Al Excmo. Sr. D. Cándido Nocebal
Señor y amigo:
Cuando hace algún tiempo escribí el adjunto bosquejo, había pensado,
antes de darlo a la estampa, haber hecho del bosquejo un cuadro con
detalles más concluídos y con colores más vivos, pero en vista de que
una reciente enfermedad me tiene por ahora con las fuerzas perdidas y el
ánimo caído, mando a usted el bosquejo tal cual lo escribí, semejante a
un capullo al que un norte frío y seco ha pasmado, sin dejarlo
dilatarse y tomar colores. La idea en que se funda está demostrada; si
esto basta, reciba usted este pobre y débil «sietemesino» con esa
indulgencia, hija de su amistad, que tanto complace, favorece y honra a
su agradecido amigo.
Fernán Caballero.
I
Parose ante la puerta de una casa principal, en una de las calles más
céntricas de Madrid, uno de esos ligeros carruajes para uso de los
jóvenes ricos y fastuosos que bien o mal guían sus propios dueños. Saltó
al suelo el de este carruaje, entregando al lacayo las riendas del
magnífico caballo extranjero que de él tiraba, y se dirigió a la casa.
Era un joven alto, bien parecido, cuya elegancia en el traje no tenía
más defecto que su misma exageración; la exageración en todas materias
es el ímpetu que traspasa el blanco.
En el portal se encontró frente a frente con otro joven que llegaba a
pie a la misma casa. Su físico era agradable; grave y dulce la
expresión de sus ojos negros, vestido bien, aunque con mucha más
sencillez y modestia que el primero.
Apenas se vieron, cuando, con una exclamación de gozo, cayeron en brazos uno de otro.
—¡Isidro! Provinciano inamovible, ¿tú en la coronada villa? —preguntó el del carruaje.
—¿Y tú, injerto parisiense? ¿Cómo tú por estos vulgares Madriles,
privado de todos los encantos en las orillas del Sena? Verte por aquí me
causa a mí igual extrañeza —contestó el interrogado.
Leer / Descargar texto 'La Corruptora y la Buena Maestra'