Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo,
hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en
los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica,
que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus
instrumentos en la tierra.
El la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límite; la
amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran
martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante,
diríase que lo infunde el Cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las
mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como
todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro
Alonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma
ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia acaecida hace
muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus
héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos; mejor.
El la encontró un día llorando, y la preguntó:
¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo
en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del
río y tornó a decirle:
¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas
sobre las que se asienta la ciudad imperial. El sol trasponía los montes
vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y
sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó:
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