Textos más cortos de Guy de Maupassant | pág. 11

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autor: Guy de Maupassant


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La Mano Disecada

Guy de Maupassant


Cuento


Un amigo mío, Luis R., tenía reunidos en su casa una noche, hará cosa de ocho meses, a varios camaradas de colegio. Bebíamos ponche y fumábamos, hablando de literatura y pintura y contando de cuando en cuando anécdotas jocosas, como es habitual en reuniones de gente joven. Se abre súbitamente la puerta y entra como un vendaval uno de mis buenos amigos de la infancia:

—¿A que no adivinan de dónde vengo? —exclamó en seguida.

—Apuesto a que vienes de Mabille —contesta uno.

—¡Caray! Vienes demasiado alegre; acabas de conseguir dinero prestado, has enterrado a un tío tuyo o has empeñado el reloj —dice otro.

—Estabas ya borracho, y como te ha dado en la nariz el ponche de Luis, has subido a su casa para emborracharte de nuevo —contesta un tercero.

—No dan en el clavo; vengo de P., en Normandía, donde he pasado ocho días, y traigo de allí a un gran criminal, amigo mío, que les voy a presentar, con su permiso.

Y diciendo y haciendo, sacó del bolsillo una mano disecada. Era una mano horrible, negra, seca, muy larga y como si estuviese crispada; los músculos, extraordinariamente poderosos, estaban sujetos, interior y exteriormente, por una tira de piel apergaminada; las uñas amarillas, estrechas, cubrían aún las extremidades de los dedos; todo aquello olía a criminal desde una legua de distancia.


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6 págs. / 11 minutos / 133 visitas.

Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

La Felicidad

Guy de Maupassant


Cuento


Era la hora del té, antes que trajeran las luces. La ciudad dominaba el mar; el sol, que acababa de ponerse, había dejado el cielo rosa a su paso, salpicado de polvo de oro; y el Mediterráneo, sin una arruga, sin un estremecimiento, todavía resplandeciente bajo el día agonizante, parecía una interminable plancha de metal pulimentado.

Lejos, a la derecha, las montañas escarpadas dibujaban su perfil negro sobre el púrpura pálido del poniente.

Se hablaba del amor, se discutía sobre este viejo tema, volviéndose a decir las cosas ya dichas tantas veces. La suave melancolía del crepúsculo hacía pesadas las palabras, produciendo un sentimiento de ternura en las almas, y aquella palabra, «amor», constantemente pronunciada, tan pronto por la voz fuerte de un hombre como por una voz femenina de timbre ligero, parecía llenar el saloncito, en el que revoloteaba como un pájaro, pesando en su atmósfera como una aparición.

¿Se puede amar durante muchos años seguidos?

—Sí —decían algunos.

—No —aseguraban otros.

Distinguían los diversos casos, establecían diferencias, se citaban ejemplos; y todos, hombres y mujeres, estaban llenos de recuerdos que les volvían y turbaban, pero que no podían citar aunque los tenían a flor de labios, y parecían emocionados, hablaban de aquel tema vulgar y soberano, del acuerdo tierno y misterioso de dos seres, con una emoción honda y un interés ardiente.

De pronto, alguien, con la mirada fija en un punto lejano, exclamó:

—¡Miren allí! ¿Qué es aquello?

Sobre el mar, en el horizonte, surgía una masa gris, enorme y confusa.

Las mujeres se levantaron y contemplaron sin comprender aquel fenómeno sorprendente que jamás habían visto.

Alguien dijo:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Mano

Guy de Maupassant


Cuento


Estaban en círculo en torno al señor Bermutier, juez de instrucción, que daba su opinión sobre el misterioso suceso de Saint—Cloud. Desde hacía un mes, aquel inexplicable crimen conmovía a París. Nadie entendía nada del asunto.

El señor Bermutier, de pie, de espaldas a la chimenea, hablaba, reunía las pruebas, discutía las distintas opiniones, pero no llegaba a ninguna conclusión.

Varias mujeres se habían levantado para acercarse y permanecían de pie, con los ojos clavados en la boca afeitada del magistrado, de donde salían las graves palabras. Se estremecían, vibraban, crispadas por su miedo curioso, por la ansiosa e insaciable necesidad de espanto que atormentaba su alma; las torturaba como el hambre.

Una de ellas, más pálida que las demás, dijo durante un silencio: —Es horrible. Esto roza lo sobrenatural. Nunca se sabrá nada.

El magistrado se dio la vuelta hacia ella: —Sí, señora es probable que no se sepa nunca nada. En cuanto a la palabra sobrenatural que acaba de emplear, no tiene nada que ver con esto. Estamos ante un crimen muy hábilmente concebido, muy hábilmente ejecutado, tan bien envuelto en misterio que no podemos despejarle de las circunstancias impenetrables que lo rodean.

Pero yo, antaño, tuve que encargarme de un suceso donde verdaderamente parecía que había algo fantástico. Por lo demás, tuvimos que abandonarlo, por falta de medios para esclarecerlo.

Varias mujeres dijeron a la vez, tan de prisa que sus voces no fueron sino una: —¡Oh! Cuéntenoslo.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

En el Agua

Guy de Maupassant


Cuento


El verano pasado alquilé una casita de campo situada á orillas del Sena, á varias leguas de París, y allí iba á dormir todas las noches. Poco tardé en entablar relaciones con uno de mis vecinos, hombre de treinta á cuarenta años, que, indudablemente, era el tipo más curioso que nunca me he echado á la cara. Era un canoero viejo, pero un canoero furibundo que estaba siempre cerca del agua, en el agua, dentro del agua; que sin duda había nacido en una canoa, y que seguramente en una canoa morirá también.

Y una noche, que paseábamos juntos por las orillas del Sena, le supliqué que me refiriese algunas anécdotas de su vida náutica. Mi hombre se animó inmediatamente, se transfiguró, y juzgándole por la elocuencia de que hizo gala, le creí poeta. En su corazón anidaba una pasión muy grande, una pasión devoradora é irresistible: el río.

—¡Ah!—me dijo.—¡Cuántos recuerdos míos se relacionan con este río qué mansamente se desliza á nuestro lado! Ustedes, los que viven en calles, no saben lo que es un río; pero oiga á un pescador pronunciar estas palabras. Para él, es el abismo misterioso, profundo, desconocido; es el país de los espejismos y de las fantasmagorías donde se ven, de noche, cosas que no existen, y donde se oyen ruidos que no se han oído nunca. En él se tiembla sin saber por qué, lo mismo que al cruzar un cementerio, y efectivamente, el cementerio más siniestro es aquél en que no hay tumbas.

La tierra es cosa limitada para el pescador, y en la sombra, cuando no hay luna, el río no tiene fin. Los marinos no sienten la misma cosa por la mar. La mar es dura á veces, terrible otras, mala muchas, pero brama, ruge y es leal: el río es silencioso y pérfido. Nunca ruge, siempre se desliza sin ruido, y tengo para mí que ese eterno movimiento del agua murmuradora es cien veces más terrible que las altas olas del Océano.


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Publicado el 2 de marzo de 2025 por Edu Robsy.

El Viejo Milon

Guy de Maupassant


Cuento


Desde hace un mes, un sol abrasador lanza sobre los campos su lumbre. Una vida radiante estalla bajo ese diluvio de fuego; la tierra está verde hasta perderse de vista. Hasta los límites del horizonte, el cielo es azul. Las granjas normandas diseminadas por la llanuras parecen, desde lejos, bosquecillos, encerradas en su cinturón de esbeltas hayas. De cerca, cuando se abre la carcomida barrera, se cree ver un gigantesco jardín, pues todos los antiguos manzanos, tan huesudos como los campesinos, están en flor. Los viejos troncos negros, nudosos, retorcidos, alineados junto al corral, despliegan bajo el cielo sus copas deslumbrantes, blancas y rosas. El dulce perfume de su floración se mezcla con el intenso olor de los establos abiertos y con los vapores del estiércol que fermenta, cubierto de gallinas.

Es mediodía. La familia come a la sombra del peral plantado ante la puerta: el padre, la madre, los cuatro hijos, las dos sirvientas y los tres criados. Apenas hablan. Toman la sopa, después destapan la fuente de estofado llena de papas con tocino.

De vez en cuando una sirvienta se levanta y va a la bodega a llenar la jarra de sidra.

El hombre, un tipo alto de cuarenta años, contempla, pegada a la casa, una parra que ha quedado desnuda, y que corre, retorcida como una serpiente, bajo los postigos, a lo largo del muro.

Dice por fin:

—La parra del viejo brota pronto este año. Pues que dé fruto.

La mujer también se vuelve y mira, sin decir una palabra.

Esa parra está plantada justamente en el lugar donde el viejo fue fusilado.

Era durante la guerra de 1870. Los prusianos ocupaban toda la comarca. El general Faidherbe, con el ejército del Norte, les hacía frente.

Ahora bien, el Estado Mayor prusiano se había emplazado en aquella granja. El campesino que la poseía, el viejo Pierre Milon, los recibió e instaló como mejor pudo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Dos Amigos

Guy de Maupassant


Cuento


En un París bloqueado, hambriento, agonizante, los gorriones escaseaban en los tejados y las alcantarillas se despoblaban. Se comía cualquier cosa.

Mientras se paseaba tristemente una clara mañana de enero por el bulevar exterior, con las manos en los bolsillos de su pantalón de uniforme y el vientre vacío, el señor Morissot, relojero de profesión y alma casera a ratos, se detuvo en seco ante un colega en quien reconoció a un amigo. Era el señor Sauvage, un conocido de orillas del río.

Todos los domingos, antes de la guerra, Morissot salía con el alba, con una caña de bambú en la mano y una caja de hojalata a la espalda. Tomaba el ferrocarril de Argenteuil, bajaba en Colombes, y después llegaba a pie a la isla Marante. En cuanto llegaba a aquel lugar de sus sueños, se ponía a pescar, y pescaba hasta la noche.

Todos los domingos encontraba allí a un hombrecillo regordete y jovial, el señor Sauvage, un mercero de la calle Notre Dame de Lorette, otro pescador fanático. A menudo pasaban medio día uno junto al otro, con la caña en la mano y los pies colgando sobre la corriente, y se habían hecho amigos.

Ciertos días ni siquiera hablaban. A veces charlaban; pero se entendían admirablemente sin decir nada, al tener gustos similares y sensaciones idénticas.

En primavera, por la mañana, hacia las diez, cuando el sol rejuvenecido hacía flotar sobre el tranquilo río ese pequeño vaho que corre con el agua, y derramaba sobre las espaldas de los dos empedernidos pescadores el grato calor de la nueva estación, Morissot decía a veces a su vecino: «¡Ah! ¡qué agradable!» y el señor Sauvage respondía: «No conozco nada mejor.» Y eso les bastaba para comprenderse y estimarse.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¿Él?

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, ¿no lo comprendes? Lo creo. ¿Piensas que me volví loco? Tal vez sí estoy algo loco, pero no por la causa que imaginaste.

Sí. Me caso. Ahí tienes.

Y, sin embargo, mis ideas y mis convicciones, ahora como siempre, son las mismas. Considero estúpida la unión legal de un hombre y de una mujer. Estoy seguro de que un ochenta por ciento de los maridos han de ser engañados. Y no merecen otra cosa, por haber cometido la idiotez de ligar a otra vida la suya, renunciando al amor libre, lo único hermoso y alegre que hay en el mundo, y de cortar las alas a la fantasía que nos impulsa constantemente hacia todas las hembras agradables, etc. Me siento incapaz de consagrarme a una sola mujer, porque me gustarán siempre todas las mujeres bonitas. Quisiera tener mil brazos, mil bocas, mil... temperamentos, para poder gozar a un tiempo a una muchedumbre de criaturas femeninas.

Y, sin embargo, me caso.

Añade que apenas conozco a mi futura esposa. La he visto nada más tres o cuatro veces. No me disgusta, y esto basta para mis propósitos. Es bajita, rubia y regordeta. En cuanto sea ya su marido, comenzaré a desear una morena delgada y alta. No es rica. Pertenece a una familia modesta en todos los conceptos. Mi futura es una muchacha, como las hay a millares, útiles para el matrimonio, sin virtudes ni defectos aparentes.

Ahora la juzgan bonita; cuando esté casada la juzgarán encantadora. Pertenece al ejército de muchachas que pueden hacer la dicha de un hombre... mientras el marido no repara que prefiere a su elegida cualquiera de las otras.

Ya oigo tu pregunta: ¿Por qué te casas?

Apenas me atrevo a confesar el motivo que me ha impulsado a una resolución tan estúpida.

¡Me caso por no estar solo!

No sé cómo decírtelo, cómo hacértelo comprender. Me compadecerás, despreciándome al mismo tiempo; llegué a una miseria moral inconcebible.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Miedo

Guy de Maupassant


Cuento


Después de comer subimos á cubierta. Ante nosotros el Mediterráneo, bañado por la luz de la luna, se extendía sin que una sola arruga se dibujase en su superficie. El enorme buque resbalaba lanzando al cielo, lleno de estrellas, una gran serpiente de humo negro, y detrás, el agua blanca, agitada por el paso rápido del pesado navío, batida por la hélice, espumeaba, parecía retorcerse, y agitaba tantas claridades que cualquiera hubiera creído que la luz de la luna estaba en ebullición.

Y allí estábamos seis ú ocho, admirando en silencio la costa de África hacia la cual nos dirigíamos. El comandante, que sentado entre nosotros fumaba un cigarro, reanudó la conversación iniciada durante la comida.

—Sí,—dijo—aquel día tuve miedo. Mi barco permaneció seis horas con esa roca en la barriga y batido por la mar. Afortunadamente, al llegar la noche nos recogió un barco carbonero inglés.

Entonces, un hombre muy alto, de tostado rostro y grave aspecto, uno de esos hombres que se adivina han cruzado grandes países desconocidos en medio de incesantes peligros y cuya tranquila mirada parece conservar en sus profundidades algo de los extraños paisajes vistos, uno de esos hombres que parecen templados en el valor, habló por vez primera.

—Usted dice, comandante, que tuvo miedo, y yo no lo creo. Usted se engaña con respecto á la palabra y con respecto á la sensación que experimentó. Un hombre enérgico no siente nunca miedo ante un peligro inmediato. Se siente emocionado, agitado, ansioso; pero el miedo es cosa muy distinta.

El comandante replicó riendo:

—¡Diablo! Yo le aseguro que tuve miedo y mucho miedo.

Entonces el hombre de bronceada tez, repuso con voz lenta:


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Sobre el Agua

Guy de Maupassant


Cuento


El verano pasado había alquilado una casita de campo a orillas del Sena, a varias leguas de París, e iba a dormir allí todas las noches. Al cabo de unos días conocí a uno de mis vecinos, un hombre de unos treinta a cuarenta años, que desde luego era el tipo más raro que había visto nunca. Era un viejo barquero, pero un barquero fanático, siempre cerca del agua, siempre sobre el agua, siempre en el agua. Debía de haber nacido en un bote, y seguramente muera en la botadura final.

Una noche, mientras paseábamos a orillas del Sena, le pedí que me contara algunas anécdotas de su vida náutica. Entonces el buen hombre se animó, se transfiguró, se volvió locuaz, casi poeta. Tenía en el corazón una gran pasión, una pasión devoradora, irresistible: el río.

—¡Ay! —me dijo—, ¡cuántos recuerdos tengo en este río que ve fluir ahí cerca de nosotros! Vosotros, los habitantes de las calles, no sabéis lo que es un río. Pero escuche cómo un pescador pronuncia esa palabra. Para él es la cosa misteriosa, profunda, desconocida, el país de los espejismos y de las fantasmagorías, donde de noche se ven cosas que no son, donde se oyen ruidos que no se conocen, donde se tiembla sin saber por qué, como al cruzar un cementerio: y en efecto es el cementerio más siniestro, aquél donde no se tiene tumba.

«Para el pescador la tierra tiene límites, pero en la oscuridad, cuando no hay luna, el río es ilimitado. Un marinero no experimenta lo mismo por el mar. Éste es a menudo duro y malo, es verdad, pero grita, aúlla: el mar abierto es leal; mientras que el río es silencioso y pérfido. No ruge, corre siempre sin ruido, y el eterno movimiento del agua que fluye es más espantoso para mí que las altas olas del Océano.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Sorpresa

Guy de Maupassant


Cuento


Nosotros, mi hermano y yo, fuimos educados por nuestro tío el abad Loisel, «el cura Loisel» como nosotros lo llamábamos. Habiendo fallecido nuestros padres durante nuestra infancia, el abad nos recogió en la casa parroquial y nos amparó.

Él servía desde hacía dieciocho años a la comunidad de Join-le-Sault, no lejos de Yvetot. Se trataba de un pueblecito situado en el hermoso centro de la planicie de la región de Caux, sembrado de granjas que levantaban aquí y allá sus parcelas de árboles por los campos.

La comunidad, a parte de las chozas diseminadas por la planicie, no tenía más que seis casas alineadas a los dos lados de la carretera principal, con la iglesia en un extremo de la región y el ayuntamiento nuevo en el otro extremo.

Mi hermano y yo pasamos nuestra infancia jugando en el cementerio. Como éste estaba al abrigo del viento, mi tío nos impartía allí sus lecciones, sentados los tres sobre la única tumba de piedra, la del anterior cura cuya familia, rica, lo había hecho enterrar señorialmente.

El abad Loisel, para fortalecer nuestra memoria, nos hacía aprender de memoria los nombres de los muertos inscritos sobre la cruz de madera negra y, con la finalidad de ejercitar al mismo tiempo nuestro discernimiento, nos hacía empezar esta insólita cantinela, unas veces por un extremo del campo fúnebre y otras por el opuesto, a veces por el medio, señalando, de repente, una sepultura determinada:

—Veamos, la de la tercera fila, cuya cruz cuelga a la izquierda.

Cuando se presentaba un entierro, teníamos prisa por conocer lo que se inscribiría sobre el símbolo de madera, e íbamos incluso a menudo junto al carpintero para leer el epitafio, antes de que fuera colocado sobre la tumba. Mi tío preguntaba:

—¿Conocen el nuevo?

Nosotros respondíamos los dos a la vez:

—Sí, tío —y nos poníamos rápidamente a farfullar:


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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