Textos más populares este mes de Guy de Maupassant etiquetados como Cuento | pág. 5

Mostrando 41 a 50 de 168 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Guy de Maupassant etiqueta: Cuento


34567

La Confesión

Guy de Maupassant


Cuento


Todo Véziers-le-Réthel había asistido al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se grabaron en la memoria de todos: «¡Era un modelo de honradez!»

Modelo de honradez lo había sido en todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios, en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás había tendido la mano sin que pareciera una especie de bendición.

Dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más encopetadas damas de Véziers.

Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.

En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta voluntad.

Fue el señor Poirel de la Voulte quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:

 

Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 109 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señora Baptiste

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando entré en la sala de espera de la estación de Loubain, mi primera mirada fue para el reloj. Tenía que esperar el expreso para París dos horas y diez minutos. Me sentía cansado como si hubiera recorrido diez leguas a pie; miré a mi alrededor como para descubrir en las paredes alguna forma de matar el tiempo; luego volví a salir y me senté delante de la puerta de la estación con el espíritu preocupado por el deseo de inventar algo que hacer. La calle, una especie de bulevar plantado de flacas acacias, entre dos filas de casas desiguales y diferentes, casas de ciudad pequeña, subía hacia una especie de colina; y al final se veían árboles como si terminara en un parque. De vez en cuando un gato cruzaba, saltando los arroyos de manera delicada. Un perro pequeño apresurado olfateaba el pie de todos los árboles, buscando restos de comida. No veía a ninguna persona.

Un melancólico desaliento me invadió. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Ya estaba pensando en la interminable e inevitable sesión en el pequeño café del ferrocarril, ante una caña imbebible, y el ilegible periódico del lugar, cuando divisé un cortejo fúnebre que salía de una calle lateral para tomar aquélla en la que yo me encontraba. Pero pronto mi atención aumentó. El muerto solamente iba acompañado de ocho hombres, uno de los cuales lloraba. Los otros charlaban amigablemente. No lo acompañaba ningún sacerdote. Pensé: «Es un entierro civil»; luego consideré que una ciudad como Loubain debía contener al menos un centenar de librepensadores que habrían considerado como un deber manifestarse y asistir. Entonces ¿qué? La marcha rápida del cortejo decía bien a las claras, no obstante, que se enterraba a ese difunto sin ceremonia, y por consiguiente, sin religión.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 77 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Pequeña Roque

Guy de Maupassant


Cuento


I

El cartero Mederic Rompel, al que todo el mundo en el pueblo llamaba familiarmente Mederi, salió a la hora de siempre de la casa de Correos de Rouy—le—Tors. Después de cruzar la pequeña población al paso largo de soldado veterano, tiró a campo traviesa por las praderas de Villaumes para alcanzar la orilla del río Brindille y llegar, siguiendo el curso de sus aguas, a la aldea de Corvelin, en la que daba comienzo su reparto de correspondencia.

Caminaba de prisa a lo largo del cauce angosto del río que, entre espumas, hervores y rezongos, corría por su lecho tapizado de hierbas, bajo una bóveda de sauces. Las peñas que entorpecían su carrera quedaban circundadas como de una collera de agua, de una especie de corbata rematada por un nudo de espuma. En algunos sitios se formaban cascadas de un pie de altura, invisibles a veces, que levantaban un ruido sordo y suave por debajo del follaje, de las plantas trepadoras, del techo de verdura; conforme avanzaba el río, se ensanchaban sus orillas, formándose un pequeño lago apacible en el que nadaban las truchas por entre la verde cabellera que ondula en el fondo de los arroyos de corriente sosegada.

Mederic seguía su camino sin ojos para nada, sin otro pensamiento que éste: "Mi primera carta es para la casa Poivrón, y ya que llevo otra para el señor Renardet, tengo, pues, que atravesar el oquedal!"

Su blusa azul, ceñida a la cintura con una correa, cruzaba con marcha regular y rápida sobre el fondo de la verde hilera de sauces, y la gruesa vara de acebo que le servía de bastón avanzaba a su lado al mismo ritmo que sus piernas.

Pasó el Brindille por un puente, que consistía en un único tronco de árbol que llegaba de una orilla a otra sin más barandilla que una cuerda amarrada a dos pilotes clavados en ambas márgenes.


Información texto

Protegido por copyright
41 págs. / 1 hora, 13 minutos / 233 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Señora Hermet

Guy de Maupassant


Cuento


Los locos me atraen. Esas personas viven en un país misterioso de sueños extraños, en la nube impenetrable de la demencia en la que todo lo que han visto sobre la tierra, todo lo que han amado, todo lo que han hecho vuelve a empezar para ellos en una existencia imaginada fuera de todas las leyes que gobiernan y rigen el pensamiento humano.

Para ellos ya no existe lo imposible, lo inverosímil desaparece, lo fantástico se hace constante y lo sobrenatural habitual. Esa vieja barrera, la lógica; esa vieja muralla, la razón; esa vieja rampa de las ideas, el sentido común; se rompen, se derrumban, se vienen abajo ante su imaginación dejada en libertad, escapada en el país ilimitado de la fantasía, que va dando saltos fabulosos sin que nada la detenga. Para ellos todo ocurre y todo puede ocurrir. No hacen esfuerzos por vencer los acontecimientos, para domar las resistencias o derribar los obstáculos. ¡Basta un capricho de su voluntad ilusoria para que sean príncipes, emperadores o dioses, para que posean todas las riquezas del mundo, todas las cosas sabrosas de la vida, para que gocen de todos los placeres, para que sean siempre fuertes, siempre bellos, siempre jóvenes, siempre amados! Ellos son los únicos que pueden ser felices sobre la tierra, pues para ellos la Realidad ya no existe. Me gusta inclinarme sobre su espíritu vagabundo como se inclina uno sobre un abismo en cuyo fondo borbotea un torrente desconocido, que viene no de sabe de dónde y va no se sabe adónde.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 43 visitas.

Publicado el 14 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Hijo

Guy de Maupassant


Cuento


La alegre primavera derramaba vida en el jardín lleno de flores por el que se paseaban los dos antiguos amigos, senador el uno, miembro de la Academia Francesa el otro.

Ambos eran personas serias, muy lógicos en el discurrir, pero solemnes, como gente de nota y de fama.

Empezaron charlando de política, y dijo cada cual lo que pensaba; no era aquélla una cuestión de ideas, sino de hombres, porque en política tiene más importancia la personalidad que la razón. Removieron luego ciertos recuerdos personales, y después se callaron, siguiendo emparejados su paseo. La tibieza del aire empezaba a enervarlos.

Un gran encañado de alhelíes exhalaba sus aromas dulzones y suaves; flores de toda especie y matiz perfumaban la brisa, y un cítiso cargado de amarillos racimos de flores desparramaba a todos los vientos su tenue polvillo, vapor de oro que trascendía a miel y que llevaba por el espacio sus gérmenes embalsamados, como los polvos que preparan los perfumistas llevan la caricia de sus aromas.

El senador se detuvo para aspirar la nube fecundante y se quedó contemplando aquel árbol, que parecía un sol en todo su esplendor amoroso, desde el que alzaban el vuelo los gérmenes. Y dijo:

—¡Y pensar que estos átomos imperceptibles, de olor tan agradable, harán estremecerse a cien leguas de aquí la fibra y la savia de árboles hembras y producirán plantas con raíces, que se desarrollarán de un germen igual que nosotros; que tendrán una existencia limitada, como nosotros, y que dejarán un día su puesto a otros de su misma esencia, del mismo modo que lo hacemos nosotros

Y agregó el señor senador, sin moverse de junto al cítiso radiante, cuyos vivificadores perfumes se desprendían a cada estremecimiento del aire que lo rodeaba:


Información texto

Protegido por copyright
11 págs. / 19 minutos / 77 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Viuda

Guy de Maupassant


Cuento


Ocurrió el suceso, durante la época de caza, en el Castillo de Banneville. El otoño era lluvioso y triste; las hojas secas, en vez de crujir bajo los pies, se pudrían en las rodadas de los caminos empapadas por los aguaceros.

Casi desnudo ya de hojas, el bosque desprendía humedad como una sala de baños. Al penetrar en él, se sentía bajo los árboles, azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra mojada, y los cazadores, abrumados por aquella inundación continua; los perros, macilentos, con el rabo entre las patas y el pelo pegado sobre los lomos, y las jóvenes cazadoras, con los vestidos calados por la lluvia, regresaban todas las tardes, fatigadas de cuerpo y alma.

Después de comer, en el gran salón jugaban a la lotería, displicentes y sin animación, mientras el viento empujaba con violencia los postigos y hacia girar las veletas como un trompo. Quisieron entretenerse narrando cuentos, como dicen las novelas que se hace; pero a ninguno se le ocurrió nada que distrajera. Los cazadores explicaban aventuras a escopetazos, matanzas de conejos, y las mujeres se quebraban la cabeza sin hallar algo semejante a la imaginación de Scheherazada.

Se disponían a buscar otra diversión, cuando una muchacha, jugando distraídamente con la mano de una tía suya, vieja solterona, tropezó en una sortija hecha con cabellos rubios, que había visto ya otras veces sin que fijara su atención, y haciéndola girar en el dedo, preguntó:

—Dime, tía: ¿qué significa esto? Parece pelo de niño.

La señorita se ruborizó, luego palideció y dijo al fin con voz temblorosa:

—Es una historia tan triste, tan triste, que jamás quiero referirla, porque originó la desgracia de toda una vida. Entonces era yo muy joven, pero me ha quedado un recuerdo tan doloroso, que aún me hace llorar.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 108 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Un Ardid

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía:

—No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El médico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro de que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada. Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros. En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas que los hombres a aturdirse, a perder la cabeza.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 115 visitas.

Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Guarda

Guy de Maupassant


Cuento


Después de comer se referían aventuras y accidentes de caza.

Un antiguo amigo nuestro, el señor Bonface, gran bebedor de vino, hombre robusto y alegre, ingenioso como pocos, de buen sentido y filosofía irónica y resignada, se distinguía siempre por sus bromas mordaces y nunca por sus tristezas. Y de pronto dijo:

—Yo sé una historia de caza, ó mejor dicho, un drama de caza bastante extraordinario. No se parece á ninguno de los ya contados, y yo mismo no me he atrevido nunca á contarlo por temor á que no interesase. Y todo, porque no es simpático; ¿comprenden ustedes? Quiero decir que carece de ese interés que apasiona, encanta ó emociona agradablemente.

Pero en fin, vamos al caso.

Entonces tenía treinta y cinco años, y mi mayor encanto era la caza. Bastante lejos, en los alrededores de Junquières, poseía unas tierras en cuyos bosques de pinos abundaban las liebres y los conejos. Y en ellas pasaba cuatro ó cinco días al año, yo solo, pues lo primitivo de la instalación no me permitía invitar á ningún amigo.

Un gendarme retirado, hombre honradísimo, violento, severo, terrible para los cazadores furtivos y que no conocía el miedo, me servía de guarda. Vivía solo, lejos de la aldea, en una casita pequeña, más bien una choza, que se componía de dos habitaciones en la planta baja, la cocina y el cillero, y otras dos arriba. Una de ellas, especie de jaula únicamente lo bastante grande para contener una cama, un armario y una silla, me estaba reservada.

La otra la ocupaba Cavalier, pero al decir que vivía solo he dicho mal: con él vivía un sobrino suyo, un ganapán de catorce años que iba á la compra á la aldea, distante tres kilómetros de allí, y que ayudaba al viejo en sus cotidianas tareas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
7 págs. / 12 minutos / 29 visitas.

Publicado el 4 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Horla

Guy de Maupassant


Cuento


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


Información texto

Protegido por copyright
27 págs. / 47 minutos / 145 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Aparición

Guy de Maupassant


Cuento




Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue de Grenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que era verdadera.

Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en la chimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:

Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuenta y seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel día me ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diez minutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempre en mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos que distingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco de huir. Por las noches tengo miedo.

¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentos puedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante los peligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.

Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tan horrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en ese fondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidades inconfesables que tenemos en nuestra existencia.

Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menos que yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo que quieran. He aquí los hechos desnudos.

Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.


Información texto

Protegido por copyright
7 págs. / 13 minutos / 316 visitas.

Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

34567