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Las Águilas

Gabriel Miró


Cuento


Cuando las cumbres se encendían de sol grande y nuevo, y los sembrados de la llanura y las tierras arboladas, los hondones y el río, aún quedaban en el misterio de un remanso de noche, pasaban entre las sierras dos águilas, y se perdían excelsas, penetrando en el cielo, declinante en bóveda sobre otros paisajes.

Si era mañana recatada y blanca de nieblas, las nieblas, dóciles a los costados de los montes, recogidas en la fronda, tendidas castamente al amor del río, y viajeras encima de la anchura de todo el valle, las águilas hendían el blanco humo, y envueltas en girones de gasas parecían muy negras, más solitarias, bravas, augustas como la de los Alpes, que viera Obermann conmovido de grandeza.

Y por las tardes, cuando las cumbres recibían la morada doración de sol grande y rendido y se iban apagando las laderas y el azul se desnudaba de color fundiéndose en palidez de cansancio, tornaban lentas las nobles aves.

Algunos días las águilas resbalaban muy altas en el lago del cielo del valle sin estremecer sus alas, trazando ondas y ruedos de vuelo, voluptuosidad de la mirada.

...Y los senderos abiertos en la serranía y en los cultivos, los buenos senderos que no nos parecen en quietud sino que se deslicen por lo liviano y lo fragoso como tranquilos manantiales; y los barrancos hoscos y húmedos o pedregosos y sedientos; y los gruesos verdores de los pinares; y los gentiles chopos asomados al río; y los tiernos campos regadizos y los añosos olivares que suben las laderas; y los casales esparcidos en la soledad, todo el valle, hondura, eminencias y cielo, todo estaba como ennoblecido, espiritualizado y sellado de la adustez y grandeza melancólica de las dos aves, que habían elegido la desgarradura de un peñasco para mansión suprema de su amor.


* * *


...Y llegó al valle de las águilas un hombre prendado del silencio, de la fuerza y de la paz de las montañas.


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3 págs. / 6 minutos / 88 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Tía Pobre

Gabriel Miró


Cuento


Hay en lo hondo de la casa un aposentillo con una ventana encima de un patio de baldosas húmedas y roídas. Suena, de tiempo en tiempo, el blando gotear de un caño oxidado, el golpe de una vasija que una mujer del sótano deja abandonada en la umbría de un rincón; sube el grito agudo y áspero de una rata atormentada, ahogada despacito en agua clara, para que vean toda su angustia los niños que han acudido de todos los pisos.

Arriba, el cielo es de una dulce claridad; va pasando su pureza y hermosura sobre los muros viejos y rezumantes de los patios, y se aleja al amor de los campos verdes, feraces, luminosos.

Ese aposento recibe una luz casta, inmaculada, la primera que baja a la casa. Los alborotos de los gorriones que tienen la querencia en las cobijas y en el arimez dejan por las tardes una impresión de árbol grande, caliente y vivo de nidos, árbol bondadoso que ampara el portal de los casales.

En aquel cuarto tiene su arca o su corre una señora vieja, seca, dobladita, rugosa, vestida de ropas negras, ajadas, que fueron de una hermana bella y bien casada, ya muerta; y la pobre señora las ha ido acomodando a la enjutez y ruina de su cuerpo. Todavía manifiesta el vestido vislumbres de elegancia marchita y ajena, que sorprenden y hacen que se vuelvan algunas curiosas mujeres para mirar a la señora del aposentillo.

Tiene, también, una salita con un balcón que cuelga sobre una calleja agobiosa como otro patio mojado y obscuro; pero hay una larga banda de azul magnífico de cielo donde prorrumpe la torre de una iglesia que, en los ocasos, arde como una antorcha de piedra encendida de sol.

En esa salita tiene la señora su cama, su cómoda lisiada, y dos butacas cuya osamenta desgarra el respaldar, el fondo y los costados, todo remendado muchas veces por sus manos; y en el balconcito, dentro de una olla de vientre cosido con lanas, florece una mata generosa de capuchinas.


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2 págs. / 5 minutos / 72 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Señor Maestro

Gabriel Miró


Cuento


Estaba abierto el portal de la escuela porque ya era verano. ¡Pronto llegarían los gozosos meses de la vacación! Los chicos miraban desde sus bancos la tarde luminosa y callada de los campos dorados y maduros y el cielo descendiendo serenamente en la llanura.

La escuela había sido labrada dentro de los muros del viejo adarve, en lo postrero y alto de la aldea. Algunas cabras de los ganados que salían a pacer en la vera se asomaban roznando las matas, mordidas de las ruderas y grietas; los leñadores, que venían de lo abrupto, doblados por los costales verdes y olorosos, dejaban en el recinto fragancia y sensación de la tarde, de la altura alumbrada, libre, inmensa; la entrada de un diablillo-murciélago, el profundo zumbido de una abeja, dos mariposas blancas que volaban rasando el mapa de España y Portugal divertía ruidosamente a todos. Y el señor maestro no se enojaba.


* * *


Ya era pasada la hora de que los muchachos saliesen, y el viejo maestro no lo permitía, hablando, hablando; pero ellos no le hacían caso, y a hurto suyo se desafiaban y concertaban las pedreas en el eriazo del Calvario o se decían en cuál gárgola de la iglesia anidaba un cernícalo.

Y el señor maestro repetía su amonestación diaria, siembra de piedad. «¿Por qué habéis de coger los nidos? Yo digo que si lo hicierais por llevar a los pájaros chiquitines abrigo y mantenimiento creyendo que en el árbol y en el campo no lo tienen, casi casi se os podría perdonar... Torregrosa, estese quieto... Pero no, señor; agarráis un pobre pájaro; luego lo atáis, arrastrándolo por el aire... ¿Que no?...».

Los chicos estregaban los pies sobre las losas, tosían, golpeaban los bancos..., y el maestro los dejaba libres. Y salían gritando alborozadamente.


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5 págs. / 8 minutos / 89 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Estampas del Faro

Gabriel Miró


Cuento


I. La aparición

El fanal rueda muy despacio, tendiendo sus aspas de polvo de lumbre, y alguna vez las traspasa un buho, un autillo, que rebota loco y cegado por el relámpago de su cuerpo.

Bajo, truena la mar, quebrándose en los filos y socavones de la costa, y se canta y se duerme ella misma, madre y niña, acostándose en la inocencia de las calas.

Todo el cielo como una salina de luces, que en el horizonte se bañan desnudas y asustadas. Y la vía láctea parece recién molida en la tahona de la claridad del faro.

Hay una estrella encarnada casi encima del mar. Está muy quietecita mirándome.

Yo he venido de una masía de montaña. Costra, el pastor, y los dos labradores viejos, me han mostrado con la cayada y con sus manos, rudas y grandes de apóstoles de pórtico, las aldeas y veredas del firmamento. Esa estrella roja no se veía. Pero es que esa estrella está más baja que la ventanita de mi dormitorio.

—Eso no es una estrella; es el faro de la isla.

—¡Otro faro! —grito yo muy contento—. ¡Dos faros casi juntos!

—¡Casi juntos, no! Hay seis millas del uno al otro.

—Bueno: ¡y qué son seis millas!

Porque yo no lo sabía. Seis millas entre dos estrellas me hubiese parecido una distancia fabulosa de siglos; entre dos faros era tenerlos en mis manos como dos antorchas.


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14 págs. / 24 minutos / 61 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Pastorcitos Rotos

Gabriel Miró


Cuento


Una abuelita con saboyana roja y corpiño negro, que lleva un reverendo pavo en sus brazos, camina descabezada sobre la verde lisura del tomo III de Luciano.

Hay en la orilla de un tintero de Talavera un viejo sentado en su peña, con montera de piel y capa pardal y zahones nuevecitos que antes tendía sus manos encima de lumbre de leña, y hogaño está manco y sus muñones se asoman al abismo de tinta.

En el cestillo de la labor de la madre yace derribado el negro rey Gaspar, cuya cabalgadura tiene una pata quebrada por la corva, y una labriega, que traía en la cabeza un añacal todo rubio de panes, contempla sus piernas entre la corona del mago.

Cerca del Epistolario Espiritual del venerable Juan de Ávila, una garrida lavandera se mira lisiada de brazos en el remanso de un espejito roto.

Y entre Rabelais, y algunas cuentas de mercaderes, asoma la donosa blancura de los rebaños. Y casi todos los corderos, hasta los recentales se doblan, se tuercen, se rinden por la flaqueza y ruina de los alambres de sus patitas y pezuñas, y lejos, en un trozo de soledad de la mesa, se amontonan zagalas con ofrenda de pichones, y pastores con presentalla de cabritos, de odres de vino, de cestas de huevos, de orzas de arrope, de manteca, de ristras de longanizas, de ramos de pomas y ponciles; y otras figuras más líricas, tañen adufes y rabeles, y otros muestran la gracia de la danza; y todos se asfixian bajo la escombra de molinos, de hornos, de un pozo, de un hostal cuya puerta no se abrió a los ruegos de la Santa Virgen María, y ahora tiene un portalazo como un antro hecho por ratas voraces.


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2 págs. / 3 minutos / 59 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Señor de los Ataques

Gabriel Miró


Cuento


Don Claudio era alto y de entonada presencia. Vestía atildadamente; se teñía la barba y el cabello sin ningún designio falaz, porque sabía que todos lo sabían; calzaba zapatos que relumbraban como cristales; se sacaba los puños para mirarse los orientes de sus perlas en el inmaculado blancor; se miraba, también muy complacido, la punta doblada de su pañuelo de seda, caída dulcemente sobre el pecho, insignia ésta de singular y primorosa elegancia de don Claudio, porque muchos pretendieron traer así el pañizuelo, y después de afanosos dobleces habían de sepultar avergonzados todas las marchitas puntas en lo más hondo del alto bolsillo. No podían imitarle.

Don Claudio sonreía al hablar, al destocarse delante de las damas, y enseñaba unos dientes apretadísimos, limpios y menudos, de doncellita. Frecuentaba los estrados femeninos, y, aunque ruinoso, todavía le tuviera por la flor de la cortesía el mismo conde Baltasar de Casteglione.

Sin embargo, las madres de hijas doncellonas murmuraron con aspereza del caballero: «Este hombre, ¿qué pensamientos tiene?».

Pero cuando se les acercaba el gentil don Claudio, tan pulcro, tan exquisito y fragante de discretas esencias y de olor de ricos roperos, y les ofrecía una de sus galanas finezas, entonces aquellas señoras tornábanse blandas y ruborosas y parecían jovencitas, envueltas en la emoción melancólica del pasado.

...Y una noche, en la soledad de su casa, padeció don Claudio un ataque hemipléjico.

—¡Ese hombre en manos de criados! —dijeron adolecidas las señoras.

Y las hijas mustias de doncellez, bajaban la mirada, se mordían el labio un poquitín desdeñosas, ladeaban la cabeza, dábanse con el abanico unos golpecitos en el liso regazo. ¡Acaso no se buscó él mismo la desgracia de su abandono!


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2 págs. / 4 minutos / 45 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Águila y el Pastor

Gabriel Miró


Cuento


Un águila seguía siempre al rebaño. Su grito resonaba en todo el ámbito azul del día; las ovejas se paraban mirándola; a veces volaba tan terrera que se sentía el ruido de sus plumas y de su pico y toda su sombra pasaba por los vellones de las reses.

Tendíase el pastor encima de la grama, y se apretaba el ganado contra el peñascal del resistero. Todo el hondo era de sol: labranza roja, árboles tiernos, huertas cerradas, caseríos como escombros, caminos hundidos en el horizonte del humo...

El pastor pensó: «Veo más mundo del que podré caminar en mi vida, y él no me ve; si ahora viniese el hijo del amo y yo lo despeñara, nadie lo sabría, estando delante de tanta tierra».

Se revolvía muy contento, hundiendo la nuca en el herbazal; pero le roía la frente una inquietud como de párpado que quiere abrirse, y alzaba los ojos. Agarrada a las esquinas de un tajo, doblándose toda, le miraba el águila. El pastor botaba y maldecía y apuñazaba el aire como un poseído. Crujía su honda y zumbaba su cayado. Y el águila se iba elevando.

Cuando se acostaba en la besana la sombra del monte, el pastor recogía su rebujal; el mastín sendereaba a los recentales y acudía por las ovejas zagueras. Arriba, despacio y recta, volaba el águila, vigilándoles su camino.

Toda la soledad estaba para el hombre llena del furor de los ojos del ave flaca y rubia; se sentía adivinado en sus pensamientos. ¿No hubo palomas enamoradas de hombres y corderos apasionados de mujeres? Pues el pastor y el águila se aborrecían. «¿Desde dónde estará mirándome ahora?» —se preguntaba de noche el pastor. Y escondió armadijos cerca de la majada, y les puso cebo de carroña, de tasajo y hasta de pan de su comida.


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3 págs. / 5 minutos / 58 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Señor Cuenca y su Sucesor

Gabriel Miró


Cuento


Pasaba ya el tren por la llanada de la huerta de Orihuela. Se iban deslizando, desplegándose hacia atrás, los cáñamos, altos, apretados, obscuros; los naranjos tupidos; las sendas entre ribazos verdes; las barracas de escombro encalado y techos de «mantos» apoyándose en leños sin dolar, todavía con la hermosa rudeza de árboles vivos; los caminos angostos, y a lo lejos la carreta con su carga de verdura olorosa; a la sombra de un olmo, dos vacas cortezosas de estiércol, echadas en la tierra, roznando cañas tiernas de maíz; las sierras rapadas, que entran su costillaje de roca viva, yerma, hasta la húmeda blandura de los bancales, y luego se apartan con las faldas ensangrentadas por los sequeros de ñoras; un trozo de río con un viejo molino rodeado de patos; una espesura de chopos, de moreras; una palma solitaria; una ermita con su cruz votiva, grande y negra, clavada en el hastial; humo azul de márgenes quemadas; una acequia ancha; dos hortelanos en zaragüelles, espadando el cáñamo con la agramadera; naranjales, panizos; otra vez el río, y en el fondo, sobre el lomo de un monte, el Seminario, largo, tendido, blanco, coronado de espadañas; y bajo, en la ladera, comienza la ciudad, de la que suben torres y cúpulas rojas, claras, azules, morenas, de las parroquias, de la catedral, de los monasterios; y, a la derecha, apartado y reposando en la sierra, obscuro, macizo, enorme, con su campanario cuadrado como un torreón, cuya cornisa descansa en las espaldas de unos hombrecitos monstruosos, sus gárgolas, sus buhardas y luceras, aparece el Colegio de Santo Domingo de los Padres Jesuitas.

Sobre la huerta, sobre el río y el poblado se tendía una niebla delgada y azul. Y el paisaje daba un olor pesado y caliente de estiércol y de establos, un olor fresco de riego, un olor agudo, hediondo, de las pozas de cáñamo, un olor áspero de cáñamo seco en almiares cónicos.


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5 págs. / 9 minutos / 105 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Compasión

Gabriel Miró


Cuento


Vivía don Isidoro con su hija, cuyo esposo muriera, y con sus nietos, dos chicos muy rollizos, blancos y alegres.

Tenían casa grande y sencilla, de ancho zaguán enlosado, y las habitaciones con puertas y zócalos de labrado roble como de sacristía y coro de catedral.

Una heredad poseían en la sierra, edificio viejo y moreno, rodeado de huertas, cuyos árboles, siendo todos lozanos y esquilmeños, todavía semejaban más verdes, más frescos y viciosos por lo apagado y rudo de la casa.

Don Isidoro había visitado muchos y remotos países, y de sus viajes y empresas trajo para la vejez dineros y enseñanzas.

Su viudez antes, y luego el casamiento de la hija con hombre vehementísimo y crapuloso, le afligieron reciamente. Y cuando éste murió, apartado del hogar, don Isidoro llevose al suyo a los huérfanos y a la madre, pálidos, asustados. Pero pronto la vieja y grande casa del abuelo se remozó en el contento del amor y la paz.

Don Isidoro no iba al casino a malsinar del gobierno y de las gentes. Tenía sosiego, hija dulcísima, alegría de nietos hermosos, grandes rentas, y todo esto, sus memorias y algunos estudios le llevaron a ser filósofo. Y lo fue tierno y optimista, aunque el optimismo suyo no era «el del esclavo que se cree dichoso, ni el del enfermo que no siente su mal».

Hallaba don Isidoro que la naturaleza era buena y hermosísima, y sólo en el hombre se escondía lo malo; pero esto tenía remedio, porque limando y quitando de la criatura humana el germen de la crueldad, la vida resultaría de una completa bienaventuranza. Y para conseguirlo se necesitaba cuidar de esa pobre criatura humana desde su nacimiento, desde muy criatura.


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4 págs. / 7 minutos / 46 visitas.

Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Los Amigos, los Amantes y la Muerte

Gabriel Miró


Cuento


Los amigos, los amantes y la muerte

Desde el vestíbulo pasa la suave luz de una lámpara escarchada al aposento paredaño donde está el tullido cercado de amigos. Hablan de proyectos logreros, de meriendas en heredades, de un sermón, de paseos bajo el refugio de los olmos del camino. Son viejos, como el enfermo, y tienen fortaleza, estrépito en la risa y fuman. Cuando le ayudan a variar de actitud o le acomodan la manta caída o arrastran su butaca de ruedas, siente él más su impotencia y le llora angustiadamente su alma, pero los ojos no. ¡Oh, si le vieran llorar por fuera estos amigos viejos y alegres, que ni padecen el reuma senil!

Les miente todas las noches, diciéndoles que sus piernas, su brazo y costado no están muertos para siempre. Nota que la vida acecha el penetrar borbotante por sus venas, regocijándole las entrañas y flexibilizando sus nervios y músculos.

—Eso, desde luego. Ya verá, ya verá cuando pase el frío —contesta, estregándose las manos, un señor muy flaco, de perfil judío.

—¡Claro, como los árboles! —añade el doctor Rodríguez.

Y el Registrador, varón gordo y risueño, exclama:

—Vaya: al verano de los nuestros, ¡y a botar como un muchacho!

El tullido les mira iracundo, vuelto a su hosco silencio, porque sabe que no lo creen.


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48 págs. / 1 hora, 25 minutos / 103 visitas.

Publicado el 29 de julio de 2020 por Edu Robsy.

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