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Bola de Sebo

Guy de Maupassant


Cuento




Durante muchos días consecutivos pasaron por la ciudad restos del ejército derrotado. Más que tropas regulares, parecían hordas en dispersión. Los soldados llevaban las barbas crecidas y sucias, los uniformes hechos jirones, y llegaban con apariencia de cansancio, sin bandera, sin disciplina. Todos parecían abrumados y derrengados, incapaces de concebir una idea o de tomar una resolución; andaba sólo por costumbre y caían muertos de fatiga en cuanto se paraban. Los más eran movilizados, hombres pacíficos, muchos de los cuales no hicieron otra cosa en el mundo que disfrutar de sus rentas, y los abrumaba el peso del fusil; otros eran jóvenes voluntarios impresionables, prontos el terror y al entusiasmo, dispuestos fácilmente a huir o acometer; y mezclados con ellos iban algunos veteranos aguerridos, restos de una división destrozada en un terrible combate; artilleros de uniforme oscuro, alineados con reclutas de varias procedencias, entre los cuales aparecía el brillante casco de algún dragón tardo en el andar, que seguía difícilmente la marcha ligera de los infantes.

Compañías de francotiradores, bautizados con epítetos heroicos: Los Vengadores de la Derrota, Los Ciudadanos de la Tumba, Los Compañeros de la Muerte, aparecían a su vez con aspecto de facinerosos, capitaneados por antiguos almacenistas de paños o de cereales, convertidos en jefes gracias a su dinero —cuando no al tamaño de las guías de sus bigotes—, cargados de armas, de abrigos y de galones, que hablaban con voz campanuda, proyectaban planes de campaña y pretendían ser los únicos cimientos, el único sostén de Francia agonizante, cuyo peso moral gravitaba por entero sobre sus hombros de fanfarrones, a la vez que se mostraban temerosos de sus mismos soldados, gentes del bronce, muchos de ellos valientes, y también forajidos y truhanes.

Por entonces se dijo que los prusianos iban a entrar en Ruán.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Miseria Humana

Guy de Maupassant


Cuento


Jean d´Espars se animaba:

—Déjenme en paz con vuestra felicidad de zotes, vuestra dicha de imbéciles que satisface una simpleza cada vez más vulgar, un vaso de viejo vino o el roce de una hembra. Yo os digo, yo, que la miseria humana me destroza, que la veo por todas partes, con ojos agudos, que la encuentro donde ustedes no perciben nada, ustedes, que van por la calle con el pensamiento en la fiesta de esta tarde o en la fiesta de mañana. Miren, el otro día, avenida de la Ópera, en el medio de un público bullicioso y jovial que el sol de mayo embriagaba, vi pasar de repente a un ser, un ser innombrable, una vieja curvada en dos, vestida de andrajos que fueron vestidos, cubierta con un sombrero de paja negro, completamente despojada de sus viejos ornamentos, cintas y flores desaparecidas desde tiempos indefinidos. Y ella iba arrastrando sus pies tan penosamente, que yo sentía en el corazón, tanto como ella misma, más que ella misma, el dolor de todos sus pasos. Dos bastones la sostenían. ¡Ella pasaba sin ver a nadie, indiferente a todo, al ruido, a la gente, a los coches, al sol! ¿ A dónde iba?¿Hacia qué cuchitril? ¿Llevaba algo envuelto en un papel, que colgaba del extremo de una cuerda? ¿Qué?¿ Pan? Si, sin duda. Nadie, ningún vecino habiendo o querido hacer por ella este recorrido, ella había emprendido, ella, este viaje horrible, de su buhardilla al panadero. Dos horas de camino, al menos, para ir y venir. ¡Y que camino doloroso!¡un calvario más terrible que el de Cristo!

Levanté los ojos hacia los techos de las casas inmensas. ¡Ella iba allá arriba! ¿Cuándo llegaría allí?¿Cuántos descansos jadeantes sobre los peldaños, a lo largo de la pequeña escalera negra y tortuosa?


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Becada

Guy de Maupassant


Cuento


El anciano barón de Ravots había sido durante cuarenta años el rey de los cazadores de su provincia. Pero hacia ya cinco o seis que una parálisis de las piernas lo tenía clavado en su sillón, y tenía que contentarse con tirar a las palomas desde una ventana de la sala o desde la gran escalinata de su palacio. El resto del tiempo lo pasaba leyendo.

Era hombre de trato agradable, que había conservado mucho de la afición a las letras que distinguió al siglo pasado. Le encantaban las historietas picarescas, y también le encantaban las anécdotas auténticas de que eran protagonistas personas allegadas suyas. En cuanto llegaba de visita un amigo le preguntaba:

—¿Qué novedades hay?

Tenía la habilidad de un juez de instrucción para interrogar.

En los días de sol se hacía llevar en su amplio sillón de ruedas que parecía una cama, a la puerta del palacio. Detrás de él se situaba un criado con las escopetas, las cargaba y se las iba pasando a su señor. Otro criado, oculto en un bosquecillo, daba suelta a un pichón de cuando en cuando, a intervalos regulares, para que le cogiese de sorpresa, obligándolo a estar en constante alerta.

Se pasaba el día tirando a aquellas aves ligeras, se desesperaba si conseguían burlarle y se reía hasta saltársele las lágrimas cuando el animal caía a plomo o daba alguna voltereta extraña y cómica. Se volvía entonces hacia el mozo que le cargaba las armas y le preguntaba con espasmódica alegría:

—¡A ése le di lo suyo, José! ¿Viste cómo cayó?

Y José respondía indefectiblemente:

—El señor barón no marra uno.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Drama Verdadero

Guy de Maupassant


Cuento


«Lo verdadero puede a veces no ser verosímil»
Boileau, Art poétique, III, 48

Decía yo el otro día, en este lugar, que la escuela literaria de ayer se servía, para sus novelas, de las aventuras o de las verdades excepcionales encontradas en la existencia; mientras que la escuela actual, al no preocuparse sino por la verosimilitud, establece una especie de media de los acontecimientos ordinarios.

Y hete aquí que me comunican toda una historia, ocurrida, al parecer, y que se diría inventada por algún novelista popular o algún dramaturgo delirante.

Es, en cualquier caso, pasmosa, bien urdida y muy interesante en su extrañeza.

En una propiedad rural, mitad granja y mitad quinta, vivía una familia que tenía una hija a la que cortejaban dos jóvenes, hermanos.

Éstos pertenecían a una antigua y excelente casa, y vivían juntos en una propiedad vecina.

El preferido fue el mayor. Y el pequeño, a quien un amor tumultuoso le trastornaba el corazón, se tornó sombrío, soñador, errabundo. Salía durante días enteros o bien se encerraba en su habitación, y leía o meditaba.

Cuanto más se acercaba la hora de la boda, más receloso se volvía.

Aproximadamente una semana antes de la fecha fijada, el novio, que regresaba una noche de su cotidiana visita a la joven, recibió un disparo a quemarropa, en un rincón del bosque. Unos campesinos, que lo encontraron al nacer el día, llevaron el cuerpo a su hogar. Su hermano se sumió en una fogosa desesperación que duró dos años. Se creyó incluso que se metería a cura o que se mataría.

Al cabo de esos dos años de desesperación, se casó con la novia de su hermano.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta

Guy de Maupassant


Cuento


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. Qué nos dijimos? Ya no lo sé: ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!

No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras. «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Pierrot

Guy de Maupassant


Cuento


La señora Lefèvre era una mujer de campo, una viuda medio campesina, medio señora, que se adornaba con cintas y volantes y llevaba sombrero. Era una de esas personas que hablan enfáticamente, que cuando se encuentran en público se dan tono de grandeza, y que bajo un aspecto cómico y abigarrado esconden un alma de bestia presuntuosa de la misma manera que bajo guantes de seda cruda disimulan sus encarnadas manazas.

Por criada tenía á una honrada campesina, muy sencilla, que se llamaba Rosa.

Y las dos mujeres vivían en una casita pequeña, una casita con persianas verdes, que á lo largo de un camino de Normandía se alzaba en el centro del territorio de Caux.

Como frente á su casa tenían un pequeño jardín, en él cultivaban legumbres.

Pero sucedió que, una noche, les robaron una docena de cebollas.

En cuanto Rosa se enteró del hurto, corrió á prevenir á la señora, que bajó vistiendo refajo de lana. Y se produjo una escena de verdadera desolación, de verdadero terror. Habían robado, robado á la señora Lefèvre... En el país se robaba, y el robo podía repetirse.

Las dos mujeres, aterrorizadas, contemplaban las huellas de los pasos y hacían mil suposiciones. «Por ahí han pasado —decían— y subiendo por la tapia han saltado al camino».

Y el porvenir las aterrorizaba, y ya no podían dormir tranquilas.

La noticia circuló rápidamente: los vecinos llegaron, empezaron á discutir, y las dos mujeres comunicaban sus ideas y sus observaciones á cuantos llegaban.

Un labrador que vivía muy cerca les dió un consejo: «Ustedes deberían tener un perro».

Y era verdad; debían tener un perro aun cuando sólo fuese para dar la voz de alarma. Y no un perro grande, ¡santo Dios! ¿Qué harían con un perro grande? se arruinarían para darle de comer. Un perro pequeñito... con que ladrase sería bastante.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Adiós

Guy de Maupassant


Cuento


Los dos amigos acababan de comer. Desde la ventana del café veían el bulevar muy animado. Les acariciaban los rostros esas ráfagas tibias que circulan por las calles de Paris en las apacibles noches de verano y obligan a los transeúntes a erguir la cabeza, incitándolos a salir, a irse lejos, a cualquier parte en donde haya frondosidad, quietud, verdor... y hacen soñar en riveras inundadas por la luna, en gusanos de luz y en ruiseñores.

Uno de los dos —Enrique Simón— dijo, suspirando profundamente:

—¡Ah! Envejezco. Antes, hace años, en noches como ésta, el mundo me parecía pequeño, era yo capaz de cualquier diablura, y ahora, sólo siento desilusiones y cansancio. ¡Es muy corta la vida!

Estaba ya un poco ventrudo. Tenia una esplendorosa calva y cuarenta y cinco años, aproximadamente. Su acompañante —Pedro Carnier— algo más viejo, pero también más ágil y decidido, respondió:


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Albergue

Guy de Maupassant


Cuento


Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los viajeros que siguen el paso de la Gemmi.

Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña.

Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las ventanas y tapia la puerta.

Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa.

Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser, y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez.

El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.

Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Miedo

Guy de Maupassant


Cuento


Después de comer subimos á cubierta. Ante nosotros el Mediterráneo, bañado por la luz de la luna, se extendía sin que una sola arruga se dibujase en su superficie. El enorme buque resbalaba lanzando al cielo, lleno de estrellas, una gran serpiente de humo negro, y detrás, el agua blanca, agitada por el paso rápido del pesado navío, batida por la hélice, espumeaba, parecía retorcerse, y agitaba tantas claridades que cualquiera hubiera creído que la luz de la luna estaba en ebullición.

Y allí estábamos seis ú ocho, admirando en silencio la costa de África hacia la cual nos dirigíamos. El comandante, que sentado entre nosotros fumaba un cigarro, reanudó la conversación iniciada durante la comida.

—Sí,—dijo—aquel día tuve miedo. Mi barco permaneció seis horas con esa roca en la barriga y batido por la mar. Afortunadamente, al llegar la noche nos recogió un barco carbonero inglés.

Entonces, un hombre muy alto, de tostado rostro y grave aspecto, uno de esos hombres que se adivina han cruzado grandes países desconocidos en medio de incesantes peligros y cuya tranquila mirada parece conservar en sus profundidades algo de los extraños paisajes vistos, uno de esos hombres que parecen templados en el valor, habló por vez primera.

—Usted dice, comandante, que tuvo miedo, y yo no lo creo. Usted se engaña con respecto á la palabra y con respecto á la sensación que experimentó. Un hombre enérgico no siente nunca miedo ante un peligro inmediato. Se siente emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es cosa muy distinta.

El comandante replicó riendo:

—¡Diablo! Yo le aseguro que tuve miedo y mucho miedo.

Entonces el hombre de bronceada tez, repuso con voz lenta:


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Pecio

Guy de Maupassant


Cuento


Ayer estábamos á 31 de diciembre.

Y acababa de almorzar con mi antiguo amigo Jorge Guerín, cuando el criado le entregó una carta cuyo sobre estaba casi completamente cubierto de sellos extranjeros.

Jorge me dijo:

—¿Permites?

—Faltaría más.

Y leyó ocho páginas escritas con letra grande, letra inglesa, que las cruzaban en todos sentidos. Y las leía lentamente, con la formal atención y con el interés con que se hacen las cosas que nos llegan al alma.

Cuando hubo terminado, dejó la carta encima de la chimenea y dijo:

—Ésa es una historia rara, una historia sentimental que nunca te he contado y cuyo protagonista fuí yo. ¡Rarísimo día de año nuevo el del año aquél! Y hace ya veinte años... pues entonces tenía treinta, y ya tengo cincuenta.

Era inspector de la compañía de seguros marítimos que hoy dirijo, y me disponía á pasar el día primero de enero en París, pues es cosa convenida que ese día ha de ser de gran fiesta para todos, cuando recibí una carta del director en la que me ordenaba saliese sin pérdida de momento para la isla de Ré, donde había naufragado un buque de Saint-Nazaire, de tres palos, que nosotros habíamos asegurado. Eran las ocho de la mañana; llegué á las oficinas de la compañía á las diez, con objeto de recibir instrucciones, y la misma noche tomaba el expreso que al día siguiente, 31 de diciembre, tenía que dejarme en la Rochela.


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Publicado el 5 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

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