Textos más populares este mes de Felipe Trigo publicados por Edu Robsy | pág. 3

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autor: Felipe Trigo editor: Edu Robsy


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Luzbel

Felipe Trigo


Cuento


Entre los invitados al estudio de Rangel con motivo de su última obra, estaban Jacinta Júver, una arrogante dama de ojos garzos, muy aficionada a la pintura, casi una artista, y su esposo, el señor La Riva, hombre que, según decía, desde hortera con sabañones, supo caer en marqués con gabán de pieles, sin más que saltarse limpia y oportunamente el mostrador de un comercio.

Habían desfilado los demás visitantes y quedaban estos dos; intranquilo él porque se le hacía tarde para el Senado, y la bella marquesa ante el lienzo absorta cada vez más, examinándolo a través de sus impertinentes y celebrando los detalles con el pintor en voluble charla. Era un panneau decorativo: el arcángel maldito, caído bajo un cielo de tempestad sobre una roca; Luzbel, con la túnica y el cabello rubio azotados por el vendaval, con el codo en la rodilla y la sien en el dorso de la mano, resplandecía aún de divinidad, en la hierática rigidez de su soberbia, como el ascua que en su propia ceniza se va apagando.

Hubo necesidad de explicarle este simbolismo al banquero, que se acercaba nuevamente, después de entretener su impaciencia con estatuas y desnudos. Y como su mujer, con cierta coquetería intelectual delante del artista, le señalaba los grandes aciertos de color y de dibujo, aquellas líneas onduladas de visión de ensueño, y aquellos tonos suaves que velaban la figura con neblinas de lo fantástico, harto La Riva de escuchar, exclamó:

—¡Hermoso! ¡Magnífico!

Añadió con franqueza mientras limpiaba los lentes:

—De todos modos... ¡yo no entiendo!, pero si es ángel, ¿por qué no ponerle alas?


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 79 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En la Carrera

Felipe Trigo


Novela


Primera parte

I

Las cinco luces ardían sobre la mesa en que se había servido, más suculento que de ordinario, el desayuno, y el carbón, hecho una grana, en la estufa. Pero advirtió Amelia (que lloraba menos) cómo entraba franca por el balcón la claridad del día, y torció la llave de la araña.

Con este lívido fulgor de amanecer aparecieron más ajados los semblantes. Gloria no se quitaba el pañuelo de los ojos. La madre sollozaba sobre el hombro del «niño», dándole consejos, y el niño, el joven Esteban, comía de un modo maquinal cuanto le habían puesto en el plato. No hablaba. No hablaban. Un ómnibus que acababa de pasar había conmovido a todos como el coche de los muertos, y otros ómnibus, que se acercaba ahora con gran estruendo de hierros y de ruedas, los aterró.

—¡Ahí está! ¡Hala, vamos..., que parecéis unas criaturas! ¡Ni que el viaje fuera al Polo! —animó Amelia levantándose, porque había parado el ómnibus. Y al ir por su marido, le vio llegar poniéndose la pelliza, y le apostrofó dulcemente—: ¡Vaya, hijo! ¡Pues ya no puedes tomar nada!

Sin embargo, le sirvió café con leche, que sorbió de pie el grave capitán de Ingenieros. Mientras, habían formado un solo grupo de llanto Gloria, Esteban y la madre. Ésta quiso que el viajero se calentase los pies antes de salir. Las criadas ayudaron a un mozo a bajar el equipaje. Y por último tuvo Amelia que arrancar al pobre hermano de los brazos de las otras, empujándole al pasillo...

—¡No, no!—repuso todavía—. ¡Que digo que no vais a la estación!... ¡Estáis asustando al muchacho!

Ella lo prohibió enérgica desde la noche antes, para cortar la escena de duelo junto al tren.

—¡Adiós!—lanzó la mamá desgarradamente, soltando el hombro de Esteban. Y deploró todavía—: ¡Ha debido acompañarle tu marido hasta Madrid! ¡Le va a pasar algo!


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Dominio público
279 págs. / 8 horas, 8 minutos / 180 visitas.

Publicado el 9 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Así Paga el Diablo

Felipe Trigo


Novela corta


I

Sentíase esta tarde perezoso, Juan.

Miraba caer la lluvia en el jardín, por los cristales.

Había comido mucho. Callos. Le gustaban. Aquí, al estar como diciéndoselo su estómago y su conciencia, recta, escrupulosa, sufría por ello un poco de rubor. Para venir a este magnífico hotel, a esta mansión aristocrática un joven, además, que habíase puesto en camino de ser tantas grandes cosas en la vida, no debiera comer callos. Si eructase dejaría en la biblioteca un tufillo mesonil. Si entrase Garona después, lo advertiría... Y ¿qué iba a pensar de él este pulcro prócer, este poderoso y bondadoso protector que era como su Dios y su padre.

Sí, hoy se había hartado de callos... por sorpresa; pusiéronselos como extraordinario en el almuerzo —en la casa digna, o al menos limpia y seria, donde pagaba cuatro pesetas de hospedaje. Y era que, de los tiempos en que pagaba dos, conservaba él el plebeyo gusto por los callos y judías y manos de cordero y otra porción de cosas de taberna.

Bruuu... Eructó... ¡no pudo menos! Rojo de vergüenza miró en torno. Nadie. Una flaqueza. Sacó el pañuelo y lo sacudió, aventando el posible olor villano por la amplia biblioteca.

Sin embargo, físicamente, se quedó más descansado. Tendría que ir combatiéndose, una porción de antiguos hábitos groseros. Cosas de aquella humilde Gerona, donde no enseñaban los maestros nada de una fina educación. Cosas, también, de este Madrid, del Ateneo, en cuya biblioteca no encontraban los jóvenes y estudiosos provincianos tratados de urbanidad.


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Dominio público
53 págs. / 1 hora, 33 minutos / 252 visitas.

Publicado el 12 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Gran Simpático

Felipe Trigo


Novela Corta


I

Daban las diez, en una torre del pueblo, y Alfredo aligeró —camino de la estación. La noche clara, calmosa. La luna alta. Ladraban los perros de las eras. Jadeaba Alfredo Gil (pisando su menuda sombra) con la maleta pesadísima y el lío del gabán y los bastones. Además, llevaba la merienda y un encargo de chorizos.

Se iba para no volver, y... nadie le despedía.

¡No!... Oyó lejos, detrás, un conjunto de voces juveniles.

Deberían de ser los amigos. Quizá las primas, también, con vecinas de la calle —porque algunas voces eran atipladas.

Apretó el paso, apretó el paso... arrastrando por el polvo un cabo del cordel, mal atado a la maleta, y dándose con ésta en los talones. No quería que le mirasen transportando su equipaje, aunque hubiesen de verle después en tercera.

¡Oh, la maleta de los dramas!

Se burlarían de él, como aquí, en la corte... pero ¡allá iba!

Tropezó, cayó... y rodó todo por el polvo. Rodaron desempaquetados los chorizos.

El pobre sonrió. Menos mal que no se le desató la maleta. Restituyó los chorizos, según pudo, al medio Heraldo, y prosiguió la marcha con más prisa.

Con más ánimo.

Tropezar, creíalo él conveniente. Siempre los obstáculos habíanle sido ventajosos. ¡Le nacía tal ansia, tal fuerza tenaz para vencerlos y seguir del lado allá con nuevas gallardías!

«Cuando sea célebre —pensó—, este ridículo detalle de mi biografía parecerá gracioso».

Y tan resuelto a no dejarse alcanzar por los de atrás, como a no juntarse con otro grupo que divisó delante, torció, ya cerca de la estación, por el atajo. Entraría dándole el rodeo a la empalizada.

Era mejor. Así, descansando un poco, podría sacudirse las rodillas, situar bonitamente los trastos frente al muelle, donde solían caer la cabeza del tren y los terceras, y despedirse con más dignidad de sus paisanos.


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Dominio público
50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 144 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Las Posadas del Amor

Felipe Trigo


Novela corta


I

La noche tenía una diafanidad de maravilla. Víctor detuvo perezosamente su marcha de pereza ante la fronda del hotel. Había un coche a la puerta y dormía el cochero. Las dos. El problema eterno de su horrible libertad le abrumaba. Si quería, podía entrar. Si quería, podía seguir paseando de un modo filosófico las calles. Por lo pronto, quieto, aspirando el olor de las acacias en la fiesta de este Mayo serenísimo, deploró que la avenida se pareciese a tantas de París, de Roma, de Berlín. Las mismas filas de focos y faroles; las mismas cuádruples hileras de árboles; los mismos rieles y cables de tranvías... Él, en Berlín, en París, en Roma, a estas mismas horas, encontraríase también probablemente delante de un hotel con su misma horrible libertad de entrar o de seguir filosofando por las calles. ¿Dónde estaba, de la tierra toda, el pueblo nuevo de la grande vida?

Abrió la cancela. El minúsculo jardín le sumió en la perfumada sombra de sus cersis. Las ramas subían hasta los balcones, hasta los tejados y terrazas. Un pequeño hotel, tan bizarramente bello como un bello panteón. Entre las dos alas de escaleras vertíanse las conchas de la fuente. Los muros tapizábanse de musgos. Las dos grandes casas inmediatas abrumábanle, empotrábanle burguesamente en antro de rincón de selva. En los lienzos de pared había hornacinas donde pudieran ponerse santas o afroditas. Pensó que igual serviría este sitio para invocar a doña Inés, si hubiese estatuas, o para que a él le clavasen un puñal si fueran menos tontos los ladrones. Y pensó también que la meseta, a la altura de las copas de los cersis, sería excelente para decirle un sermón de loco a unos fantasmas. Abrió y entró.


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Dominio público
54 págs. / 1 hora, 35 minutos / 155 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Mi Prima Me Odia

Felipe Trigo


Cuento


Primera parte

I

—Adiós, Marqués.

—Adiós, Rojas. Cinco, miraron. El «¡Caramba, un marqués!»— pensó Marqués que debieron pensar ellas.

Pero, además, sí fuesen ellas marquesas, debieron también preguntarse: —«Pues... ¿quién será este marqués?»

Nada..., vanidad en que ponía él la parte más pequeña. Para darse ante la gente el lustre de tratar a «un título», a sus amigos les placía llamarle por el segundo apellido, en lugar de Aurelio, o Luque, que estaban antes.

Siguió escribiendo.

Las damas siguieron tomando su té, por las mesas inmediatas.

La sala era elegante, severa, con su escasa concurrencia que dejaba en la puerta los coches. No parecía lo más propio venirse a escribir cantatas, como a un café cualquiera, a este Ideal Room aristocrático. Sin embargo, su ambiente tibio, confortable, en estas tardes frías, principalmente, gustable a Aurelio.

«¡Bueno! ¡Debe de ser un marqués de provincias!» —pensaba ahora que las damas pensarían. Y como una que insistía en mirarle era guapa, rubia, con unos labios de amapola y una cara de granuja que quitaban el sentido..., la miró. No mucho. Él debía de mantenerse en su desdeñoso prestigio de «marqués».

No menos rubia su novia, ni menos linda.

Con la pluma en la mano y la vista en el papel, trataba de reanudar la sarta de cosas bellas que ítala escribiendo. Le habían cortado el hilo..., la inspiración, ¡qué diablo!

Aurelio meditaba sí él sería positivamente un estúpido. Cuando menos el solo hecho de temerlo venía a probarle que no lo era sino en un mínimo grado de «disculpable humanidad». La humanidad es estúpida. Se paga de apariencias y mentiras. Mentira, acaso, este dorado oxígeno del pelo de esta nena, y mentira el carmín de sus labios...


«Pero también que me confieses quiero
que es tanta la verdad...» Etcétera.
 


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Dominio público
46 págs. / 1 hora, 22 minutos / 104 visitas.

Publicado el 12 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Cuentos Ingenuos

Felipe Trigo


Cuentos, Colección


La niña mimosa

—¿Estás?

—Sí, corriendo.

Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de última hora; buscando el alfiler o el abanico que perdían su cabecilla de loca, volviéndose desde la calle para ceñir a su garganta el collar, haciéndome entrar todavía por el pañolito de encaje olvidado sobre la silla, salíamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidifícil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.

Gracias había que dar si cuando al primer farol, ella, parándose, me preguntaba: “¿Qué tal voy?”, no le contestaba yo: “Bien, muy guapa”, con absoluto convencimiento; porque capaz era la niña de volverse en última instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adiós, teatro!..., llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.

Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: “Mira, ¿oyes?”, y sonreía ella triunfante como una reina.

No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba al teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes:—“¿Estoy bien, de veras?”—me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza:—“¡Admirable!”


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Dominio público
69 págs. / 2 horas, 1 minuto / 226 visitas.

Publicado el 14 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Náufrago

Felipe Trigo


Novela corta


Primera parte

Capítulo I

¡Hup! ¡hup!, ¡hup!... ¡Hurra! —lanzaron, á la usanza marinera, todos los del yate.

Las mesitas del lunch quedáronse desiertas. También las damas se acercaban á la borda, saludando con las copas de Champaña.

Llegaba, al fin, el conde de Alcalá, y con el conde la condesa: rubia, alta, espléndida, gentil, de grandes ojos claros é ingenuos, cuya infinita curiosidad se subrayaba en la infantil sonrisa blanca y rosa de su boca.

—¡Bah, la lugareña! —deslizó Marta Iboleón al oído de Lulú, en tanto ambas, hipócritamente amables, agitaban los pañuelos.

Lulú repuso:

—¡Sí, la lugareña! ¡Cuándo, allá en su pueblo, habría soñado ser condesa, la infeliz!

Los condes venían en un magnífico automóvil negro, que desde gran distancia, para más fanfarrona ostentación, mejor diríase que para abrirse paso entre la gente, se había acercado al son de su sirena y del áspero y macabro estornudar de su bocina.

Ahora, parado, dentro de la empalizada que con el auxilio de tres guardias contenía á la multitud, y en donde había otros autos menos excelentes y modestos carruajes de caballos, continuaba trepidando, mientras los condes descendían, y excitándoles la envidia á los del yate con la abierta mostración de sus blandas tapicerías verde botella adornadas de espejitos, timbres, relojes, cuadrantes de órdenes, contadores de la velocidad y búcaros de violetas y claveles.

—¡Hup! ¡Hup!... ¡Hurra, por los condes de Alcalá!


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Dominio público
38 págs. / 1 hora, 6 minutos / 135 visitas.

Publicado el 24 de septiembre de 2019 por Edu Robsy.

La Niña Mimosa

Felipe Trigo


Cuento


—¿Estás?

—Sí, corriendo.

Y corriendo, corriendo, azotando las puertas con sus vuelos de seda, desde el tocador al gabinete y desde el armario al espejo, siempre en el retoque de última hora; buscando el alfiler o el abanico que perdían su cabecilla de loca, volviéndose desde la calle para ceñir a su garganta el collar, haciéndome entrar todavía por el pañolito de encaje olvidado sobre la silla, salíamos al fin todas las noches con hora y media de retraso, aunque con luz del sol empezara ella la archidifícil obra de poner a nivel de la belleza de su cara la delicadeza de su adorno.

Gracias había que dar si cuando al primer farol, ella, parándose, me preguntaba: “¿Qué tal voy?”, no le contestaba yo: “Bien, muy guapa”, con absoluto convencimiento; porque capaz era la niña de volverse en última instancia al tribunal supremo del espejo, y entonces, ¡adiós, teatro!..., llegábamos a la salida. Como ocurría muchas veces.

Ella muy de prisa, yo a su lado, un poco detrás, no muy cerca, con mezcla del respeto galante del caballero a la dama y del respeto grave del groom a la duquesita. Cuando en la vuelta de una esquina rozaban mi brazo sus cintas, yo le pedía perdón. Mirábala sin querer a la luz de los escaparates, y cuando alguna mujer del pueblo quedábase parada floreándola, yo la decía: “Mira, ¿oyes?”, y sonreía ella triunfante como una reina.

No hablábamos. Todo el tiempo perdido en casa procuraba, desalada, ganarlo por el camino. Llegaba al teatro sin aliento. Y allí, por última vez, en el pórtico vacío, analizándose rápida en las grandes lunas del vestíbulo, mientras yo entregaba los billetes:—“¿Estoy bien, de veras?”—me interrogaba para que contestase yo indefectiblemente y un mucho orgulloso de su gentileza:—“¡Admirable!”


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Dominio público
4 págs. / 7 minutos / 80 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Paraíso Perdido

Felipe Trigo


Cuento


Recuerdos de Mindanao

—Esto es un paraíso—me dijeron cuando llegué al campamento; y para certificar la comparación, no tuvieron mis ojos más que tenderse en derredor.

Una vivienda de nipa, junto a una huerta, en mitad de una explanada circular donde grupos de soldados troceaban ébanos a hachazos; cerca, los fusiles, por si los moros saltaban de una mata, como tigres.

Por Occidente, a algunas millas, el mar; y rodeándonos, el bosque; el bosque virgen, de fantástica frondosidad, cayendo por todos lados, desde nuestra altura enorme, como manto soberano cuya cola regia de eterno verdor se tendía por las montañas festoneando sus crestas en la lejanía sobre el azul profundo y tranquilo de los aires.

Desde las primeras horas de la llegada pude observar que mis compañeros revelaban una especie de paralización extraña, de éxtasis.

Se separaron, cada cual por un sitio, ocupándose unos en acariciar a los mastines, otros en jugar con los monos y las catalas, y los más en pasear, leyendo periódicos dos meses atrasados o cogiendo flores en la huerta. Tenía esto algo de calma paradisíaca; y tal vez un tanto fatigado mi espíritu por las luchas de la vida, se dispuso a sepultarse en aquella paz celestial, desperezándose al borde de la Naturaleza antes de entregarse a ella, como la hastiada impura junto al lecho del descanso.

Las semanas pasaron.

Seguíame fascinando aquella monotonía de grandiosidad...

Yo me volvía como los demás. La pereza no tardó en invadir mi cuerpo y mi alma. Un lugar solitario, un rincón de árboles, una hamaca; no anhelaba otra cosa aquel ansia insaciable y vaga de mi pecho.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 46 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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