Textos más populares esta semana de Guy de Maupassant publicados el 8 de junio de 2016 | pág. 2

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autor: Guy de Maupassant fecha: 08-06-2016


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El Diablo

Guy de Maupassant


Cuento


El campesino permanecía de pie frente al médico, ante el lecho de la moribunda. La anciana, tranquila, resignada, miraba a los dos hombres y los escuchaba hablar. Iba a morir, pero no se sublevaba, su tiempo había concluido ya, tenía noventa y dos años. Por la ventana y la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, arrojaba su llama cálida sobre el suelo de tierra oscura, giboso y pisoteado por los zuecos de cuatro generaciones de rústicos. Los olores del campo entraban también, empujados por la brisa ardiente, olores de hierbas, de trigos, de hojas quemadas por el calor de mediodía. Los saltamontes se desgañitaban, llenaban el campo con el chasquido claro, similar al ruido de los grillos del bosque que se les venden a los niños en las ferias

El médico, levantando la voz, decía: «Honoré, usted no puede dejar a su madre sola en este estado. ¡Va a morir de un momento a otro!» Y el campesino, desolado, repetía: «Es que necesito recoger el trigo; ya lleva demasiado tiempo en tierra. El tiempo es bueno, justamente. ¿Qué dices tú, madre?» Y la vieja moribunda, torturada aún por la avaricia normanda, decía «sí» con los ojos y la frente, animando a su hijo a que recogiera el trigo y la dejara morir completamente sola. Pero el médico se enfadó y, dando un zapatazo en el suelo, dijo: «Usted no es más que un bruto ¿entiende? Y no le permitiré que haga eso ¿entiende? Y, si usted necesita recoger su trigo hoy mismo, vaya a buscar a la Rapet, ¡pardiez! y encárguele que cuide a su madre. Es mi deseo, ¿entiende? Y si no me obedece, lo dejaré morirse como un perro cuando usted, a su vez, esté enfermo ¿entiende?»

El campesino, un hombre alto y delgado, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, murmuraba: «¿Cuánto cobra la Rapet por una guardia?»


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Encuentro

Guy de Maupassant


Cuento


Los encuentros constituyen el encanto de los viajes. ¿Quién no siente alegría de un encuentro inesperado, en mil lugares del país, con un parisino, un compañero de colegio, un vecino del campo? ¿Quién no ha pasado la noche con los ojos abiertos, en la incómoda diligencia que discurre por unas comarcas donde el vapor es todavía ignorado, al lado de una muchacha desconocida, entrevista solamente a la débil luz de la lámpara, desde que ella sube al coche ante la puerta de una blanca casa de un pueblo?. Y a la mañana siguiente, cuando el espíritu y los oídos están entumecidos del continuo tintineo de los cascabeles y de la estruendosa vibración de los cristales, qué encantadora sensación al ver la belleza de nuestro lado desgreñada, abrir los ojos y examinar a su vecino; poder ofrecerle mil servicios y escuchar su historia que ella siempre narra cuando se encuentra bien. Y cómo uno se extasía también sin ningún sentido, al verla descender ante la barrera de una casa de campo. Parece captarse en sus ojos, cuando esta amiga de dos horas nos dice adiós para siempre, un atisbo de emoción, de nostalgia, ¿quién sabe?... Y aquél buen recuerdo se conserva hasta la vejez en esos frágiles recuerdos de los viajes.

Al sur, al sur, todo el extremo de Francia, es un país desierto, pero desierto como las soledades americanas, ignorado por los viajeros, inexplorado, separado del mundo por unas cadenas montañosas en las que están asiladas unas aldeas a los márgenes de un gran río, El Argens, al que ningún puente atraviesa. Toda esta comarca de montaña, es conocida bajo el nombre de "macizo de los Maures". Su verdadera capital es Saint Tropez, ubicada en el extremo de esta tierra perdida, al borde del golfo de Grimaud, en la más bella de las costas de Francia.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Burro

Guy de Maupassant


Cuento


En la espesa niebla dormida encima del río no calaba el más leve soplo de aire. Parecía una nube de algodón mate posada sobre el agua. Ni siquiera se distinguían las orillas, envueltas en vapores de formas raras que tenían perfiles de montañas. Pero al empezar a alborear fue descubriéndose a la vista la colina. Al pie de la misma, a los nacientes resplandores de la aurora, fueron apareciendo poco a poco las grandes manchas blancas de las casas revocadas de yeso. Cantaban los gallos en los gallineros.

A lo lejos, en la otra orilla del río sepultada en la bruma, delante mismo de La Frette, ruidos ligeros turbaban de cuando en cuando el profundo silencio del cielo sin brisa. Se oía a veces un confuso palmoteo, como de una lancha que avanzase con cuidado; otras, un golpe seco, como de un remo que chocase en la borda, y otras, un ruido como de objeto blando que cayese al agua. Y de pronto, el silencio.

De cuando en cuando, unas palabras dichas en voz baja, sin que se pudiese precisar el sitio, quizá muy lejos, quizá muy cerca, perdidas en las brumas opacas, nacidas tal vez en la tierra, tal vez en el río, se deslizaban tímidas, pasaban como esos pájaros salvajes que han dormido entre los juncos y levantan el vuelo con las primeras claridades del día para seguir huyendo, para huir siempre; se los distingue un segundo, cuando atraviesan de parte a parte la bruma, lanzando un grito suave y tímido que despierta a sus hermanos a lo largo de las riberas.

De pronto, cerca de la orilla, al lado del pueblo, se perfiló sobre el agua una sombra, borrosa al principio, pero que fue agrandándose, dibujándose. Saliendo de la cortina nebulosa que envolvía el río, una embarcación de fondo plano, tripulada por dos hombres, atracó en la orilla cubierta de hierba.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Dote

Guy de Maupassant


Cuento


A nadie causó sorpresa la boda de Simón Lebrumet, notario, con Juanita Cordier. El señor Lebrumet hacía gestiones con el señor Papillon para que le traspasara la notaría. Claro que necesitaba dinero; y la señorita Cordier tenía una dote de trescientos mil francos, disponibles en billetes de Banco y en títulos al portador.

Lebrumet era bien parecido, agradable, gracioso; todo lo gracioso que puede ser un notario, pero gracioso a su manera, cosa extraña en Boutigny-le-Revours.

La señorita Cordier tenía la frescura y el atractivo de los pocos años; frescura un poco basta, campesina, y atractivo provinciano; pero, en conjunto, era una bonita muchacha, bastante apetecible.

La ceremonia del casamiento puso en conmoción a todo Boutigny.

Fueron muy admirados los novios cuando al salir de la iglesia iban a ocultar su dicha bajo el techo conyugal, decididos a irse luego algunos días a París, después de saborear las dulzuras del matrimonio en el retiro de su casa.

Y los primeros aleteos de su amor fueron verdaderamente seductores, porque Lebrumet supo tratar a su esposa con una delicadeza, una ternura y un acierto incomparables. Era su divisa: "Todo llega para quien sabe aguardar". Supo, al mismo tiempo, ser prudente y decidido. Así triunfó en toda la línea, consiguiendo en menos de una semana que su esposa lo adorase.

Juana ya no sabía vivir sin él; no se apartaba de su lado un solo instante, agradeciéndole sus caricias. Él se la hubiera comido a besos; le sobaba las manos, la barbilla, la nariz... Ella, sentada sobre sus rodillas, lo cogía por las orejas, diciéndole:

—Abre la boca y cierra los ojos.

Simón abría la boca, satisfecho, entornaba los párpados y recibía un beso dulce, sabroso, largo, que le cosquilleaba en todo el cuerpo.

Les faltaban ojos, manos, boca, tiempo; les faltaba todo para realizar las múltiples caricias que imaginaban.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Hombre de Marte

Guy de Maupassant


Cuento


Estaba trabajando cuando mi criado me anunció:

—Señor, es un hombre que quiere hablar con el señor.

—Hágalo entrar.

De pronto vi a un hombrecillo que saludaba. Tenía aspecto de un enclenque maestro con gafas, cuyo cuerpo endeble no se adhería a ninguna parte de sus ropas demasiado flojas.

Balbuceó:

—Le pido perdón, señor.

Se sentó y continuó:

—Dios mío, señor, estoy demasiado turbado por las gestiones que emprendo. Pero era absolutamente necesario que yo manifestara mis inquietudes a alguien, y no había nadie más que usted... que usted... En fin, me he armado de valor... pero verdaderamente... ya no me atrevo.

—Atrévase pues, Señor.

—Verá, Señor, es que, tan pronto como empiece a hablar usted me tomará por un loco.

—Dios mío, señor, eso dependerá de lo que vaya a contarme.

—Exactamente, señor, lo que voy a decirle es raro. Pero le ruego que considere que no estoy loco, precisamente por esto, yo mismo reconozco lo inusual de mi confidencia.

—Y bien, señor, adelante.

—No señor, no estoy loco, pero tengo ese aspecto propio de los hombres que han reflexionado más que otros y que han franqueado un poco, bien poco, las barreras del pensamiento medio. Piense pues, señor, que nadie piensa en nada en este mundo. Cada uno se ocupa de sus asuntos, de su fortuna, de sus placeres, de su vida, en una palabra, o de pequeñas tonterías divertidas como el teatro, la pintura, la música o la política, la más grande de las necedades, o de cuestiones industriales. ¿Quién piensa? ¿Quién? ¡Nadie! ¡Oh! ¡Me acelero demasiado! Perdón. Vuelvo a mi asunto.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Confesión

Guy de Maupassant


Cuento


Todo Véziers-le-Réthel había asistido al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se grabaron en la memoria de todos: «¡Era un modelo de honradez!»

Modelo de honradez lo había sido en todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios, en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás había tendido la mano sin que pareciera una especie de bendición.

Dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más encopetadas damas de Véziers.

Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.

En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta voluntad.

Fue el señor Poirel de la Voulte quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:

 

Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de un Perro

Guy de Maupassant


Cuento


La prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora de Animales para colaborar en la construcción de un establecimiento para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del nudo corredizo que la administración les tiene reservado.

Los periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad.

Es mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro perdido, de un perro vulgar, sin pedigrí. Es una historia sencilla pero auténtica.

En los suburbios de París, a las orillas del Sena, vivía una familia de ricos burgueses. Poseían una elegante mansión con un gran jardín, caballos, carruajes y muchos criados.

El cochero se llamaba François. Era un individuo de origen campesino, un poco corto de inteligencia; grueso, embotado..., pero de buen corazón.

Una noche, en la que regresaba a la casa de sus amos, un perro comenzó a seguirlo. En un principio ignoró al animal, pero la obstinación de éste y el hecho de seguirlo tan de cerca, hizo que el cochero se volviese... Miraba al can intentando reconocerlo, pero no... nunca lo había visto.

Se trataba de una perra de una terrible delgadez, con enormes ubres colgantes. Trotaba detrás del hombre en un estado lamentable; la cola apretada entre las piernas y las orejas pegadas contra la cabeza.

François se detuvo. Lo mismo hizo la perra. François reanudó la marcha y la perra siguió tras él.

Deseó desprenderse de aquel esqueleto de animal y gritó:

—¡Vete... Aléjate de mí!

La perra se movió dos o tres pasos hacia atrás y se detuvo apoyándose sobre las patas traseras, pero tan pronto el cochero se volvió, ésta volvió a seguirlo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Viejo

Guy de Maupassant


Cuento


Un tibio sol de otoño se cernía sobre el patio de la hacienda, por encima de las grandes hayas de las cunetas. Bajo la hierba pelada por las vacas, la tierra, impregnada de lluvia reciente, mojada, se hundía bajo los pies produciendo un chapoteo; y los manzanos cargados de manzanas sembraban sus frutos de un verde pálido sobre el verde oscuro de los herbazales. Cuatro jóvenes terneras pacían, atadas en línea, y mugían por momentos en dirección a la casa; las aves ponían un movimiento colorido sobre el estiércol, delante del establo, y escarbaban, se removían, cacareaban, mientras que los dos gallos cantaban sin cesar, buscando gusanos para sus gallinas, a las que llamaban con un intenso cloqueo.

La barrera de madera se abrió; entró un hombre, de unos cuarenta años, pero que parecía un viejo de sesenta, arrugado, derrengado, andando con grandes pasos lentos, entorpecidos por el peso de unos grandes zuecos llenos de paja. Sus brazos, demasiado largos, le colgaban a ambos lados del cuerpo. Cuando se acercó a la casa, un perro amarillo, atado al pie de un enorme peral, junto a un barril que le servía de caseta, movió la cola, luego se puso a ladrar como muestra de alegría. El hombre gritó:

—¡Calla, Finot! —El perro se calló.

Una campesina salió de la casa. Su cuerpo huesudo, ancho y plano, se dibujaba bajo un justillo de lana que le oprimía la cintura. Una falda gris, demasiado corta, le caía hasta la mitad de las piernas, cubiertas por medias azules, y ella también llevaba zuecos llenos de paja. Un gorro blanco, que se le había puesto amarillo, cubría unos pocos cabellos pegados al cráneo, y su cara oscura, delgada, fea, sin dientes, mostraba la fisonomía salvaje y bruta que tienen con frecuencia los campesinos.

El hombre preguntó: «¿Cómo sigue?»

La mujer contestó: «El señor párroco dice que es el final, que no saldrá de esta noche.»


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Idilio

Guy de Maupassant


Cuento


El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.

Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.

El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.

El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.


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Ese Cerdo de Morin

Guy de Maupassant


Cuento


A M. Oudinot

I

—Eso, amigo mío —dije a Labarde—; ¡esas cuatro palabras que acabas de pronunciar, «ese cerdo de Morin»! ¿Por qué diablos nunca he oído hablar de Morin sin que se le tratase de cerdo?

Labarde, hoy diputado, me miró con ojos de gato asustado.

—Pero ¡cómo! ¿No sabes la historia de Morin? ¿Y tú eres de La Rochelle?

Confesé que no sabía la historia de Morin. Entonces Labarde se frotó las manos de satisfacción, y comenzó su relato.

—Tú has conocido a Morin y recuerdas su gran almacén de mercería en el muelle de La Rochelle, ¿no?

—Sí, perfectamente.

—Pues bien, en mil ochocientos sesenta y dos, o sesenta y tres, Morin fue a pasar quince días a París, un viaje de placer, o de placeres, pero con el pretexto de renovar las existencias de su comercio. Tú sabes lo que es, para un comerciante de provincias, quince días en París. Eso les enciende la sangre. Todas las noches espectáculos, roces de mujeres, una continua excitación anímica. Se vuelven locos. No ven más que bailarinas con vestidos de malla, actrices descotadas, piernas redondas, hombros soberbios, y todo esto casi al alcance de la mano, sin que se atrevan o puedan tocarlo; pues apenas si disfrutan, una o dos veces, de algunos manjares inferiores. Y se van con el corazón conmovido y el alma toda alegre, con unas ansias de besos que aún les cosquillean en los labios. Morin se hallaba en este estado cuando tomó su billete para La Rochelle en el expreso de las ocho cuarenta de la noche, y se paseaba lleno de confusos sentimientos por la gran sala de la estación de Orléans cuando se paró en seco ante una joven mujer que besaba a una anciana señora. Se había levantado el velo y Morin, maravillado, murmuró:

—¡Oh, qué mujer más guapa!


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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