Textos más populares esta semana de Felipe Trigo | pág. 2

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autor: Felipe Trigo


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El Recuerdo

Felipe Trigo


Cuento


No había andado Juana la mitad del camino hacia la viña, con un cesto de mimbres al cuadril, cuando entre las encinas de la sierra se presentó Chuco de sopetón, diciendo:

—Mía tú, Reina, vengo escapao porque te vide llegar desde las pizarreras donde tengo la cabrá. Te quió decir una cosa. Mañana ya sabes que me voy a la ziudá, a la melicia; pues, vélaqui lo que traigo.

Chuco entregó un papel a su novia.

—¡Calla! ¿Y quién este santo...? ¡Eres tú!—exclamó ella admirada.

—Y toas qu’es verdá... Y que ma retratao el señorito ese, amigo del amo, ca venío de temporá al cortijo. Le trompecé ayer tarde en la ermita, pintando toa la fachá y toos los árboles y too... Liamos un cigarro, y aluego dijo que quería retratarme; yo le dije que bueno; me puso el garrote asina, como estás viendo ahí, y en menos de na, que toma, que deja, que raya p’arriba que raya p’abajo, ya tenía too el muñeco formao. Iba a largarse, después de parlar un rato, cuando, sin saber por qué, me acordé de ti. ¿Por qué no me había de hacer otro retrato pa ti...? Se lo dije lo mesmo que lo pensaba, y él, que debe ser mu largo, se echó a reir y lo hizo en seguía. Ese es, Reina, pa que lo guardes mientras ando yo por esos mundos... Pues, bueno; yo no he dormío ni migaja en toa la noche pensando al respetive qu’es menester que tú me des tamíen un retrato.

—Y yo... ¿cómo?—preguntó Juana dejando de mirar el de Chuco.

—Escucha, asina: vete en cuatro brincos a la alamea de la Tabla Grande del río, que allí se paró don Luis hace un poco, al salir el sol, y apreparó los chismes como pa pintar el molinillo, y amáñate pa ve cómo pué retratate. Anda, Reina; no me voy a se sordao si al llevaros esta noche la jarra de leche no me le tienes... ¿Lo oyes? ¡Que se me ha metió en la chola, y no me voy aunque sepa dar en un presillo!


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5 págs. / 10 minutos / 56 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Tu Llanto y mi Risa

Felipe Trigo


Cuento


¿Te acuerdas?

Era como hoy. Un capricho, un enojo de tus celos de vanidosa.

Era cualquier mañana, quizá hermosa y sonriente, en que yo, mirando un rayo de sol y contemplando el cielo, esperaba, tras los ensueños dulces de la noche, a que las vidrieras de tu cuarto se entreabriesen mostrándome en la gloria de tu faz la alborada de mi alma. Tú perezosa, yo impaciente, a veces con miedo de turbar tu sueño, entraba de puntillas hasta el lecho. Dormías. Te besaba en los ojos y estremeciéndote como en una convulsión, me volvías la espalda sin mirarme, sin hablar, rebujándote hasta la frente en la seda azul y en los encajes.

¡El enfado!

¿Hablarte?... inútil. ¿Besarte más, en el cuello, en la oreja, en el nudo de oro de tu pelo? Cada beso era una descarga eléctrica para aumentar tu rabia.

¿Qué tenías? Bah, cualquier motivo insignificante e injusto, que me manifestabas al fin seco apóstrofe de desprecio, con tenacidad convencida de histérica, rebelde a toda explicación. La intentaba yo, aunque sabía su ineficacia de antemano, y herido luego en la grandeza de mi cariño por las pequeñeces de tu espíritu de mujer, me alejaba de ti y de tu cuarto, altivo como tú, pero más triste...


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 48 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mujeres Prácticas

Felipe Trigo


Cuento


Plegó Alfredo La Correspondencia que a la luz del tranvía vino leyendo desde Pozas, y miró dónde se encontraba: calle Mayor. ¡Oh! Y a fe que le había ensimismado el periódico. El coche iba bien de mujeres. Lo que se dice, cuando el día está de bonitas, se ve cada cara como una gloria.

Junto a él, mamá respetable, cincuentona y de libras, pero hermosa, y con dos niñas a la izquierda... que hasta allí. Se advertía a la pequeña, molesta en la estrechura del asiento, aguantada casi por aquel empleadete de levitín raído, personilla de pelele medio oculta entre las gasas de la joven por un lado y bajo el mantón de corpulenta chula por el otro; ésta era la cuña de la tanda. En la de enfrente dos o tres señoras todavía, una con su marido, guapa ella y retrechera. Pero a la más hermosa fueron los ojos de Alfredo, guiados por la nariz, por un rastro de heliotropo que le caía de muy cerca, envolviéndole en nube de sutil voluptuosidad; alzó la vista y vió de pie a la puerta de la plataforma delantera una rubia espléndida, de continente altivo de princesa, buena moza, enguantada, llena de lujo, de brillantes.

Alfredo se levantó y le ofreció el sitio. Ella dió las gracias sonriendo, clavándole los grandes ojos de oro también como el pelo abundantísimo. Iban a llegar, no merecía la pena. Insistió Alfredo, y la elegantísima dama se inclinó gentil, mostrando en la sonrisa la blancura de papel de sus dientes; fué a dar un paso, y con la velocidad del tranvía perdió graciosamente el equilibrio. Alfredo la sujetó por el brazo, contacto leve que bajo la seda hizo constar carne resbaladiza, elástica, tentadora.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 44 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Médico Rural

Felipe Trigo


Novela


Primera parte

I

Partió el tren, negro, largo, con sus dos locomotoras. Esteban y Jacinta, en el andén, al pie de las maletas, le vieron alejarse entre el encinar, con una emoción de adiós a algo doloroso de que habíales arrancado y despedido para siempre. Fue en los dos jóvenes, en los dos casi chiquillos, tan honda y compartida esta emoción, que al deshacerse las últimas volutas de vapor en el final del puente, ellos se miraron y cogiéronse la mano. Jacinta se acercó a darle un beso y a ordenarle los encajes de la gorra a su hijo, que dormía en brazos de la vieja y fiel criada; y Esteban, inundado por la bondad de su mujer, sintió en los ojos humedad de lágrimas, en una dulce angustia de la honradísima alegría que le causaba el poder empezar, al fin, a hacerla venturosa.

—Bueno, ¿y quién habrá venido por nosotros? ¿Nadie? —desconfió Nora, la sirviente, que había criado a Jacinta y que, por quererla como madre, trataba a Esteban con la misma confianza—. El pueblo no se ve. Sería bueno que tuviésemos que ir a pata con estos cachivaches.

—No, mujer —repuso Esteban—. El pueblo, a dos leguas. Yo escribí, y seguramente habrá alguien esperándonos.

Miraban, y no veían más que al jefe de la pequeña estación y al mozo, que andaban trajinando con unas cubas descargadas; a la pareja de la Guardia Civil, que entreteníase viendo la pelea de un pavo con un gallo, y a unos niños que al pie de la empalizada jugaban con un perro.

—¡Pregunta, hombre! —incitó Nora.

Y cuando el joven vacilaba sobre si ir a preguntar al jefe, a los guardias, a otros campesinos que allá lejos ocupábanse en cargar de jaras un vagón o a una fresca mujer que asomada a una ventana de encima del telégrafo consideraba curiosamente el porte señorial de los llegados, oyóse un carro que fuera se acercaba al trote.


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Dominio público
291 págs. / 8 horas, 30 minutos / 304 visitas.

Publicado el 14 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Cínico

Felipe Trigo


Novela corta


Primera parte

I

Entró, tiró al diván el abrigo y el sombrero, y tomó la carta que le presentaba este diplomático hombre de patillas.

—¡Hola, Manuel! ¿Y Ramón?

—Está enfermo.

—¿Enfermo?

—Pero descuide el señor; me ha dicho que vendría usted, como todos los lunes..., y que entra la señora por la fotografía.

Dicho esto, el diplomático hombre de patillas volvió a su tarea de poner la mesa con cubiertos para dos.

Gerardo leyó la breve esquela y marcó un gesto de fastidio.

—Bueno. Ojo al teléfono. Son las doce. Avisará a la media en punto. Dame coñac.

Se sentó y fuéronle servidas, en una mesita de té, la copa y la botella. Estaba de frac y guante blanco el camarero. Él también —y le hizo sonreír la elegancia del buen hombre para andar entre potajes.

Tendió un brazo y cogió un Heraldo, que habría olvidado en el pie del macetón otro cliente. Traía el retrato suyo, y el de la Aragón, y el del fiscal, entre dos columnas de prosa del sumario.

—Ahí hablan de usted y de esa pobre Eugenia —dijo Manuel con sumisa admiración, trasteando con los platos—. ¡Va usted a ser su defensor! ¿La matarán?

—Sí —respondió Gerardo secamente.

No osó más el camarero interrogarle. Recogió alguna vajilla y se encaminó hacia la puerta. Apenas abierta, con toda la amplitud que las bandejas exigían, volvió a cerrar, porque huían fuera una dama y un señor.

Gerardo había reconocido a su cuñado futuro, «hombre de orden», cuya «corrección» le divertía.

—¡Arsenio, Arsenio! —gritó.

Hízose «el loco» el llamado. Era uno de esos reflexivos y absurdos hipócritas de extraordinaria amenidad, que al propio tiempo que pásanse la vida realizando enormidades y aun jactándose de ellas a pretexto de exculparlas, arden en santa indignación por las ajenas.


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Dominio público
43 págs. / 1 hora, 16 minutos / 178 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Gran Simpático

Felipe Trigo


Novela Corta


I

Daban las diez, en una torre del pueblo, y Alfredo aligeró —camino de la estación. La noche clara, calmosa. La luna alta. Ladraban los perros de las eras. Jadeaba Alfredo Gil (pisando su menuda sombra) con la maleta pesadísima y el lío del gabán y los bastones. Además, llevaba la merienda y un encargo de chorizos.

Se iba para no volver, y... nadie le despedía.

¡No!... Oyó lejos, detrás, un conjunto de voces juveniles.

Deberían de ser los amigos. Quizá las primas, también, con vecinas de la calle —porque algunas voces eran atipladas.

Apretó el paso, apretó el paso... arrastrando por el polvo un cabo del cordel, mal atado a la maleta, y dándose con ésta en los talones. No quería que le mirasen transportando su equipaje, aunque hubiesen de verle después en tercera.

¡Oh, la maleta de los dramas!

Se burlarían de él, como aquí, en la corte... pero ¡allá iba!

Tropezó, cayó... y rodó todo por el polvo. Rodaron desempaquetados los chorizos.

El pobre sonrió. Menos mal que no se le desató la maleta. Restituyó los chorizos, según pudo, al medio Heraldo, y prosiguió la marcha con más prisa.

Con más ánimo.

Tropezar, creíalo él conveniente. Siempre los obstáculos habíanle sido ventajosos. ¡Le nacía tal ansia, tal fuerza tenaz para vencerlos y seguir del lado allá con nuevas gallardías!

«Cuando sea célebre —pensó—, este ridículo detalle de mi biografía parecerá gracioso».

Y tan resuelto a no dejarse alcanzar por los de atrás, como a no juntarse con otro grupo que divisó delante, torció, ya cerca de la estación, por el atajo. Entraría dándole el rodeo a la empalizada.

Era mejor. Así, descansando un poco, podría sacudirse las rodillas, situar bonitamente los trastos frente al muelle, donde solían caer la cabeza del tren y los terceras, y despedirse con más dignidad de sus paisanos.


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Dominio público
50 págs. / 1 hora, 28 minutos / 154 visitas.

Publicado el 10 de abril de 2019 por Edu Robsy.

Mi Prima Me Odia

Felipe Trigo


Cuento


Primera parte

I

—Adiós, Marqués.

—Adiós, Rojas. Cinco, miraron. El «¡Caramba, un marqués!»— pensó Marqués que debieron pensar ellas.

Pero, además, sí fuesen ellas marquesas, debieron también preguntarse: —«Pues... ¿quién será este marqués?»

Nada..., vanidad en que ponía él la parte más pequeña. Para darse ante la gente el lustre de tratar a «un título», a sus amigos les placía llamarle por el segundo apellido, en lugar de Aurelio, o Luque, que estaban antes.

Siguió escribiendo.

Las damas siguieron tomando su té, por las mesas inmediatas.

La sala era elegante, severa, con su escasa concurrencia que dejaba en la puerta los coches. No parecía lo más propio venirse a escribir cantatas, como a un café cualquiera, a este Ideal Room aristocrático. Sin embargo, su ambiente tibio, confortable, en estas tardes frías, principalmente, gustable a Aurelio.

«¡Bueno! ¡Debe de ser un marqués de provincias!» —pensaba ahora que las damas pensarían. Y como una que insistía en mirarle era guapa, rubia, con unos labios de amapola y una cara de granuja que quitaban el sentido..., la miró. No mucho. Él debía de mantenerse en su desdeñoso prestigio de «marqués».

No menos rubia su novia, ni menos linda.

Con la pluma en la mano y la vista en el papel, trataba de reanudar la sarta de cosas bellas que ítala escribiendo. Le habían cortado el hilo..., la inspiración, ¡qué diablo!

Aurelio meditaba sí él sería positivamente un estúpido. Cuando menos el solo hecho de temerlo venía a probarle que no lo era sino en un mínimo grado de «disculpable humanidad». La humanidad es estúpida. Se paga de apariencias y mentiras. Mentira, acaso, este dorado oxígeno del pelo de esta nena, y mentira el carmín de sus labios...


«Pero también que me confieses quiero
que es tanta la verdad...» Etcétera.
 


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Dominio público
46 págs. / 1 hora, 22 minutos / 110 visitas.

Publicado el 12 de abril de 2019 por Edu Robsy.

El Oro Inglés

Felipe Trigo


Cuento


Leía yo, acostado, tratando de dormirme, El Imparcial. De pronto, sobre el cielo raso sonoro como el parche de un tambor—¡oh estas casas nuevas de ladrillo y de hierro!—sentí los pasos menuditos. Aquella noche me intrigaron más. Por la tarde había sostenido este diálogo con la camarera de la fonda:

¿Quién duerme arriba?

—La inglesita.

—¿Qué inglesita?

—Una joven que ocupa dos habitaciones. La contigua para su institutriz.

—No la conozco.

—Come en su cuarto. Sin embargo, ha debido usted de verla en la playa todas las mañanas.

—¿Guapa?

—La mar.

Dejé caer el periódico, y me quedé fijo en el techo.

¡Si fuese de cristal!

Las maniobras de siempre. Mi habitación tenía la cama en un ángulo del fondo. Igual estaría colocada la cama en la de encima, y allá se habían dirigido los pasos: la inglesita levantaría el embozo... Después sentí el dulce y picado taconeo hacia el rincón opuesto. ¿El tocador?... Ella, frente al espejo, se quitaría las peinetas, las sortijas, el leve abrigo de sedas con que habría vuelto acaso de oir en el bulevar los conciertos de orfeones... Se despojaba. Media hora. La niña se extasiaba con su imagen. Era, pues, cuando menos, lo menos coqueta que puede ser una joven cuando no es tonta, aunque sea inglesa.

Vagó en seguida por la alcoba. Mis ojos la seguían con toda precisión en el techo... ¡Ah, si fuese el techo de cristal! No muy alta, ni muy gruesa, sin duda, a juzgar por el peso leve de sus pasos; aunque sí nerviosa y vivaracha. Cruzaba de uno a otro lado con ese mariposeo de toda mujer bien vestida al desnudarse; por consecuencia, un dato más: elegante.


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2 págs. / 4 minutos / 74 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Toga

Felipe Trigo


Cuento


Para muchos niños hay en muchas capitales, Madrid entre ellas, una escuela más pública que las escuelas públicas: la calle.

Su rector es la miseria, sus aulas el descuido y la ocasión, sus bedeles los guardias. Está abierta siempre.

A media noche, cuando cruzáis las anchas calles desiertas, un poco encantados de oir vuestro taconeo en la acera y de tener para vosotros nada más las luces brillando, como las que en avenidas de imperial palacio aguardan la retirada del señor, una cosa se os pone delante y se os enreda entre las piernas. Es un periódico extendido, que anda solo, detrás del cual se divisan luego los pies, la cabeza y las manos del que lo sostiene, como en las clásicas viñetas anunciadoras.

—¡Señolito, el Helaldo!—dice un chicuelo tan alto como el periódico.

Ha surgido de un portal, del biombo de Fornos, donde del frío se amparaba, tendido sobre un montón de niños, que pisan los trasnochadores. Un brazo que se retira o una pata que se encoge: esto es todo. «Los golfos», piensa el que sale; y por los miembros entrelazados allí, es tan incapaz de calcular el número de muchachos como de averiguar por las roscas movibles y viscosas el de un pelotón de lombrices.

Y me he fijado alguna vez en los chiquillos del Helaldo. Los hay rubios, con caras bonitas y tan dulces como la de todos los niños de tres años. Sus bocas sonríen con ingenuidad confiada, y sus ojos son vivos e inteligentes. Piden una pelilla o brindan su mercancía alargando la manila aterida, a no importa quién, con la amorosa gracia con que pedirían un beso a sus padres, si los conocieran. He buscado con insistencia entre ellos al criminal nato, de Lombroso, para conocerlo así, pequeñito. En vano. Frentes abultadas y sortijillas de seda... como todos los niños, en fin.


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2 págs. / 5 minutos / 65 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Primera Conquista

Felipe Trigo


Cuento


Me había dado mi tía dos reales y compré con ellos todo lo siguiente:

Cinco céntimos de pitillos.

Dos céntimos de fósforos de cartón.

Ocho céntimos de americanas.

Diez céntimos de peladillas de Elvas.

Y un mi buen real de confetti, porque era Carnaval.

Con todas estas cosas, convenientemente repartidas por los bolsillos, excepto un cigarro, que echaba en mi boca más humo que una fábrica de luz, me dirigí a San Francisco por la calle de Santa Catalina abajo, marchando tan arrogante y derecho, que no pude menos de creer que era un capitán, que durante un rato fué detrás, pensaría:

—Será militar este muchacho.

El paseo estaba animadísimo. Pronto hallé amigos y caras conocidas entre las nenas. Yo reservaba mis confettis (que entonces no se llamaban así) para Olimpia, la morenilla que iba a la escuela frente al Instituto. Pero Soledaíta, una rubia traviesa que al brazo con sus compañeras nos tropezó en la revuelta de un boj, se dirigió a mí resueltamente, mordió su cartucho de papeles y me los regó por los hombros.

Soledad era muy mona (y aun creo que lo es). Yo salí del lance lleno de vanidad; y haciendo una vuelta hábil por los jardines, volví a encontrarme frente a frente con ella. Llevaba en cada mano dos cartuchos, me adelanté hacia la rubilla traviesa y los sacudí con saña sobre su cabeza, que quedaba poco después, y los encajes de su vestido de medio largo, como si les hubiera caído una nevada de copos de mil colores. Mis papeles eran finos; de lo más caro que se vendía, con mucho rojo, azul y dorado... Cuando Soledad pudo abrir los ojos, limpiándose entre carcajadas los papelillos de las pestañas, la ofrecí almendras. Ella me dió un caramelo de los Alpes.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 56 visitas.

Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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