor de Cipriana estaba reducida a encender el fuego, arrimar el pote a la lumbre, lavar y retorcer la ropa, ayudar a tender las redes, coser los desgarrones de la camisa del pescador. Sus manecitas flacas alcanzaban para cumplir la tarea, con diligencia y precoz esmero, propio de mujer de su casa. Ahora, que no había casa, faltando el que traía a ella la comida y el dinero para pagar la renta, Cirpriana se dedicó a servir. Por una taza de caldo, por un puñado de paja de maíz que sirviese de lecho, por unas tejas y, sobre todo, por un poco de calor de compañía, la chiquilla cuidaba de la lumbre ajena, lindaba las vacas ajenas, tenía en el Colo toda la tarde un mamón ajeno, cantándole y divirtiéndole, para que esperase sin impaciencia el regreso de la madre.


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2 págs. / 4 minutos / 241 visitas.

Publicado el 27 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Hijo del Alma

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Los médicos son también confesores. Historias de llanto y vergüenza, casos de conciencia y monstruosidades psicológicas, surgen entre las angustias y ansiedades físicas de las consultas. Los médicos saben por qué, a pesar de todos los recursos de la ciencia, a veces no se cura un padecimiento curable, y cómo un enfermo jamás es igual a otro enfermo, como ningún espíritu es igual a otro. En los interrogatorios desentrañan los antecedentes de familia, y en el descendiente degenerado o moribundo, las culpas del ascendiente, porque la Ciencia, de acuerdo con la Escritura, afirma que la iniquidad de los padres será visitada en los hijos hasta la tercera y cuarta generaciones.

Habituado estaba el doctor Tarfe a recoger estas confidencias, y hasta las provocaba, pues creía encontrar en ellas indicaciones convenientísimas al mejor ejercicio de su profesión. El conocimiento de la psiquis le auxiliaba para remediar lo corporal; o, por ventura, ese era el pretexto que se daba a sí mismo al satisfacer una curiosidad romántica. Allá en sus mocedades, Tarfe se había creído escritor, y ensayado con desgarbo el cuento, la novela y el artículo. Triple fracasado, restituido a su verdadera vocación, quedaba en él mucho de literatería, y afición a decir misteriosamente a los autores un poco menos desafortunados que él: «¡Yo sí que le puedo ofrecer a usted un bonito asunto nuevo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentado en mi sillón, ante mi mesa de despacho!»


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Publicado el 28 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Gota de Sangre

Emilia Pardo Bazán


Novela corta


I

Para combatir una neurastenia profunda que me tenía agobiado —diré neurastenia, no sabiendo qué decir—, consulté al doctor Luz, hombre tan artista como científico, y opinó sonriente:

—Usted no necesita cuidarse… sino todo lo contrario.

—¿Descuidarme?

—Casi… Tratamiento perturbador. Hacer cosas que presten a su vida violento interés. Lo que padece usted es atonía, indiferencia: le falta estímulo. ¿No podría usted enamorarse?

—Me parece que no. Las mujeres, para un rato. Y aun ese rato lo suelen envenenar. Y las que no lo envenenan, empalagan. Mal remedio, doctor, mal remedio.

—¿No le agradan los viajes?

—¿Viajes? ¿El «gladstone», el Baedeker, las fondas? Me sé de memoria a Europa, y como no busque aventuras a lo Julio Verne… Ya no quedan más viajes emocionantes que los viajes en aeroplano…

—Pues no viaje usted por tierras; explore almas. No hay vida humana sin misterio. La curiosidad puede ascender a pasión. Para una persona como usted, que posee elementos de investigación psicológica…

Agradecí el consejo lo mismo que si hubiese de servirme de algo y me fuí convencido de que la ciencia, ante mi caso, se declaraba impotente.

Aquella misma noche, a cosa de las doce, entre en el teatro de Apolo y me senté en una butaca. Al hacerlo, pasé con el mayor cuidado por delante de los espectadores de mi fila, instalados ya. Estaba seguro de no haber molestado a nadie, y me asombró oír que uno de ellos, el que estaba más próximo a mí, me increpaba, en alta voz:

—¡Ya podía usted andar con cuidado, so tío!

Mi sorpresa subió de punto, notando que quien así me trataba era un muchacho que solía encontrarme en el Casino y en la Peña, una persona «conocida». Tal furia, sin motivo alguno, y la extrañeza que me causó, fué el primer chispazo que reanimó mi abatido espíritu. Al pronto pensé:


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Publicado el 14 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Paloma Azul

Emilia Pardo Bazán


Cuento


Un día, mirando hacia el tejado del cual habíanse apoderado las palomas, vi una cosa que me dejó aturdida de emoción: Una paloma nueva, desconocida, pero del mismo color, exactamente del mismo color del trozo de cielo. Una paloma de plumaje turquesas, un ave que parecía una flor, un ser divino. He dicho antes que la niñez no razona muchas cosas, pero su instinto es cualidad maravillosa mal estudiada aún. ¿Quién me había enseñado a mí que una paloma azul no existía en la realidad, que sólo podía venir del infinito?

Los colores de las palomas eran variadísimos. Las había verde metálico, gris perla, nacaradas, con tonos y cambiantes, cobrizos… ¡Pero aquel azul! Aquél era exactamente el matiz de mi alma, era la nota de mis ensueños, mi mismo ser, impregnado, bañado en el fluido de las lejanías misteriosas y la onda clara de los dilatados mares…

Y la paloma de plumaje de turquesa aleteaba dentro de mí, y yo suponía que, después de aparecérseme un instante iba a levantar el vuelo, perdiéndose otra vez en su elemento propio, la bóveda de turquesa también, que se extendía sobre los prosaicos tejados, justificando la copla popular:


«El cielo de Marianeda
está cubierto de azul…».


Con gran sorpresa mía la sobrenatural paloma se confundió entre las demás vulgares; púsose a seguir a una hembra feúcha, gris pizarra y porque se atravesó un palomo canelo, le atizó un feroz picotazo, que le arrancó plumas tintas en sangre.

A todo esto la familia había acudido, y asombrada del color de la paloma, resolvió su captura. Cuando vi que iban a recluir en una jaula a la paloma azul, ¡qué ardiente deseo me entró de que huyese, de que levantase el vuelo y se perdiese, ligera flor cerúlea, en el abismo del firmamento! Porque me parecía un sacrilegio ponerle la mano encima y resolví liberarla, abrir su cárcel, restituirla a su esfera propia.


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1 pág. / 3 minutos / 234 visitas.

Publicado el 10 de mayo de 2021 por Edu Robsy.

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