Textos más populares esta semana de Guy de Maupassant publicados por Edu Robsy | pág. 7

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autor: Guy de Maupassant editor: Edu Robsy


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La Dote

Guy de Maupassant


Cuento


A nadie causó sorpresa la boda de Simón Lebrumet, notario, con Juanita Cordier. El señor Lebrumet hacía gestiones con el señor Papillon para que le traspasara la notaría. Claro que necesitaba dinero; y la señorita Cordier tenía una dote de trescientos mil francos, disponibles en billetes de Banco y en títulos al portador.

Lebrumet era bien parecido, agradable, gracioso; todo lo gracioso que puede ser un notario, pero gracioso a su manera, cosa extraña en Boutigny-le-Revours.

La señorita Cordier tenía la frescura y el atractivo de los pocos años; frescura un poco basta, campesina, y atractivo provinciano; pero, en conjunto, era una bonita muchacha, bastante apetecible.

La ceremonia del casamiento puso en conmoción a todo Boutigny.

Fueron muy admirados los novios cuando al salir de la iglesia iban a ocultar su dicha bajo el techo conyugal, decididos a irse luego algunos días a París, después de saborear las dulzuras del matrimonio en el retiro de su casa.

Y los primeros aleteos de su amor fueron verdaderamente seductores, porque Lebrumet supo tratar a su esposa con una delicadeza, una ternura y un acierto incomparables. Era su divisa: "Todo llega para quien sabe aguardar". Supo, al mismo tiempo, ser prudente y decidido. Así triunfó en toda la línea, consiguiendo en menos de una semana que su esposa lo adorase.

Juana ya no sabía vivir sin él; no se apartaba de su lado un solo instante, agradeciéndole sus caricias. Él se la hubiera comido a besos; le sobaba las manos, la barbilla, la nariz... Ella, sentada sobre sus rodillas, lo cogía por las orejas, diciéndole:

—Abre la boca y cierra los ojos.

Simón abría la boca, satisfecho, entornaba los párpados y recibía un beso dulce, sabroso, largo, que le cosquilleaba en todo el cuerpo.

Les faltaban ojos, manos, boca, tiempo; les faltaba todo para realizar las múltiples caricias que imaginaban.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señorita Perla

Guy de Maupassant


Cuento


I

Que extraordinaria idea había tenido, realmente, esa noche, de elegir por reina a la Señorita Perla. Voy todos los años a celebrar Noche de Reyes a la casa de mi viejo amigo Chantal. Mi padre que era su camarada más íntimo me llevaba allá cuando yo era un niño. He continuado y continuaré sin duda mientras yo viva y en tanto exista un Chantal en este mundo.

Los Chantal, por lo demás, llevan una existencia peculiar; viven en París como si vivieran en Grasse, Evetot, o Pont-un-Mousson.

Son dueños de una casa con jardín junto al observatorio. Viven allí como si estuvieran en provincia. De París, del verdadero París, no saben nada, no sospechan nada; ¡ellos están lejos, muy lejos!. De vez en cuando, sin embargo, hacen un viaje, un largo viaje. La señora Chantal va a las grandes provisiones, como se dice en familia. He aquí como se hace el gran aprovisionamiento.

La señorita Perla que tiene las llaves del armario de la cocina (porque los armarios de la ropa blanca son administrados por la propia Señora dueña de casa), verifica si el azúcar está a punto de terminarse, si las conservas se han agotado y que no queda gran cosa en el fondo de la bolsa de café.

Así en guardia contra la hambruna, la Señora Chantal pasa la inspección a lo que queda, tomando notas en una libreta. Luego que ha anotado muchos números, se entrega, en primer lugar a largos cálculos y a continuación mantiene largas discusiones con la Señorita Perla. Finalmente, sin embargo, se ponen de acuerdo y fijan la cantidad de cada cosa que se aprovisionarán para tres meses: azúcar, arroz, ciruelas, café, mermeladas, latas de arvejitas, de porotos, de mariscos, de pescado ahumado o salado, etc.

Después de lo cuál se fija el día de compras, van en un coche, un coche de dos pisos, a una gran tienda de comestibles al otro lado del río en los barrios nuevos.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Dos Amigos

Guy de Maupassant


Cuento


En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.

Mientras se paseaba tristemente una clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del río.

Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y después llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.

Todos los domingos encontraba allí a un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se habían hecho amigos.

Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.

En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage respondía: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para comprenderse y estimarse.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Ardid

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía:

—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre de Marte

Guy de Maupassant


Cuento


Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:

—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.

—Hágalo entrar.

De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.

Balbuceó:

—Le pido perdón, señor.

Se sentó y continuó:

—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted... que usted... En fin, me he armado de valor... pero verdaderamente... ya no me atrevo.

—Atrévase pues, Señor.

—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.

—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.

—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.

—Y bien, señor, adelante.

—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, de sus placeres, de su vida, en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie! ¡Oh! ¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Mano

Guy de Maupassant


Cuento


Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint—Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.

El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.

Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.

Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: —Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.

El magistrado se dio la vuelta hacia ella: —Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables que lo rodean.

Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.

Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: —¡Oh! Cuéntenoslo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Armario

Guy de Maupassant


Cuento


Hablábamos de mujeres galantes, la eterna conversación de los hombres.

Uno dijo:

 Y era como sigue:

Un anochecer de invierno se apoderó de mí un abandono perturbador; uno de los terribles abandonos que dominan cuerpo y alma de cuando en cuando. Estaba solo, y comprendí que me amenazaba una crisis de tristeza, esas  tristezas lánguidas que pueden  conducirnos al suicidio.

Me puse un abrigo y salí a la calle. Una lluvia menuda me calaba la ropa, helándome los huesos. En los cafés no había gente. Y ¿adónde ir? ¿Dónde pasar dos horas? Me decidí a entrar en Folies—Bergére, divertido mercado carnal. Había escaso público; los hombres vulgares, y las mujeres, las mismas de siempre, las miserables mozas desapacibles, fatigadas, con esa expresión de imbécil desdén que muestran todas, no sé por qué.

De pronto descubrí entre aquellas pobres criaturas despreciables a una joven fresca, linda, provocadora. La detuve y brutalmente, sin reflexionar, ajusté con ella el precio de la noche. Yo no quería volver a mi casa.

Y la seguí. Vivía en la calle de los Mártires. La escalera estaba oscura. Subí despacio, encendiendo cerillas. Ella se detuvo en el cuarto piso,  y cuando entramos en su habitación, echando el cerrojo de su puerta, me preguntó:

—¿Piensas quedarte aquí hasta mañana?

—Eso me propongo; eso convinimos.

—Bien, mi vida, lo pregunté por curiosidad. Aguárdame un minuto que enseguida vuelvo.

Y me dejó a oscuras. Oí cerrar dos puertas; luego me pareció que aquella mujer hablaba con alguien. Quedé sorprendido, inquieto. La idea de un chulo me turbó, aun cuando tengo bastante fuerza para defenderme.

«Veremos lo que sucede», pensé.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Bigote

Guy de Maupassant


Cuento


Una dama de la nobleza, hace toda una apología del bigote, argumentando las excelencias de este cúmulo de pelos sobre el labio, en las actitudes galantes, amorosas y viriles de los hombres de Francia.


Castillo de Solles, lunes 30 de julio de 1883.

Querida Lucía, nada nuevo. Vivimos en el salón viendo como cae la lluvia. No se puede salir con este tiempo horroroso; entonces hacemos teatro. Que estúpidas son, querida, las obras de teatro del repertorio actual. Todo es forzado, todo es grosero, pesado. Las bromas impactan como las balas de cañón, rompiéndolo todo. Ni rastro de espíritu, de naturalidad, ningún humor, ninguna elegancia. Estos literatos por cierto no saben nada del mundo. Ignoran por completo como pensamos y como hablamos nosotros. Tolero perfectamente que desprecien nuestras costumbres, nuestras convenciones y nuestros modales, pero no les permito en absoluto que no los conozcan. Para ser finos, hacen juegos de palabras que podrían servir para alegrar un cuartel militar; para ser joviales nos sirven un ingenio que han debido cosechar en las alturas del bulevar exterior, en esas cervecerías llenas de artistas en las que se repiten, desde hace cincuenta años, las mismas paradojas de estudiante.

En fin, hacemos teatro. Como sólo somos dos mujeres, mi marido desempeña los papeles de doncella, y para ello se afeitó. No te imaginas, querida Lucía, que cambiado está, ya no lo reconozco... ni de día ni de noche. Si no dejase crecer enseguida su bigote creo que le sería infiel, de tanto que me disgusta así.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Confesión

Guy de Maupassant


Cuento


Todo Véziers-le-Réthel había asistido al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se grabaron en la memoria de todos: «¡Era un modelo de honradez!»

Modelo de honradez lo había sido en todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios, en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás había tendido la mano sin que pareciera una especie de bendición.

Dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más encopetadas damas de Véziers.

Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.

En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta voluntad.

Fue el señor Poirel de la Voulte quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:

 

Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Repartidor de Agua Bendita

Guy de Maupassant


Cuento


En otros tiempos vivía a la entrada del pueblo, en una casita al lado de una gran carretera. Se había establecido como carretero después de su matrimonio con la hija de un granjero de la comarca, como ambos trabajaban duro, llegaron a amasar una pequeña fortuna. Lo único que les apesadumbraba era no tener hijos. Por fin tuvieron uno al que llamaron Jean a quien acariciaban constantemente, arropándolo con su amor, amándolo con tal ternura que no podían pasar una hora sin verlo.

Cuando Jean tenía cinco años, pasaron por la región unos saltimbanquis que montaron sus barracas en la plaza del ayuntamiento.

Él, que los había visto, se escapó de casa, y su padre, después de haberlo buscado durante bastante tiempo, lo encontró lanzando grandes risotadas, sentado en las rodillas de un viejo payaso, entre las cabras sabias y los perros acróbatas.

Tres días más tarde, a la hora de la cena, justo en el momento de sentarse a la mesa, el carretero y su mujer se dieron cuenta de que su hijo no estaba en casa. Lo buscaron por el jardín y, como no lo encontraron, el padre, se puso al borde de la carretera y gritó con todas sus fuerzas: "¿Jean?" —La noche se echaba encima; el horizonte se llenaba de una bruma oscura que empujaba los objetos hacia una lejanía tenebrosa y amedrentadora. Muy cerca de allí, tres grandes pinos parecían llorar. Nadie respondía; pero parecía como si en el aire se percibieran unos gemidos confusos. El padre los escuchó durante largo tiempo siempre queriendo creer que se oía algo, unas veces a su derecha, otras a su izquierda, y como si hubiera perdido la cabeza, se sumergía en la noche llamando sin cesar: "¿Jean?" "¿Jean?"

Así dio vueltas toda la noche, llenando con sus gritos las tinieblas, espantando a los animales vagabundos, asolado por una terrible angustia y creyendo enloquecer por momentos. Su mujer se quedó llorando, sentada en el quicio de la puerta, hasta el amanecer.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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