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autor: Gabriel Miró textos disponibles


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La Mujer de Ojeda

Gabriel Miró


Novela


Prefacio

Cuando me dijo Gabriel Miró que estaba escribiendo una novela, no hubo de parecerme extraño. Acometer las empresas difíciles, con esforzado ánimo y decidido propósito de alcanzar el lauro apetecido, es propio de quien, como Miró, aúna buena inteligencia y amor al estudio con el poderoso aliento de la sana juventud. En la noble aspiración del que escribe y quiere hacer algo, ese eterno algo que todos buscan por ser recabador de gloria, el primer vuelo de la fantasía por las regiones literarias de la novela, debe de ser recompensado con un aplauso. Para el que vence, será galardón de su triunfo; para el vencido, será fuerza nueva que le impulsará a seguir luchando.

No ha menester la novela de exordio alguno, ni van las presentes líneas a manera de prólogo; antes bien, es deber del que las escribe, hacer constar que forman a vanguardia de la obra, como nota de presentación al público lector. Éste es el crítico que, empíricamente o con fundamento científico, ha de juzgar. Y a tal juez he de advertir que el autor de La mujer de Ojeda cuenta veintidós años de edad, y que, lógicamente, a un autor novel no se le puede exigir lo que tenemos derecho a reclamar de un maestro.

Huir de la vulgaridad en la fábula y marcar buen gusto en la elección de los incidentes, amén de expresarse en neto castellano, son preceptos que, sin duda alguna, tuvo en cuenta Miró al componer su obra. Para lograr estilo, para ser personal, es necesario mucha práctica, ensayos repetidos. Para aumentar el poder inventivo y crear tramas originales con incidentes de interés, precisa la observación y larga experiencia. Cosas éstas que, según dicen, vienen con los años.


* * *


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Dominio público
100 págs. / 2 horas, 55 minutos / 167 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2020 por Edu Robsy.

La Señora que Hace Dulces

Gabriel Miró


Cuento


Apenas llegó Sigüenza, quiso su prima llevarle a la solana para que viese el rosal trepador y la yedra que plantaron juntos, siendo chiquitos, al pie de los muros.

No lo consintió su madre. Era preciso que antes descansara en el sofá, al lado de su sillón de paja vestido de dril, que le refiriese puntualmente los encargos de familia, y lo que le sucediera en el camino, porque tía Paz era lectora muy devota de boletines y relatos de Misiones, y no comprendía un viaje sin peligros. Además, había de darle el jarabe de pina con agua fría de la fuente del Enebro, famosa entre todos los hontanares de la comarca; y después de ver el cuarto que le tenían preparado, irían donde quisiera su hija.

La cual juntó sus manitas, hizo un mohín delicioso de niña, y su zapatito de lona con suela de cáñamo, que en ella era como de disfraz de aldeana muy donosa, dio un menudo golpe de enojo en los blancos manises.

¡Perder la tarde hablando, Dios mío! ¿No venía su primo para un mes? ¡Pues tiempo quedaba! ¡Cuando saliesen a la solana ya no habría sol!

Alzose tía Paz, y gravemente fue a mirar el calendario colgado bajo la imagen de Santa Rita. Sigüenza y su prima se llegaron también, porque la santa tiene una espina en la frente, que contemplaban antaño subidos encima del viejo piano.

—¡Son las cuatro —dijo doña Paz—, y el sol se pone a las siete y algunos minutos!

—¡Ya ves! —le replicaron ellos—. Hay tiempo para todo.

Y se marchó Sigüenza con su prima a la solana.

La pobre señora les llamaba.

El rosal y la yedra, altos, grandes, se abrazaban tupidamente haciendo un trono de olorosa frescura, donde parecía dormir toda la infancia de los dos primos. Se miraban muy contentos de su labor de jardineros, pero la espina de Santa Rita, la pincha más sutil del rosal, dejaba una herida de melancolía en sus frentes...


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 69 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Tía Pobre

Gabriel Miró


Cuento


Hay en lo hondo de la casa un aposentillo con una ventana encima de un patio de baldosas húmedas y roídas. Suena, de tiempo en tiempo, el blando gotear de un caño oxidado, el golpe de una vasija que una mujer del sótano deja abandonada en la umbría de un rincón; sube el grito agudo y áspero de una rata atormentada, ahogada despacito en agua clara, para que vean toda su angustia los niños que han acudido de todos los pisos.

Arriba, el cielo es de una dulce claridad; va pasando su pureza y hermosura sobre los muros viejos y rezumantes de los patios, y se aleja al amor de los campos verdes, feraces, luminosos.

Ese aposento recibe una luz casta, inmaculada, la primera que baja a la casa. Los alborotos de los gorriones que tienen la querencia en las cobijas y en el arimez dejan por las tardes una impresión de árbol grande, caliente y vivo de nidos, árbol bondadoso que ampara el portal de los casales.

En aquel cuarto tiene su arca o su corre una señora vieja, seca, dobladita, rugosa, vestida de ropas negras, ajadas, que fueron de una hermana bella y bien casada, ya muerta; y la pobre señora las ha ido acomodando a la enjutez y ruina de su cuerpo. Todavía manifiesta el vestido vislumbres de elegancia marchita y ajena, que sorprenden y hacen que se vuelvan algunas curiosas mujeres para mirar a la señora del aposentillo.

Tiene, también, una salita con un balcón que cuelga sobre una calleja agobiosa como otro patio mojado y obscuro; pero hay una larga banda de azul magnífico de cielo donde prorrumpe la torre de una iglesia que, en los ocasos, arde como una antorcha de piedra encendida de sol.

En esa salita tiene la señora su cama, su cómoda lisiada, y dos butacas cuya osamenta desgarra el respaldar, el fondo y los costados, todo remendado muchas veces por sus manos; y en el balconcito, dentro de una olla de vientre cosido con lanas, florece una mata generosa de capuchinas.


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Dominio público
2 págs. / 5 minutos / 69 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Las Hermanas

Gabriel Miró


Cuento


Fueron tres hermanas y un hermano. Siempre se vieron vestidos de negro.

Ellas y los padres pasaban como una larga nube de crespón por lo apartado de la ciudad, por las huertas de la cercanía, dejando en las almas un perfume de flor de desgracia.

—El primer luto que nos pusieron —habláronse una tarde las dos hermanas mayores— fué por tío Ricardo, que vivía en nuestra casa. ¿Te acuerdas?

—Sí que me acuerdo; era alto y rubio, como nuestro padre; llevaba lentes, y cuando se los quitaba para limpiarlos con un trocito de guante de la abuelita le mirábamos mucho los ojos y le decíamos si tenía sueño. ¿Verdad?

—Y tenía ojos muy hermosos, verdes, muy tristes, así como gotas de estanque con luna.

—No hemos sabido nunca su muerte.

—¡Si no estuvo enfermo!

—Ya lo sé. No le vimos un día; al siguiente tampoco; preguntamos por él, y sólo nos dijeron y nos han dicho siempre que había sido muy desgraciado.

—La abuelita no lloró... no lloraba nunca.

—Lloraba, pero sin oírsele. ¿No te acuerdas de ella?

—Sí que me acuerdo; alta, muy blanca; su frente era para corona de reina antigua o de la Virgen. ¿Verdad?

—Siempre sentada en su butaca del salón, aquel salón tan obscuro aunque abrieran los balcones de celosías o encendieran la lámpara grande...

—Es que era inmenso y así viejo... envejecido como una persona... Tú no querías entrar sola.

—Ni tú tampoco. Ibamos juntas y cantando; pero ya dentro, dentro no podíamos cantar porque nos imponía como la catedral.

—A mí me daban miedo los retratos. Es que no había ninguno de vivo. Todos ya de señores y señoras muertos.

—De nuestra familia... Hermanos, hijos de los abuelos..., ya ves, de nuestra familia, y los mirábamos y nos decíamos: son nuestros, nuestros, y nunca los hemos visto ni los veremos... ¡Nuestros! ¡No lo parecía!


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 60 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Libro de Sigüenza

Gabriel Miró


Cuentos, Colección


Lector

(Página preliminar de la primera edición)


Este Sigüenza que aquí aparece es el mismo que caminó tierras de Parcent, recogiendo el dolor de sus hombres leprosos.

Sigüenza ha sido el íntimo testimonio y aun la medida y la palabra de muchas emociones de mi juventud.

Para mí, Sigüenza significa ahínco, recogimiento, evocación y aun resignación de las cosas que a todos nos pertenecen. De aquí que su libro puedas considerarlo tuyo. Yo te digo que lo que en él se refiere se hizo carne en Sigüenza. No me he regodeado formando a Sigüenza a mi imagen y semejanza. Vino él a mí según era ya en su principio. Y cuanto él ve y dice, no supe yo que había de verlo y de decirlo hasta que lo vio y lo dijo.

Lector: que Sigüenza te sea tan amigo como lo fue mío, aunque no, que no lo sea, porque sospecho que tanta amistad no habría de consentirte la grave madurez de pensamientos necesarios para una vida prudente. Tú, después que él te lleve por algunas comarcas levantinas y catalanas, déjatelo en este libro, siquiera hasta que yo te lo traiga en otro, si me quedase vagar para reunir algunas glosas y jornadas que todavía andan esparcidas, como lo estaban las que aquí te ofrezco.





Capítulos de la Historia de España

El señor de Escalona

(Justicia)


En la primera mocedad de Sigüenza, algunos amigos familiares le dijeron:

—¿Es que no piensas en el día de mañana?

Y Sigüenza les repuso con sencillez, que no, que no pensaba en ese día inquietador, y citó las Sagradas Escrituras, donde se lee: «No os acongojéis diciendo: ¿qué comeremos, o qué beberemos, o con qué nos cubriremos?». Y todo aquello de que «los lirios del campo no hilan ni trabajan, y que las pajaricas del cielo no siembran, ni siegan, ni allegan en trojes...».


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Dominio público
137 págs. / 4 horas / 259 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Los Almendros y el Acanto

Gabriel Miró


Cuento


Estaba el huerto todavía blando, redundado del riego de la pasada tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra agrietada por el tempero.

En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas.

Por encima de los almendros asomaba la graciosa y gentil ondulación de los collados, en cuyas umbrías las nieves postreras iban derritiéndose.

Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que sólo tocándolo se deshacía en jugos; y tan claro, que se recortaba, se calaba en el cielo como una blonda, y permitía que se viera todo el bello dibujo de los brazos de las ramas, las briznas, los nudos. Comenzaba a salir de la flor el almendruco apenas cuajado, de corteza velludita, aterciopelada.

Con la boca arrancó Sigüenza uno de estos frutos recientes, chiquitines, y se le fundió en ácida frescura deliciosa.

Todo el almendro parecía ofrecérsele en su sabor.

Lo fue aspirando mirándolo; y vio los restos de muchas flores muertas, las huellas de muchas almendras malogradas.

Estos árboles impacientes, ligeros, frágiles, exquisitos, dejan una espiritualidad, una melancolía sutil en el paisaje, y traen a nuestra alma la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos, de mirada honda y luminosa, que hacen temer más la muerte...

¿Por qué florecen estos árboles tan temprano? ¿No parece que voluntariamente se ofrezcan al sacrificio, que quieran consolar al hombre enseñándole que han de quemarse y deshojarse muchas ansias antes de que cuaje la deliciosa fruta del alcanzado bien?...


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Dominio público
2 págs. / 3 minutos / 103 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Los Amigos, los Amantes y la Muerte

Gabriel Miró


Cuento


Los amigos, los amantes y la muerte

Desde el vestíbulo pasa la suave luz de una lámpara escarchada al aposento paredaño donde está el tullido cercado de amigos. Hablan de proyectos logreros, de meriendas en heredades, de un sermón, de paseos bajo el refugio de los olmos del camino. Son viejos, como el enfermo, y tienen fortaleza, estrépito en la risa y fuman. Cuando le ayudan a variar de actitud o le acomodan la manta caída o arrastran su butaca de ruedas, siente él más su impotencia y le llora angustiadamente su alma, pero los ojos no. ¡Oh, si le vieran llorar por fuera estos amigos viejos y alegres, que ni padecen el reuma senil!

Les miente todas las noches, diciéndoles que sus piernas, su brazo y costado no están muertos para siempre. Nota que la vida acecha el penetrar borbotante por sus venas, regocijándole las entrañas y flexibilizando sus nervios y músculos.

—Eso, desde luego. Ya verá, ya verá cuando pase el frío —contesta, estregándose las manos, un señor muy flaco, de perfil judío.

—¡Claro, como los árboles! —añade el doctor Rodríguez.

Y el Registrador, varón gordo y risueño, exclama:

—Vaya: al verano de los nuestros, ¡y a botar como un muchacho!

El tullido les mira iracundo, vuelto a su hosco silencio, porque sabe que no lo creen.


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Dominio público
48 págs. / 1 hora, 25 minutos / 102 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Los Pies y los Zapatos de Enriqueta

Gabriel Miró


Novela corta


I. La abuela

Cuando Mari-Rosario salió al portal, temblole gozosamente el corazón viendo dos rapaces que llegaban.

Eran sus dos nietos, Martinico y Sarieta de su hijo Martín.

Un año había estado sin verles; ahora en Pascuas se cumplía. Jurole la nuera, la noche de la última pendencia, que ni las criaturas habían de venir.

¿Es que se los mandaría su hijo a hurto de aquella sierpe de mujer?

Y los llamó:

—Martinico, Sarieta: ¿os mandó el padre a casa de la agüela, o venís por vuestro antojo?

Los muchachos se pusieron a cavar la tierra con una raíz de enebro, para enterrar una langosta viva que traían colgada de un esparto verde.

—Martinico, Sarieta: ¿que no besáis a la agüela?

Entonces ya tuvieron que levantarse los nietos, y fueron acercándose muy despacito, mirando un pájaro que cruzaba la desolación de la rambla.

Mari-Rosario reparó en sus delantales cortezosos de mantillo de muladar y de caldo de almazara.

—¿Cómo no os mudaron hoy, día de Nadal? ¡Así fuisteis a la Parroquia!... ¿Qué os dijo el padre?

Martinico y Sarieta se contemplaron riéndose, como hacían cuando mosén Antonio, sentado en el ruejo del ejido, les llamaba para que no se apedreasen, y ellos se reían sin querer.

—¿Qué os dijo el padre?

Martinico levantó su cabeza albina y esquilada, y gritó:

—¡Que pidiésemos aguinaldos!

Después la abuela, tomando a los chicos de las manos, los pasó a la casa para darles las toñas de miel y piñones tostados. Se había levantado de madrugada para cocerlas; ¡así estaban de tiernas y olorosas! Ni siquiera las cató, que primero habían de comerlas los nietos. Prometiose enviárselas, con los dineros de la alcancía que guardaba, por mediación de un cabrero. Ya no era menester. Y en tanto que bajaba de lo más escondido de la alacena la hucha de barro, les preguntó:


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Dominio público
35 págs. / 1 hora, 1 minuto / 132 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2020 por Edu Robsy.

Parábola del Pino

Gabriel Miró


Cuento


El viejo hidalgo don Luis había heredado de sus abuelos templanza y sabiduría, algunas hanegas de sembradura y un pinar que empezaba delante de su casona, labrada en las afueras del pueblo, con un pino grande y añoso.

Todas las tardes acudían y se sentaban al amparo oscuro y fragante de las ramas los amigos y discípulos de don Luis. No podían pasar sin verle y escucharle, porque era maestro y señor de todos en la causa de un príncipe desterrado. Como ellos vivían en la ciudad se congregaban a su antojo; decidían cualquier empresa, pero a punto de realizarla se les aparecía, en la memoria, el solitario caballero, majestuoso y dulce, de barbas blancas y copiosas que le bajaban hasta el magno pecho, y calvo y limpísimo cráneo en cuya cima resplandecía la lumbre llegada entre el ramaje del pino.

Era fuerza recibir su consejo y permiso. ¡Y siempre el árbol endoselándolo como un trono de patriarca! Sentían su pesadumbre y oscuridad; y hasta llegó a parecerles que el entredicho, la aprobación o censura brotaba del ancho y venerable tronco, como la goma de su corteza. Y he aquí que los fieles amigos del hidalgo le respetaban con grandísimo amor y murmuraban del pino del portal; de modo que, amando al monarca, vinieron a malquerer el trono.

Acabado el examen y discernimiento de lo político y lugareño, don Luis les decía serenamente filosofías de mucho donaire y sencillez; y luego dedicaba a su buen árbol palabras de gratitud y alabanza.

—Sí que debe de querer esta sombra compañera —le dijeron una tarde—; pero también le priva de contemplar todo el valle, que es una bendición para los ojos.


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3 págs. / 5 minutos / 50 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Plática de Amigos

Gabriel Miró


Cuento


Un honorable varón de la judicatura y un brigadier, entrambos jubilados, y un funcionario de Hacienda y un rentista tacaño, reúnen grandes prendas para tener amistad hasta el acabamiento de su vida. Es maravilla no ver este grupo en toda ciudad provinciana.

Reúnense por las tardes y si es invierno también pasean al buen sol de la mañana.

Hablan muy despacio, desgranando las palabras. El señor magistrado dirá de códigos; otro, de aranceles, quién de algún enojo o demasía de la criada; el brigadier, de empresas hazañosas; todos, de intimidades y miserias de compañeros. Si pasa una mujer lozana y placentera, que les trae recuerdos de la mocedad, ríen tosiendo, y luego han de pararse para desembarazar sus bronquios. Pero casi siempre hablan de escalafones, aunque ellos no esperen nada. Sus frases son desgastadas, sin propio latido. Por ejemplo: «son habas contadas», «en realidad de verdad», «aquello fue la bola de nieve», «mi general, querer es poder». Hablar sin peculiar lenguaje es carecer de íntima visión; el que dice, si no traza y aun plasma el pensamiento, ¿para qué habla entonces? Bueno; pero estos señores han vivido largamente sin el noble placer de la palabra, y yo creo baldía esta preocupación de que en sus años postreros hablen de otra manera, cuando con la suya, que es la de todos, han llegado a la magistratura, o a preeminencia en las armas, y a lo que es peor (quiero decir costoso), a tener caudales, y son padres y gobernadores de sus honradas casas. ¡Oh, pobrecita vida la de sus hijas doncellas, que saben menudamente de ascensos y traslados y de bolsa!


* * *


Los viejos amigos llegan al casino y se sientan, rodeando una mesa cuyo mármol permanece siempre solitario como un yermo nevado. Es que no piden nada; no beben más refrigerio que el agua. Los camareros se lo susurran y comentan malsinándolos.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 51 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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