Textos más descargados de Gabriel Miró publicados por Edu Robsy publicados el 27 de enero de 2021

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autor: Gabriel Miró editor: Edu Robsy fecha: 27-01-2021


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Otra Tarde

Gabriel Miró


Cuento


Una tarde primaveral, de mucha quietud, salió Sigüenza antes de que se le mustiase el ánimo bajo el poder de pensamientos, que, si no tenían trascendencia ni hondura filosófica, agobian las más levantadas ansiedades.

«¡Qué haría el mismo Goethe atado con mis sogas!», se dijo para disculparse de su mohína y cansancio.

Nada se contestó de Goethe por no inferir el mal de la respuesta. Es verdad que entonces venía la gozosa bandada de muchachos de una escuela en asueto, porque era jueves. Y esta infantil alegría suavizole de su meditación, y aun le alivió más la vista del cercano paisaje, ancho, tendido, plantado de arvejas y cebadas, va revueltas y doradas por la madurez, y parecía que todo el sol caído en aquel día estaba allí cuajado en la llanura.

Sigüenza, ya descuidado y hasta alegre, como si toda la tarde fuese suya y hermosa para su íntimo goce, bajó a la orilla del mar.

El mar, liso y callado, copiaba mansamente los palmerales costaneros como las aguas dormidas de una alberca. Y el caballero sintió pueriles tentaciones de caminar por aquel cielo acostado ante sus ojos.

Por el horizonte pasaba una procesión de barcos de vela.

Se alzó una gaviota, y remontada en el azul mostró la espuma de su pecho. Anchamente, con aleteo pausado, volaba el ave del mar. La perdieron los ojos de Sigüenza; mas luego volvieron a gozarla. Llegaba del tenue confín trazando un magnifico círculo en las inmensidades. Dio un exultante grito y descendió a la paz de las aguas.

Sigüenza la envidió, y volviose a la ciudad. Desde una reja de un colegio le miraba un chico. Acercose Sigüenza, y vio la sala despoblada y triste; olía a delantales y pupitres. En el fondo, junto a las ventanas de un patio, mondaba guisantes la vieja mujer del maestro, y los cristales de sus antiparras resplandecían fieramente.

—¿Tú solo en la escuela? ¡Todos salieron al campo!


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Señor Cuenca y su Sucesor

Gabriel Miró


Cuento


Pasaba ya el tren por la llanada de la huerta de Orihuela. Se iban deslizando, desplegándose hacia atrás, los cáñamos, altos, apretados, obscuros; los naranjos tupidos; las sendas entre ribazos verdes; las barracas de escombro encalado y techos de «mantos» apoyándose en leños sin dolar, todavía con la hermosa rudeza de árboles vivos; los caminos angostos, y a lo lejos la carreta con su carga de verdura olorosa; a la sombra de un olmo, dos vacas cortezosas de estiércol, echadas en la tierra, roznando cañas tiernas de maíz; las sierras rapadas, que entran su costillaje de roca viva, yerma, hasta la húmeda blandura de los bancales, y luego se apartan con las faldas ensangrentadas por los sequeros de ñoras; un trozo de río con un viejo molino rodeado de patos; una espesura de chopos, de moreras; una palma solitaria; una ermita con su cruz votiva, grande y negra, clavada en el hastial; humo azul de márgenes quemadas; una acequia ancha; dos hortelanos en zaragüelles, espadando el cáñamo con la agramadera; naranjales, panizos; otra vez el río, y en el fondo, sobre el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos monstruosos, sus gárgolas, sus buhardas y luceras, aparece el Colegio de Santo Domingo de los Padres Jesuitas.

Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla delgada y azul. Y el paisaje daba un olor pesado y caliente de estiércol y de establos, un olor fresco de riego, un olor agudo, hediondo, de las pozas de cáñamo, un olor áspero de cáñamo seco en almiares cónicos.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Viaje de Novios

Gabriel Miró


Cuento


La noble y vieja señora recibió a Sigüenza en su salita de labor.

Las sillas, los escabeles y el estrado eran de rancia caoba, vestidos de grana; los cuadros, apagados; las paredes, blancas. Era un aposento abacial.

Delante de la butaca de la dama había un alto brasero resplandeciente; y entre el follaje de azófar se veía arder, retorciéndose, una mondadura de lima. La olorosa tibieza de la sala daba una dulce sensación de intimidad, de recogimiento de casa abastada y sencilla. Así lo notaría la señora, porque luego de contemplar el moblaje, la alfombra, y de mirarse el viejo y rico jubón de terciopelo que traía, y sus botas de paño, puso la mirada en la copa de fuego, y suspirando dijo:

—¡Nada nos falta para nuestro abrigo! ¿No debemos estar alabando siempre a Dios, que nos libra de la miseria de tantos desventurados que irán de camino y no tienen pan ni leña?

Y la señora pidió su mantón de lana, como si ya sintiese el fino de los menesterosos.

No pueden negarse los sentimientos de piedad de esta dama, y aun creo que ni de ella ni de nadie. El Señor puso la lastima en todos los corazones. Todos nos afligimos por las ajenas miserias, y tanto, que hasta se nos incorpora el frío de los desnudos y hemos de pedir un mantón más para cubrirnos.

La señora estaba verdaderamente entristecida de compasión. En lo hondo del silencio se oía el grave pulso de un viejo reloj de pesas.

La esquilita del portal sonó alborozadamente. Acudió la criada, y unas voces de júbilo les quitaron de sus compungidos pensamientos.

Pasó un matrimonio mozo, nuevecito; hasta por sus ropas se descubría lo reciente del desposorio.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Domingo

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza y sus amigos miraron la noche, honda y desoladora de los campos.

Los fanales del tren, esas lamparillas que se van desjugando, y el aceite turbio, espeso y verdoso remansa en el fondo del vidrio cerrado; esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes, en los pómulos, quedando los ojos en una trágica negrura, y alumbran la risa, la tribulación, el bullicio, el cansancio de gentes renovadas que parecen siempre las mismas gentes; esas lamparillas daban sus cuadros de luz a los lados del camino, y doraban un trozo, un rasgo del paisaje: una senda que se quiebra en lo obscuro, un casal todo apagado, un árbol que se tuerce en la orilla de un abismo... Todas las noches reciben la rápida lumbre, y muestran su soledad, su desamparo.

¿Dónde estarán?, se pregunta Sigüenza asomándose, y busca amorosamente en la noche la senda, la casa y el árbol, todo ya perdido. Y entretanto, siguen los fanales viejecitos del tren avivando caminos, árboles, majadas, soledades, que luego se sepultan para siempre.

A lo lejos, tiemblan las luces de un pueblecito del llano. Se apiñan, se van ensartando primorosamente. Se desgranan como chispas y centellas del leño enorme, viejo y renegrido de la tierra.

Hace mucho tiempo, cuando estas luces comenzaban a arder, parose un carro en un portal. Salió un buen nombre con un atadijo, después una mujer ancha y fuerte con una cesta, gritando avisos y mandados a los hijos que se quedaban divirtiéndose con un gorrión de nido; la avecita brincaba por las baldosas de la entrada, pisándose las alas, doblando los piececitos hacia atrás, porque se los lisiaba la pihuela de un hilo gobernado por una rapaza.

El matrimonio iba en busca del tren. Se acomodaron en el carro. Era entonces la hora en que van las madres a la tienda para mercar el aceite de la cena, y vuelven los hombres de la labor campesina, y los ganados de pacer, y los leñadores con sus costales frescos y olorosos.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Sigüenza, los Peluqueros y la Muerte

Gabriel Miró


Cuento


De un librillo de un docto licenciado se deduce que el uso de cortarse el cabello los españoles tiene su origen en el trono y en la desventura. Y fue, porque habiendo enfermado del cuero de la cabeza el emperador Carlos V, hubo de rapársela para untársela bien y cabalmente. Entonces, todos los españoles se esquilaron curándose en salud.

Y el autor de ese libro exclama: «Con lo cual estaban libres de peluqueros, y el capricho no había dado en este ramo del lujo que tantos millones cuesta y que más que ningún otro ha contribuido para afeminar a los nombres». Pero, al desposarse doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV, con Luis XIII, vinieron de Francia sus gustos, sus deleites, sus costumbres y sus peluqueros. Algunos escritores de mucha sabiduría y austeridad se quejan de los daños que aquellos buenos hombres traen a la patria.

El doctor don Gutierre, marqués de Careaga, escribe una Invectiva en discursos apologéticos contra el abuso público de las guedejas. Se promulgan bandos como este del 23 de abril de 1639, que comienza de esta manera:


«Manda el Rey, nuestro Señor, que ningún hombre pueda traer copete y jaulilla ni guedejas con crespo u otro rizo en el cabello, el cual no puede pasar de la oreja...».


Síguense las penas de los peluqueros infractores de este mandamiento; comienzan por multas, pasan a cárcel, a destierro y llegan al rigor del presidio. Después se advierten las prohibiciones y castigos para los lindos de guedejas. A éstos no se les daba entrada a la real presencia de S. M., ni eran oídos de los señores del Consejo ni de Justicias, aunque tuvieran preeminencia por título o fuero.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Sigüenza Habla de su Tía

Gabriel Miró


Cuento


Me brinca y aletea el corazón por deciros que tuve una tía viejecita, cenceña, solitaria y rica.

¡Por Dios; que no halléis desabrido el cuento! Mirad que es de mucha mitigación para mi ánima, y de grande justicia para mi señora tía que yo haga andariega su memoria.

¡Oh, la pobrecita que siempre se estuvo quieta y recatada junto a las vidrieras de su aposento, tejiendo calzas, cuyos puntos contaba por jaculatorias, y alzando, de rato en rato, los cansados ojos hacia los muros húmedos y morenos de la parroquia de San Mauro! ¡Sí, sí, que sea su figura muy peregrina, y sabida de las gentes!

Mi tía nada más viajó una vez, y ésta, llevándome a su lado.

Aunque tenía hacienda copiosa, era mujer humilde; quieren decir algunos que por avaricia. No osare yo negarlo.

Vestía siempre ropas negras, lisas y rancias, y hasta para el viaje se tocó con mantellina de devota. Íbamos a un pueblecito cercano, donde también poseía heredades.

Compramos billete de segunda, el de los hidalgos pobres y labradores ricos. Ella sentose entre dos monjas y un señor rollizo y afeitado que luego se durmió bienaventuradamente. Yo, que iba en el cojín frontero, noté que mi tía llevaba en su regazo dos cestitos de mimbres; el más hondo, cubierto con un lenzuelo muy limpio que palpitaba todo, y de dentro salía un piar dulcísimo.

La señora inclinaba amorosamente los ojos. ¡Nunca la viera yo tan enternecida!

Platicando con las monjas, descuidose del lienzo, y las orillas de la rubia canasta se poblaron de cabezas de pollitos de atusado plumón que quisieron salir y solazarse por el coche.

Alborotose mi tía, y los redujo con mi auxilio. El viajero gordo nos miró y murmuró hosco y desdeñoso.

Llegaron las Hermanas al lugar de su residencia; después, el macizo caballero.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Señora que Hace Dulces

Gabriel Miró


Cuento


Apenas llegó Sigüenza, quiso su prima llevarle a la solana para que viese el rosal trepador y la yedra que plantaron juntos, siendo chiquitos, al pie de los muros.

No lo consintió su madre. Era preciso que antes descansara en el sofá, al lado de su sillón de paja vestido de dril, que le refiriese puntualmente los encargos de familia, y lo que le sucediera en el camino, porque tía Paz era lectora muy devota de boletines y relatos de Misiones, y no comprendía un viaje sin peligros. Además, había de darle el jarabe de pina con agua fría de la fuente del Enebro, famosa entre todos los hontanares de la comarca; y después de ver el cuarto que le tenían preparado, irían donde quisiera su hija.

La cual juntó sus manitas, hizo un mohín delicioso de niña, y su zapatito de lona con suela de cáñamo, que en ella era como de disfraz de aldeana muy donosa, dio un menudo golpe de enojo en los blancos manises.

¡Perder la tarde hablando, Dios mío! ¿No venía su primo para un mes? ¡Pues tiempo quedaba! ¡Cuando saliesen a la solana ya no habría sol!

Alzose tía Paz, y gravemente fue a mirar el calendario colgado bajo la imagen de Santa Rita. Sigüenza y su prima se llegaron también, porque la santa tiene una espina en la frente, que contemplaban antaño subidos encima del viejo piano.

—¡Son las cuatro —dijo doña Paz—, y el sol se pone a las siete y algunos minutos!

—¡Ya ves! —le replicaron ellos—. Hay tiempo para todo.

Y se marchó Sigüenza con su prima a la solana.

La pobre señora les llamaba.

El rosal y la yedra, altos, grandes, se abrazaban tupidamente haciendo un trono de olorosa frescura, donde parecía dormir toda la infancia de los dos primos. Se miraban muy contentos de su labor de jardineros, pero la espina de Santa Rita, la pincha más sutil del rosal, dejaba una herida de melancolía en sus frentes...


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Ciudad

Gabriel Miró


Cuento


Algunas mañanas, cuando sale Sigüenza, halla que la ciudad es más grande y poderosa que otros días; parece que sólo ella quepa en la mañana. La ciudad retiembla, hierve, resuena y abrasa con un ímpetu que no encuentra anchura donde expansionarse, con una impaciencia que se devora a sí misma mitológicamente para crecer más con su hambre y su mantenencia. Y nosotros, y los árboles, y los pájaros, y el aire, todo, todo es ciudad, todo participa de su fragor y de su dureza. No tiene paisaje ni cielo; no la rodea la creación. Está ella sola.

Se oye el silbo de un tren. Un tren nos presenta siempre evocaciones campesinas. A Sigüenza le emocionan más las beldades que viajan que las de los saraos y teatros, por el misterio de las mujeres viajeras, por la melancólica idea de que no las volveremos a ver y porque esas mujeres viajeras, aunque no se asomen al camino, pasan sobre fondos de naturaleza. Las mujeres debieran amar el campo siquiera agradecidas de lo que el campo las favorece. Una mujer de espíritu patricio que huela a campo, que tenga la luz y el aliento del paisaje en su mirada, en sus cabellos, en su carne, en sus ropas, en toda su figura, es una vida tan primitivamente sagrada y triunfal, que, siendo ella, es a la vez un resumen de las gracias femeninas, y rinde con una dulce gloria al hombre. La mujer tiene entonces encanto de diosa; el velo de lo sagrado ha sido siempre la inquietud tentadora del hombre. Lo sagrado sin tentaciones que remediar se hallaría en una tristeza y soledad divinas inconcebibles...

Pero no ha de ataviarse el espíritu con naturaleza como se adorna un sombrero con frutas y flores y aves, porque hay el riesgo de que el tocado resulte demasiado geórgico...


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Una Noche

Gabriel Miró


Cuento


Aunque lo leyó en libros muy antiguos, y lo escuchó hasta de gentes humildes, sólo después de muchos meses de postración y de padecimiento supo Sigüenza que en la salud estaba el más grande bien y alegría del hombre.

Si otra ansia sentía, quizá se derivaba de lo mismo: de la codicia de la fortaleza. Ser fuerte, sano, ágil como los marineros que pasaban bajo sus ventanas. Y viéndolos, imaginaba la vida de inmensidad, la de los puertos remotos, la vida ancha, gustosa, descuidada y andariega por países desconocidos y lueñes.

Y decidió viajar.

Los médicos le avisaron que había de prepararse para la resistencia y fatiga de las futuras jornadas; había de salir y andar. Y salió y anduvo.

Casi siempre iba por los muelles. Parábase delante de los barcos de vela, de los viejos vapores, y toda su ánima quedaba colgada de las palabras de los hombres extranjeros.

En los costados de aquellas naves se leían nombres que evocaban lo lejano y legendario. Un bergantín se llamaba Alba; había venido de Génova cargado de macizos de mármol; los tocó; parecía que temblaban en lo más profundo de su blancura guardando ya el latido de la vida y de la forma. Otro, llamado Castor, traía tablones, y aun troncos enteros de pinos, de robles, de caobas; todo el barco exhalaba un olor generoso de bosque. Una polacra de Malta llevaba un rótulo azul que decía: Siracusa. Después estaban los vapores, negros, grises, remendados de rojo; de chimeneas flacas, rollizas, rectas austeras, o inclinadas altivamente hacia atrás; las chimeneas daban a todo el buque la nota, la expresión fisonómica, como la nariz a nosotros.


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Sigüenza, el Pastor y el Cordero

Gabriel Miró


Cuento


La masía estaba en las sierras de Alcoy, sierras ásperas, amontonadas, que se desgarran en hoces y barrancos. Algunas veces son delicadas y graciosas, y se recogen, se ciñen femeninamente la fragosidad de sus faldas y producen una cañada húmeda y obscura, un verdadero regazo, mullido, labrado, donde reposa algún olivo de vejez perdurable y fecunda y tiende sus raíces la higuera napolitana que resuena de abejas.

Sucede también que estas sierras, después de haberse mostrado abruptas, cerriles, enemigas hasta en su color de estaño, que da una cabal impresión de aridez, y aun en su huello, que no deja descansar ni tocarlo, se hinchan, se redondean gruesamente y prorrumpen en un vientre generoso, blando y suave: es una loma rotunda, tierna y olorosa, como un pan enorme que parece que huele y sabe a casa labradora: loma llena de grama, de romero, de tomillo, de árnica, de sendas y piedras musgosas, que, al levantarlas, muestran su jazilla de humedad avivada de gusanitos y hormigas que nos tienen miedo.

Al comienzo de las laderas reposaba la masía donde fue Sigüenza buscando sosiego y salud. Había mucha viña escalonada, un viejo olivar y un huerto seco, casi yermo dorante el verano; pero, llegadas las primeras lluvias otoñales, se agrieta la tierra y van apareciendo los cogollos tiernecitos de las azucenas, y resucitan las hojas, de un color tostado de amaranto, de los rosales, y los viejos arbustos de la hierbaluisa, y las lilas se cuajan de yemas jugosas, y los crisantemos, renegridos por la sed, reciben el alborozo del nuevo verdor, y en cada miga de los terrones surge la pelusa del musgo, de las malvas y de otras matas cuyas semillas revientan, y nacen equivocadamente las hijas calentadas por el sol otoñal, que después las abandona y se mueren.


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