Aunque lo leyó en libros muy antiguos, y lo escuchó hasta de
gentes humildes, sólo después de muchos meses de postración y de
padecimiento supo Sigüenza que en la salud estaba el más grande bien y
alegría del hombre.
Si otra ansia sentía, quizá se derivaba de lo mismo: de la codicia de
la fortaleza. Ser fuerte, sano, ágil como los marineros que pasaban
bajo sus ventanas. Y viéndolos, imaginaba la vida de inmensidad, la de
los puertos remotos, la vida ancha, gustosa, descuidada y andariega por
países desconocidos y lueñes.
Y decidió viajar.
Los médicos le avisaron que había de prepararse para la resistencia y
fatiga de las futuras jornadas; había de salir y andar. Y salió y
anduvo.
Casi siempre iba por los muelles. Parábase delante de los barcos de
vela, de los viejos vapores, y toda su ánima quedaba colgada de las
palabras de los hombres extranjeros.
En los costados de aquellas naves se leían nombres que evocaban lo lejano y legendario. Un bergantín se llamaba Alba;
había venido de Génova cargado de macizos de mármol; los tocó; parecía
que temblaban en lo más profundo de su blancura guardando ya el latido
de la vida y de la forma. Otro, llamado Castor, traía tablones,
y aun troncos enteros de pinos, de robles, de caobas; todo el barco
exhalaba un olor generoso de bosque. Una polacra de Malta llevaba un
rótulo azul que decía: Siracusa. Después estaban los vapores,
negros, grises, remendados de rojo; de chimeneas flacas, rollizas,
rectas austeras, o inclinadas altivamente hacia atrás; las chimeneas
daban a todo el buque la nota, la expresión fisonómica, como la nariz a
nosotros.
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