Mi amigo César es un analista insoportable. Pudiera ser feliz, porque
tiene talento y buena fortuna, y es el más desdichado de los hombres.
Todo lo mide, lo pesa y lo descompone, el placer y el dolor, el
llanto y la alegría, el amor y la amistad. Su corazón, sensible hasta lo
infinito, se deja tocar por las más pequeñas cosas; pero el eco
levantado en el corazón, plácido o triste, grande o fugaz, es entregado
inmediatamente al pensamiento, que al profundizarlo por todas partes lo
deja destrozado.
Llorando ante el cadáver de su padre, pensaba si en su aflicción
extrema no habría algo de hipocresía consigo mismo. Y cesó de llorar.
Pero en seguida le pareció fanfarronada de fortaleza su dolor sin
llanto. Y lloró, llamándose miserable.
Estrenó una comedia. Y cuando el público le aclamaba, se encontró a
sí propio desmedidamente fácil de halagar por los aplausos. Para
evitarlos, se negó a salir a escena por segunda vez, se largó a su casa,
se metió en la cama y no pudo dormir, reflexionando que la brusquedad
de tal determinación tuvo mucho más de vanidosa que el haber seguido
recibiendo los aplausos.
Cuando saluda a un personaje aléjase meditando si en el saludo no
puso algún servilismo. Y, por si acaso, cuando le halla otro día, lo
esquiva.
Vive solo, huraño, perpetuamente dedicado a vacilar, a destruirse las ilusiones.
Es un loco, sin duda.
* * *
Recuerdo que hará tres años lo encontré una tarde en el Retiro,
sentado de espaldas a la gente, con la silla recostada en un árbol y
entretenido en mirar el desfile de los coches. Me senté con él y no
hablamos. De pronto, al paso lento de los carruajes enfilados, porque
estaba en el paseo el de la Reina, cruzó junto a nosotros una victoria,
en cuyo interior iban dos mujeres, saludando a César.
Una lindísima, elegante, joven.
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