I. El desierto
La leona venía despacio, dulce, tibia, encarnada de sol poniente, un
sol redondo, de hierro vivo de fragua, que humeaba al entrarse en el
arenal. Caminaba sintiendo el ritmo de todo su cuerpo, la sensación
resbaladiza de sus ijares sudados, la condescendencia de su cola, que le
pesaba blandamente de anca en anca. Le parecía que iba abriendo el
silencio como una hierba tierna.
A media tarde, por el arco del horizonte, pasó una caravana, una
larga hilera de camellos flacos, que, al recoger el olor de leona, se
precipitaron a grandes zancadas, estampando rápidos triángulos en el
azul. Y después, ni una nube, ni un ave, ni una ola de aire había
removido la soledad del desierto y del cielo. Todo crispándose, tan
seco, tan metálico, que la leona lo sentía vibrar como si tuviese un
finísimo abejorro de plata en sus rapadas orejas.
La inmensidad de pliegues, de abolladuras, de aristas, de lomas y
planicies, se moraba y enrojecía de crepúsculo. Semejaba que la leona
estuviese siempre en medio del mismo ruedo, de un escudo abrasante de
arena y de vaho, y en el borde comenzaban a subir unas palmeras
diminutas, donde se quedó el león postrado frente al pozo, con los
brazos tendidos, rectos, juntos; las garras, cerradas; todo en una
actitud arquitectónica de capitel; pero un capitel que fuese lo único
del monumento a que perteneció, y ha de seguir resistiendo un conjunto y
participando de una armonía que han desaparecido.
La leona le pasó la hoja de lis de su lengua, quitándole la
pulverización del desierto que se cristalizaba en su ceño sublime, y le
enjugó dos lágrimas envejecidas; pero el león seguía mirando el filo del
sol de las dunas, y ella se apartó del oasis sin decirle nada.
Ahora volvía hundiéndose hasta el vientre en lo esponjoso de las
hoyadas, resbalándole las garfas con un ardiente crujido en los suelos
apretados.
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