Caridad quiere decir amor. Hay tres clases de amor incluidas en esta
denominación: el amor a Dios, que es la adoración; el amor a nuestros
iguales, que es la benevolencia, y el amor a los pobres y los que
padecen, que conserva el nombre de este amor teologal: caridad.
Si, por desgracia, en nuestra acerba y descreída era están tibios y
aminorados los dos primeros, no lo está por suerte el último, que
permanece en el siglo como una cruz en la cúspide de un edificio que van
invadiendo, al menos al exterior, las frías aguas del indiferentismo.
Mientras más cunda la miseria merced a causas que no es del caso ni
de nuestra incumbencia examinar, pero entre las cuales, no obstante,
citaremos el lujo, que, semejante a un despreciable afeite, pero siendo
en realidad una mortífera lepra, se va extendiendo sobre toda la
sociedad y la carestía de los artículos de primera necesidad, que oprime
y ahoga a las clases menesterosas como un dogal, mientras más cunda,
decimos, la miseria, más ostensiblemente corre a su auxilio la caridad.
Desde los graves hermanos de San Vicente de Paúl, que edifican al
público, hasta los alegres histriones que lo divierten, todos concurren
al misino objeto. Centuplica la caridad sus recursos y después que las
señoras, imitando el ejemplo de las santas, le han dedicado los primores
de sus agujas, los hombres, a su vez, las imitan, dedicando al mismo
fin los trabajos de sus plumas. No elogiaremos este buen propósito; las
buenas obras, sinceras y puras, tienen su pudor, que rechaza el elogio
como una recompensa, puesto que la dádiva que obtiene premio no es tan
dádiva como la que nada recibe, y esta es la razón por la que tantas
almas piadosas ocultan el bien que hacen, mortificadas que son por la
alabanza que excita.
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