Pasaba ya el tren por la llanada de la huerta de Orihuela. Se
iban deslizando, desplegándose hacia atrás, los cáñamos, altos,
apretados, obscuros; los naranjos tupidos; las sendas entre ribazos
verdes; las barracas de escombro encalado y techos de «mantos»
apoyándose en leños sin dolar, todavía con la hermosa rudeza de árboles
vivos; los caminos angostos, y a lo lejos la carreta con su carga de
verdura olorosa; a la sombra de un olmo, dos vacas cortezosas de
estiércol, echadas en la tierra, roznando cañas tiernas de maíz; las
sierras rapadas, que entran su costillaje de roca viva, yerma, hasta la
húmeda blandura de los bancales, y luego se apartan con las faldas
ensangrentadas por los sequeros de ñoras; un trozo de río con
un viejo molino rodeado de patos; una espesura de chopos, de moreras;
una palma solitaria; una ermita con su cruz votiva, grande y negra,
clavada en el hastial; humo azul de márgenes quemadas; una acequia
ancha; dos hortelanos en zaragüelles, espadando el cáñamo con la
agramadera; naranjales, panizos; otra vez el río, y en el fondo, sobre
el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de
espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben
torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de
la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando
en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como
un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos
monstruosos, sus gárgolas, sus buhardas y luceras, aparece el Colegio de
Santo Domingo de los Padres Jesuitas.
Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla
delgada y azul. Y el paisaje daba un olor pesado y caliente de estiércol
y de establos, un olor fresco de riego, un olor agudo, hediondo, de las
pozas de cáñamo, un olor áspero de cáñamo seco en almiares cónicos.
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