Prólogo
1. Nosotros los que conocemos somos desconocidos para nosotros,
nosotros mismos somos desconocidos para nosotros mismos: esto tiene un
buen fundamento. No nos hemos buscado nunca, —¿cómo iba a suceder que un
día nos encontrásemos? Con razón se ha dicho: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón»; nuestro
tesoro está allí donde se asientan las colmenas de nuestro
conocimiento. Estamos siempre en camino hacia ellas cual animales alados
de nacimiento y recolectores de miel del espíritu, nos preocupamos de
corazón propiamente de una sola cosa —de «llevar a casa» algo. En lo que
se refiere, por lo demás, a la vida, a las denominadas «vivencias»,
—¿quién de nosotros tiene siquiera suficiente seriedad para ellas? ¿O
suficiente tiempo? Me temo que en tales asuntos jamás hemos prestado
bien atención «al asunto»: ocurre precisamente que no tenemos allí
nuestro corazón —¡y ni siquiera nuestro oído! Antes bien, así como un
hombre divinamente distraído y absorto a quien el reloj acaba de
atronarle fuertemente los oídos con sus doce campanadas del mediodía, se
desvela de golpe y se pregunta «¿qué es lo que en realidad ha sonado
ahí?», así también nosotros nos frotamos a veces las orejas después
de ocurridas las cosas y preguntamos, sorprendidos del todo, perplejos
del todo, «¿qué es lo que en realidad hemos vivido ahí?», más aún,
«¿quiénes somos nosotros en realidad?» y nos ponemos a contar
con retraso, como hemos dicho, las doce vibrantes campanadas de nuestra
vivencia, de nuestra vida, de nuestro ser —¡ay!, y nos equivocamos en la cuenta… Necesariamente permanecemos extraños a nosotros mismos, no nos entendemos, tenemos que
confundirnos con otros, en nosotros se cumple por siempre la frase que
dice «cada uno es para sí mismo el más lejano», en lo que a nosotros se
refiere no somos «los que conocemos»…
Información texto 'La Genealogía de la Moral'