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autor: Guy de Maupassant etiqueta: Cuento


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Arrepentimiento

Guy de Maupassant


Cuento


I

El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante solo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!

Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la universidad. Luego, la muerte de su padre.

Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera solo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Ermitaño

Guy de Maupassant


Cuento


Algunos amigos habíamos ido a visitar al viejo ermitaño que vivía en el túmulo de un antiguo sepulcro cubierto de árboles, en el centro de la inmensa llanura que se extiende desde Cannes a la Napoule.

Regresamos hablando de estos extraños solitarios laicos, que fueron muy numerosos en otros tiempos, pero cuya raza va hoy desapareciendo. Nos esforzábamos por hallar las causas morales, y por determinar la índole de los desengaños que lanzaban en aquellas épocas a los hombres hacia las soledades.

Uno del grupo exclamó de pronto:

—Dos ermitaños he conocido: un hombre y una mujer. Esta última debe vivir todavía. Habitaba, hace cinco años, en unas ruinas situadas en la cumbre de una montaña completamente desierta de las costas de Córcega, a quince o veinte kilómetros de distancia de la casa más próxima. Vivía allí en compañía de una criada; fui a verla. No había la menor duda de que se trataba de una mujer distinguida, que había pertenecido a la buena sociedad. Me acogió con mucha cortesía, y hasta con cordialidad, pero nada conseguí saber de ella, y nada pude adivinar tampoco.

Por lo que al hombre respecta, les voy a contar su siniestra aventura.

Vuélvanse ustedes a este lado. Vean allá lejos aquel monte puntiagudo y cubierto de bosque que se destaca, aislado, detrás de la Napoule, por delante de las cumbres del Esterel; la gente del país lo conoce con el nombre de monte de las Serpientes. Allí vivía el solitario de mi historia, hará unos doce años, entre los muros de un pequeño templo antiguo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Noche

Guy de Maupassant


Cuento


Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos.

Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Collar

Guy de Maupassant


Cuento


Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.

Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.

La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Suicidas

Guy de Maupassant


Cuento


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:

"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Horla

Guy de Maupassant


Cuento


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Estratagema

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía: —No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El medico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor, sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada.

Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros.

En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas a aturdirse, a perder la cabeza que los hombres.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Mano Disecada

Guy de Maupassant


Cuento


Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:

—¿A que no adivinan de dónde vengo? —exclamó en seguida.

—Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.

—¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.

—Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo —contesta un tercero.

—No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.

Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Diario de un Viajero

Guy de Maupassant


Cuento


Las siete. Un pitido y partimos. El tren pasa sobre las plataformas giratorias, con el ruido que hacen las tormentas en el teatro; después se adentra en la noche jadeando, soplando su vapor, iluminando con sus reflejos rojos los muros, setos, bosques y campos.

Somos seis, tres en cada asiento, bajo la luz del quinqué. Frente a mí una rolliza señora con un rechoncho señor, un viejo matrimonio. Un jorobado está en la esquina izquierda. A mi lado, un joven matrimonio, o al menos una joven pareja. ¿Casados? La joven es hermosa, parece modesta, pero está demasiado perfumada. ¿Qué perfume es éste? Lo conozco pero no lo determino. ¡Ah! Ya caigo. Piel de España. Esto no dice nada. Esperamos.

La gruesa señora mira fijamente a la joven con un aire de hostilidad que me da que pensar. El grueso señor cierra los ojos. ¡Ya! El jorobado se enrolla como un ovillo. Ya no veo dónde están sus piernas. No percibimos nada más que su mirada brillante bajo un gorro griego con borla roja. Después se sumerge en su manta de viaje. Se diría que es un paquetito arrojado sobre el asiento.

Únicamente la vieja señora permanece despierta, suspicaz, recelosa, como un guardián encargado de vigilar el orden y la moralidad del vagón.

Los jóvenes permanecen inmóviles, las rodillas envueltas en el mismo chal, los ojos abiertos, sin hablar. ¿Están casados?

Yo finjo dormir pero estoy al acecho.

Las nueve. La señora gruesa va a sucumbir; cierra los ojos una vez tras otra, inclina la cabeza hacia el pecho y vuelve a levantarla bruscamente. Ya está. Duerme.

¡Oh sueño, misterio ridículo que confiere al rostro los aspectos más grotescos, tú eres la revelación de la fealdad humana. Tú haces aparecer todos los defectos, las deformidades y las taras! Tú haces que cada rostro tocado por ti se transforme rápidamente en una caricatura.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Sepulcrales

Guy de Maupassant


Cuento


Estaban acabando de cenar. Eran cinco amigos, ya maduros, todos hombres de mundo y ricos; tres de ellos, casados, y los otros dos solteros. Se reunían así todos los meses, en recuerdo de sus tiempos mozos y, acabada la cena, permanecían conversando hasta las dos de la madrugada. Seguían manteniendo amistad íntima, les agradaba verse juntos y eran tal vez aquellas veladas las más felices de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que al hombre de París interesa y divierte. Al estilo de los salones de entonces, hacían de viva voz un repaso de lo leído en los diarios de la mañana.

Uno de los más alegres entre los cinco era José de Bardón, soltero, quien sólo pensaba en vivir de la manera más caprichosa la vida parisiense. No era un libertino, ni un depravado; más bien era versátil, el calaverón todavía joven, porque apenas alcanzaba los cuarenta. Hombre de mundo, en el más amplio y benévolo sentido que se puede asignar al vocablo, estaba dotado de mucho ingenio, aunque no de gran profundidad; enterado de muchas cosas, no llegaba por eso a ser un verdadero erudito; rápido en el comprender, pero sin verdadero dominio de las materias, convertía sus observaciones y aventuras, cuanto veía, se encontraba o descubría, en episodios de novela a un tiempo cómica y filosófica, y en comentarios humorísticos que le daban en la capital fama de hombre inteligente.

Le correspondía en aquellas cenas el papel de orador. Se daba por descontado que siempre contaría algún lance, y él llevaba su cuento preparado. No aguardó, para entrar en materia, a que se lo pidiesen.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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