Textos más populares este mes de Gabriel Miró etiquetados como Cuento | pág. 2

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autor: Gabriel Miró etiqueta: Cuento


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Parábola del Pino

Gabriel Miró


Cuento


El viejo hidalgo don Luis había heredado de sus abuelos templanza y sabiduría, algunas hanegas de sembradura y un pinar que empezaba delante de su casona, labrada en las afueras del pueblo, con un pino grande y añoso.

Todas las tardes acudían y se sentaban al amparo oscuro y fragante de las ramas los amigos y discípulos de don Luis. No podían pasar sin verle y escucharle, porque era maestro y señor de todos en la causa de un príncipe desterrado. Como ellos vivían en la ciudad se congregaban a su antojo; decidían cualquier empresa, pero a punto de realizarla se les aparecía, en la memoria, el solitario caballero, majestuoso y dulce, de barbas blancas y copiosas que le bajaban hasta el magno pecho, y calvo y limpísimo cráneo en cuya cima resplandecía la lumbre llegada entre el ramaje del pino.

Era fuerza recibir su consejo y permiso. ¡Y siempre el árbol endoselándolo como un trono de patriarca! Sentían su pesadumbre y oscuridad; y hasta llegó a parecerles que el entredicho, la aprobación o censura brotaba del ancho y venerable tronco, como la goma de su corteza. Y he aquí que los fieles amigos del hidalgo le respetaban con grandísimo amor y murmuraban del pino del portal; de modo que, amando al monarca, vinieron a malquerer el trono.

Acabado el examen y discernimiento de lo político y lugareño, don Luis les decía serenamente filosofías de mucho donaire y sencillez; y luego dedicaba a su buen árbol palabras de gratitud y alabanza.

—Sí que debe de querer esta sombra compañera —le dijeron una tarde—; pero también le priva de contemplar todo el valle, que es una bendición para los ojos.


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Publicado el 28 de enero de 2021 por Edu Robsy.

El Sepulturero

Gabriel Miró


Cuento


Artistas y eclesiásticos, copleros y filósofos han labrado la biología y estampa del buen cavador.

Sus manos crían cortezas de tierra y substancias humanas; sus uñas hieden a difunto; su mirada tiene la voracidad y la lumbre fría de los pardales ominosos; su carne está siempre lívida y sudada; sus entrañas, secas.

Hasta creemos que se divierte partiendo cráneos de la fosa común.

Y sí que los quiebra o los raja, sin querer, algunas veces. El fosal tiene el vientre gordo, hinchado de cadáveres. No caben más. Allí se amontona y aprieta la vida pasada de un siglo del pueblo. ¡Hay que agrandar el cementerio! Y salta un hueso astillado. Fuera está el paisaje libre, ancho, feraz. La azada se hundiría gozosamente en el tempero dócil, saliendo fresca y olorosa. El mundo se le ofrece al sepulturero como un arca infinita para guardar esos pobres hombres que se mueren, que no son como él.

No son como él. Los dioses, los sabios, los héroes, los místicos presienten la inmortalidad; el sepulturero es el único que puede sentirla. En otro tiempo también pudieren regodearse con ella los verdugos. Los funerarios, no. Los funerarios son mozos mediocres de la Muerte. Los capellanes, tampoco; mantienen su liturgia para los que viven. El sepulturero se queda solo con los muertos. Ha de parecerle que le pertenecen y le necesitan; de modo que a él nunca le será permitido ser difunto. Carece de la idea y de la emoción del sepulturero... No las recibirá de sus camaradas, de los otros sepultureros, porque son eso, camaradas. Inmortales. La divinidad crea la vida y se queda en el cielo. El sepulturero acomoda y encierra la muerte y se queda en la tierra.


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5 págs. / 10 minutos / 216 visitas.

Publicado el 13 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Cadáver del Príncipe

Gabriel Miró


Cuento


El príncipe se moría poco a poco en su aldea natal.

Era joven, y se habían ya cansado sus entrañas, su sangre, toda su vida. Acudieron sabios de muchas tierras: le escudriñaban todo su cuerpo; y el príncipe se pasaba desnudo los días bajo los anteojos de nieve y los dedos flacos de los médicos.

Cortesanos y labradores se juntaban en los portales de la casa aldeana del señor. Como no habían contemplado a su holgura la gloria del príncipe, les embriagaba la fuerte emoción de saber y decirse las intimidades de la augusta naturaleza. Esperaban la salida de los sabios para oírles. Oían y palpaban la enfermedad del señor. Cada médico era un trozo de carne o de víscera de príncipe: uno era el hígado; otro, el corazón; otro, los riñones, según de lo que cada uno dijese que sanaba.

Las gentes iban en busca de sus familias y amistades, y parecían llevar en sus manos un vaso precioso con la desnudez corporal y la desnudez de los dolores del ungido. Y los enfermos se consolaban de su mal, y los sanos se complacían más en su salud.

Pero como los médicos eran de tan grande saber, prolongaban la agonía del príncipe. Estaban preparados los lutos y ceremonias; se habían ya repetido con melancólica reverencia: «vienen los días tristes de la orfandad del reino»; y sonreían al heredero. Sólo faltaba que el príncipe muriese. Palatinos, generales, ministros, magistrados y próceres paseaban su tedio jerárquico por la sembradura, por el encinar, por los prados. No se explicaban el antojo de morir en una aldea. Es verdad que en ella había nacido el príncipe. Viniendo la princesa madre de otras comarcas, le llegó el parto en el camino aldeano. Después, quiso que su hijo conociese el humilde lugar y que lo amase sobre todos los lugares de su reino.


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5 págs. / 10 minutos / 48 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

El Agua y la Infanta

Gabriel Miró


Cuento


Este manantial, ancho, quieto, es de una desnudez, de una pureza, de una luminosidad tan perfectas, que no parece agua, sino aire del collado, que se acostó al amor de los árboles y ya no quiere subir.

Dicen que es un agua dormida. ¡Cómo ha de estar dormida el agua que acoge sensitivamente todo lo que se le acerca, para mostrarlo, aunque no haya nadie que la mire!

Tiene la mirada abierta de día y de noche. De día la enciende y la traspasa el sol y el azul. Todas las mañanas les ofrece el agua su virginidad, desde las orillas de sus frescas vestiduras al profundo centro y a la otra ribera. Todo el tremendo sol se aprieta en una medalla de lumbre, y el manantial la mece como una hoja, y la va calando, derritiéndola y haciéndola cuerpo suyo desde la superficie al fondo. Por la tarde no tiene del sol más que un poco de fuego y de sangre.

Después, el agua se queda un momento ciega. Es un ojo de un azul helado, todo órbita vacía, inmóvil. ¿Se habrá muerto para siempre esta pobre agua? Venimos muy despacio, como si nos llegásemos de puntillas a una mujer acostada que no se la oye respirar, que no tiene color, que no mueve los párpados, y, de pronto, salen los ojos ávidos, asustados; sale toda la imagen dentro de la quietud del agua ciega. Estamos allí del todo; está todo mirándose. Nos aguardaban. El agua se ha llenado de corazón, y el corazón de esta agua era la ansiedad de nosotros.

Apagado el día, principia a recoger estrellas, que deshojan su luz cuando pasan por encima. La luna es hermana suya. Agua y luna se abrazan desnudas, inocentes y necesitadas la una de la otra para la misma belleza.


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3 págs. / 6 minutos / 43 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2021 por Edu Robsy.

Pastorcitos Rotos

Gabriel Miró


Cuento


Una abuelita con saboyana roja y corpiño negro, que lleva un reverendo pavo en sus brazos, camina descabezada sobre la verde lisura del tomo III de Luciano.

Hay en la orilla de un tintero de Talavera un viejo sentado en su peña, con montera de piel y capa pardal y zahones nuevecitos que antes tendía sus manos encima de lumbre de leña, y hogaño está manco y sus muñones se asoman al abismo de tinta.

En el cestillo de la labor de la madre yace derribado el negro rey Gaspar, cuya cabalgadura tiene una pata quebrada por la corva, y una labriega, que traía en la cabeza un añacal todo rubio de panes, contempla sus piernas entre la corona del mago.

Cerca del Epistolario Espiritual del venerable Juan de Ávila, una garrida lavandera se mira lisiada de brazos en el remanso de un espejito roto.

Y entre Rabelais, y algunas cuentas de mercaderes, asoma la donosa blancura de los rebaños. Y casi todos los corderos, hasta los recentales se doblan, se tuercen, se rinden por la flaqueza y ruina de los alambres de sus patitas y pezuñas, y lejos, en un trozo de soledad de la mesa, se amontonan zagalas con ofrenda de pichones, y pastores con presentalla de cabritos, de odres de vino, de cestas de huevos, de orzas de arrope, de manteca, de ristras de longanizas, de ramos de pomas y ponciles; y otras figuras más líricas, tañen adufes y rabeles, y otros muestran la gracia de la danza; y todos se asfixian bajo la escombra de molinos, de hornos, de un pozo, de un hostal cuya puerta no se abrió a los ruegos de la Santa Virgen María, y ahora tiene un portalazo como un antro hecho por ratas voraces.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Un Domingo

Gabriel Miró


Cuento


Sigüenza y sus amigos miraron la noche, honda y desoladora de los campos.

Los fanales del tren, esas lamparillas que se van desjugando, y el aceite turbio, espeso y verdoso remansa en el fondo del vidrio cerrado; esas lamparillas que dejan un penoso claror en las frentes, en los pómulos, quedando los ojos en una trágica negrura, y alumbran la risa, la tribulación, el bullicio, el cansancio de gentes renovadas que parecen siempre las mismas gentes; esas lamparillas daban sus cuadros de luz a los lados del camino, y doraban un trozo, un rasgo del paisaje: una senda que se quiebra en lo obscuro, un casal todo apagado, un árbol que se tuerce en la orilla de un abismo... Todas las noches reciben la rápida lumbre, y muestran su soledad, su desamparo.

¿Dónde estarán?, se pregunta Sigüenza asomándose, y busca amorosamente en la noche la senda, la casa y el árbol, todo ya perdido. Y entretanto, siguen los fanales viejecitos del tren avivando caminos, árboles, majadas, soledades, que luego se sepultan para siempre.

A lo lejos, tiemblan las luces de un pueblecito del llano. Se apiñan, se van ensartando primorosamente. Se desgranan como chispas y centellas del leño enorme, viejo y renegrido de la tierra.

Hace mucho tiempo, cuando estas luces comenzaban a arder, parose un carro en un portal. Salió un buen nombre con un atadijo, después una mujer ancha y fuerte con una cesta, gritando avisos y mandados a los hijos que se quedaban divirtiéndose con un gorrión de nido; la avecita brincaba por las baldosas de la entrada, pisándose las alas, doblando los piececitos hacia atrás, porque se los lisiaba la pihuela de un hilo gobernado por una rapaza.

El matrimonio iba en busca del tren. Se acomodaron en el carro. Era entonces la hora en que van las madres a la tienda para mercar el aceite de la cena, y vuelven los hombres de la labor campesina, y los ganados de pacer, y los leñadores con sus costales frescos y olorosos.


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6 págs. / 10 minutos / 42 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Los Almendros y el Acanto

Gabriel Miró


Cuento


Estaba el huerto todavía blando, redundado del riego de la pasada tarde; y el sol de la mañana se entraba deliciosamente en la tierra agrietada por el tempero.

En los macizos ya habían florecido los pensamientos, las violetas y algunos alhelíes; las pomposas y rotundas matas de las margaritas comenzaban a nevarse de blancas estrellas; los sarmientos de los rosales rebrotaban doradamente; los tallos de las clavellinas engendraban los apretados capullos, y todo estaba lleno y rumoroso de abejas.

Por encima de los almendros asomaba la graciosa y gentil ondulación de los collados, en cuyas umbrías las nieves postreras iban derritiéndose.

Los almendros ya verdeaban; tenían el follaje nuevo, tan tierno, que sólo tocándolo se deshacía en jugos; y tan claro, que se recortaba, se calaba en el cielo como una blonda, y permitía que se viera todo el bello dibujo de los brazos de las ramas, las briznas, los nudos. Comenzaba a salir de la flor el almendruco apenas cuajado, de corteza velludita, aterciopelada.

Con la boca arrancó Sigüenza uno de estos frutos recientes, chiquitines, y se le fundió en ácida frescura deliciosa.

Todo el almendro parecía ofrecérsele en su sabor.

Lo fue aspirando mirándolo; y vio los restos de muchas flores muertas, las huellas de muchas almendras malogradas.

Estos árboles impacientes, ligeros, frágiles, exquisitos, dejan una espiritualidad, una melancolía sutil en el paisaje, y traen a nuestra alma la inquietud que inspiran algunos niños delgaditos, pálidos, de mirada honda y luminosa, que hacen temer más la muerte...

¿Por qué florecen estos árboles tan temprano? ¿No parece que voluntariamente se ofrezcan al sacrificio, que quieran consolar al hombre enseñándole que han de quemarse y deshojarse muchas ansias antes de que cuaje la deliciosa fruta del alcanzado bien?...


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2 págs. / 3 minutos / 99 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

La Señora que Hace Dulces

Gabriel Miró


Cuento


Apenas llegó Sigüenza, quiso su prima llevarle a la solana para que viese el rosal trepador y la yedra que plantaron juntos, siendo chiquitos, al pie de los muros.

No lo consintió su madre. Era preciso que antes descansara en el sofá, al lado de su sillón de paja vestido de dril, que le refiriese puntualmente los encargos de familia, y lo que le sucediera en el camino, porque tía Paz era lectora muy devota de boletines y relatos de Misiones, y no comprendía un viaje sin peligros. Además, había de darle el jarabe de pina con agua fría de la fuente del Enebro, famosa entre todos los hontanares de la comarca; y después de ver el cuarto que le tenían preparado, irían donde quisiera su hija.

La cual juntó sus manitas, hizo un mohín delicioso de niña, y su zapatito de lona con suela de cáñamo, que en ella era como de disfraz de aldeana muy donosa, dio un menudo golpe de enojo en los blancos manises.

¡Perder la tarde hablando, Dios mío! ¿No venía su primo para un mes? ¡Pues tiempo quedaba! ¡Cuando saliesen a la solana ya no habría sol!

Alzose tía Paz, y gravemente fue a mirar el calendario colgado bajo la imagen de Santa Rita. Sigüenza y su prima se llegaron también, porque la santa tiene una espina en la frente, que contemplaban antaño subidos encima del viejo piano.

—¡Son las cuatro —dijo doña Paz—, y el sol se pone a las siete y algunos minutos!

—¡Ya ves! —le replicaron ellos—. Hay tiempo para todo.

Y se marchó Sigüenza con su prima a la solana.

La pobre señora les llamaba.

El rosal y la yedra, altos, grandes, se abrazaban tupidamente haciendo un trono de olorosa frescura, donde parecía dormir toda la infancia de los dos primos. Se miraban muy contentos de su labor de jardineros, pero la espina de Santa Rita, la pincha más sutil del rosal, dejaba una herida de melancolía en sus frentes...


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Sigüenza, el Pastor y el Cordero

Gabriel Miró


Cuento


La masía estaba en las sierras de Alcoy, sierras ásperas, amontonadas, que se desgarran en hoces y barrancos. Algunas veces son delicadas y graciosas, y se recogen, se ciñen femeninamente la fragosidad de sus faldas y producen una cañada húmeda y obscura, un verdadero regazo, mullido, labrado, donde reposa algún olivo de vejez perdurable y fecunda y tiende sus raíces la higuera napolitana que resuena de abejas.

Sucede también que estas sierras, después de haberse mostrado abruptas, cerriles, enemigas hasta en su color de estaño, que da una cabal impresión de aridez, y aun en su huello, que no deja descansar ni tocarlo, se hinchan, se redondean gruesamente y prorrumpen en un vientre generoso, blando y suave: es una loma rotunda, tierna y olorosa, como un pan enorme que parece que huele y sabe a casa labradora: loma llena de grama, de romero, de tomillo, de árnica, de sendas y piedras musgosas, que, al levantarlas, muestran su jazilla de humedad avivada de gusanitos y hormigas que nos tienen miedo.

Al comienzo de las laderas reposaba la masía donde fue Sigüenza buscando sosiego y salud. Había mucha viña escalonada, un viejo olivar y un huerto seco, casi yermo dorante el verano; pero, llegadas las primeras lluvias otoñales, se agrieta la tierra y van apareciendo los cogollos tiernecitos de las azucenas, y resucitan las hojas, de un color tostado de amaranto, de los rosales, y los viejos arbustos de la hierbaluisa, y las lilas se cuajan de yemas jugosas, y los crisantemos, renegridos por la sed, reciben el alborozo del nuevo verdor, y en cada miga de los terrones surge la pelusa del musgo, de las malvas y de otras matas cuyas semillas revientan, y nacen equivocadamente las hijas calentadas por el sol otoñal, que después las abandona y se mueren.


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Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

Sigüenza, los Peluqueros y la Muerte

Gabriel Miró


Cuento


De un librillo de un docto licenciado se deduce que el uso de cortarse el cabello los españoles tiene su origen en el trono y en la desventura. Y fue, porque habiendo enfermado del cuero de la cabeza el emperador Carlos V, hubo de rapársela para untársela bien y cabalmente. Entonces, todos los españoles se esquilaron curándose en salud.

Y el autor de ese libro exclama: «Con lo cual estaban libres de peluqueros, y el capricho no había dado en este ramo del lujo que tantos millones cuesta y que más que ningún otro ha contribuido para afeminar a los nombres». Pero, al desposarse doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV, con Luis XIII, vinieron de Francia sus gustos, sus deleites, sus costumbres y sus peluqueros. Algunos escritores de mucha sabiduría y austeridad se quejan de los daños que aquellos buenos hombres traen a la patria.

El doctor don Gutierre, marqués de Careaga, escribe una Invectiva en discursos apologéticos contra el abuso público de las guedejas. Se promulgan bandos como este del 23 de abril de 1639, que comienza de esta manera:


«Manda el Rey, nuestro Señor, que ningún hombre pueda traer copete y jaulilla ni guedejas con crespo u otro rizo en el cabello, el cual no puede pasar de la oreja...».


Síguense las penas de los peluqueros infractores de este mandamiento; comienzan por multas, pasan a cárcel, a destierro y llegan al rigor del presidio. Después se advierten las prohibiciones y castigos para los lindos de guedejas. A éstos no se les daba entrada a la real presencia de S. M., ni eran oídos de los señores del Consejo ni de Justicias, aunque tuvieran preeminencia por título o fuero.


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4 págs. / 8 minutos / 40 visitas.

Publicado el 27 de enero de 2021 por Edu Robsy.

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