Textos más largos de Guy de Maupassant | pág. 13

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autor: Guy de Maupassant


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Suicidas

Guy de Maupassant


Cuento


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:

"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Bautizo

Guy de Maupassant


Cuento


«Vamos, doctor, un poco de coñac.

—Con mucho gusto.»

Y después de alargar su vaso, el antiguo médico de la Marina vio subir hasta el borde el hermoso líquido de reflejos dorados. Luego lo levantó hasta sus ojos, permitió que pasara dentro la claridad de la lámpara, lo olió, tomó unas gotas que paseó lentamente por la lengua y por la carne húmeda y delicada del paladar, y luego dijo:

—¡Oh! ¡qué encantador veneno! O, más bien, ¡qué seductor veneno, qué delicioso destructor de pueblos! Usted, usted no lo conoce. Es cierto que ha leído ese admirable libro titulado La taberna, pero usted no ha visto, como yo, el alcohol exterminar a una tribu salvaje, a un pequeño reino de negros, ese alcohol llevado en toneles regordetes que desembarcaban con gesto plácido los marineros ingleses de barbas pelirrojas. Pero mire, yo he visto con mis propios ojos un drama producido por el alcohol, muy extraño y muy conmovedor, cerca de aquí, en Bretaña, en un pueblecito en los alrededores de Pont-l'Abbé.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Idilio

Guy de Maupassant


Cuento


El tren acababa de salir de Génova y se dirigía hacia Marsella, siguiendo las profundas ondulaciones de la larga costa rocosa, deslizándose como serpiente de hierro entre mar y montaña, reptando sobre playas de arena amarilla en las que el leve oleaje bordaba una lista de plata, y entrando bruscamente en las negras fauces de los túneles, lo mismo que entra una fiera en su cubil.

Una voluminosa señora y un hombre joven viajaban frente a frente en el último vagón, mirándose de cuando en cuando, pero sin hablarse. La mujer, que tendría veinticinco años, iba sentada junto a la ventanilla y miraba el paisaje. Era una robusta campesina piamontesa de ojos negros, pechos abultados y mofletuda. Había metido debajo del asiento de madera varios paquetes, y conservaba encima de sus rodillas una cesta.

El joven tendría veinte años; era flaco, curtido; tenía el color negro de las personas que cultivan la tierra a pleno sol. Llevaba a su lado, en un pañuelo, toda su fortuna: un par de zapatos, una camisa, unos pantalones y una chaqueta. También él había ocultado algo debajo del banco: una pala y un azadón, atados con una cuerda. Iba a Francia en busca de trabajo.

El sol, que ascendía en el cielo, derramaba sobre la costa una lluvia de fuego; era en los últimos días de mayo; revoloteaban por los aires aromas deliciosos, que penetraban en los vagones por las ventanillas abiertas. Los naranjos y limoneros en flor derramaban en la atmósfera tranquila sus perfumes dulzones, tan gratos, tan fuertes y tan inquietantes, mezclándolos con el hálito de las rosas que brotaban en todas partes como las hierbas silvestres, a lo largo de la vía, en los jardines lujosos, en las puertas de las chozas y en pleno campo.


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

En el Bosque

Guy de Maupassant


Cuento


El alcalde iba a sentarse a la mesa para almorzar cuando le avisaron que el guarda rural lo esperaba en el Ayuntamiento con dos presos.

Se dirigió allá de inmediato, y divisó en efecto a su guarda rural, el tío Hochedur, de pie y vigilando con aire severo a una pareja de maduros burgueses.

El hombre, un tipo gordo, de nariz roja y pelo blanco, parecía abrumado; mientras que la mujer, una abuelita endomingada, muy rechoncha, muy gorda, de mejillas brillantes, miraba con ojos de desafío al agente de la autoridad que los había cautivado.

El alcalde preguntó:

—Qué pasa, tío Hochedur?

El guarda rural hizo su declaración.

Había salido por la mañana, a la hora de costumbre, para realizar su ronda por los bosques de Champioux hasta el límite de Argenteuil. No había observado nada insólito en la campiña, salvo que hacía buen tiempo y que los trigos iban bien, cuando el hijo de los Bredel, que binaba su viña, le había gritado:

—¡Eh, tío Hochedur!, vaya a ver en la linde del bosque, en el primer bosquecillo, encontrará un par de pichones que muy bien pueden tener ciento treinta años entre los dos.

Había salido en la dirección indicada; había entrado en la espesura y había oído palabras y suspiros que le hicieron suponer un flagrante delito de malas costumbres. Así, pues, avanzando a gatas como para sorprender a un furtivo, había apresado a la presente pareja en el momento en que se abandonaba a sus instintos.

El alcalde examinó estupefacto a los culpables. El hombre contaba unos sesenta años y la mujer por lo menos cincuenta y cinco. Se puso a interrogarlos, empezando por el varón, que respondía con una voz tan débil que apenas se le oía.

—¿Su nombre?

—Nicolás Beaurain.

—¿Profesión?

—Mercero, calle de los Mártires, en París.

—¿Qué hacía usted en ese bosque?


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Alexandre

Guy de Maupassant


Cuento


Aquel día, como todos, a las cuatro, condujo Alexandre hasta la puerta de la casita del matrimonio Maramballe la silla de minusválido de tres ruedas en la que paseaba hasta las seis, por prescripción facultativa, a su anciana e inválida patrona. Cuando hubo situado el ligero vehículo junto al escalón, justo en el lugar en que podía hacer subir fácilmente a la gruesa señora, entró en la vivienda y pronto se escuchó en el interior una voz furiosa, una voz ronca de antiguo soldado que lanzaba improperios; era la voz del señor, un ex capitán de infantería jubilado, Joseph Maramballe. Luego se escuchó un ruido de puertas cerradas con violencia, un ruido de sillas derribadas, un ruido de pasos agitados, luego nada, y después de algunos instantes Alexandre reapareció en el umbral de la puerta, sosteniendo con todas sus fuerzas a la señora Maramballe extenuada por el descenso de la escalera. Una vez que, no sin esfuerzo, ella estuvo instalada en la silla de ruedas, Alexandre pasó por detrás, agarró la barra doblada que servía para empujar el vehículo, y lo dirigió hacia la orilla del río.

Cruzaban así todos los días el pueblo en medio de los saludos respetuosos que los vecinos dirigían probablemente tanto al criado como a la señora, pues si ella era querida y respetada por todos, él, aquel viejo soldado de barba blanca, barba de patriarca, era considerado como un modelo de sirvientes.

El sol de julio caía intensamente sobre la calle, ahogando las bajas casas con su luz triste a fuerza de ser ardiente y cruda. Los perros dormían sobre las aceras en la línea de sombra junto a los muros, y Alexandre, resoplando un poco, apresuraba el paso con el fin de llegar lo antes posible a la avenida que conducía al río. La señora Maramballe dormitaba ya bajo su blanca sombrilla cuya punta abandonada iba, a veces, a apoyarse sobre el rostro impasible del hombre.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Una Viuda

Guy de Maupassant


Cuento


Ocurrió el suceso, durante la época de caza, en el Castillo de Banneville. El otoño era lluvioso y triste; las hojas secas, en vez de crujir bajo los pies, se pudrían en las rodadas de los caminos empapadas por los aguaceros.

Casi desnudo ya de hojas, el bosque desprendía humedad como una sala de baños. Al penetrar en él, se sentía bajo los árboles, azotados por los chubascos, un tufo mohoso, un vaho de agua pantanosa, de hierbas humedecidas, de tierra mojada, y los cazadores, abrumados por aquella inundación continua; los perros, macilentos, con el rabo entre las patas y el pelo pegado sobre los lomos, y las jóvenes cazadoras, con los vestidos calados por la lluvia, regresaban todas las tardes, fatigadas de cuerpo y alma.

Después de comer, en el gran salón jugaban a la lotería, displicentes y sin animación, mientras el viento empujaba con violencia los postigos y hacia girar las veletas como un trompo. Quisieron entretenerse narrando cuentos, como dicen las novelas que se hace; pero a ninguno se le ocurrió nada que distrajera. Los cazadores explicaban aventuras a escopetazos, matanzas de conejos, y las mujeres se quebraban la cabeza sin hallar algo semejante a la imaginación de Scheherazada.

Se disponían a buscar otra diversión, cuando una muchacha, jugando distraídamente con la mano de una tía suya, vieja solterona, tropezó en una sortija hecha con cabellos rubios, que había visto ya otras veces sin que fijara su atención, y haciéndola girar en el dedo, preguntó:

—Dime, tía: ¿qué significa esto? Parece pelo de niño.

La señorita se ruborizó, luego palideció y dijo al fin con voz temblorosa:

—Es una historia tan triste, tan triste, que jamás quiero referirla, porque originó la desgracia de toda una vida. Entonces era yo muy joven, pero me ha quedado un recuerdo tan doloroso, que aún me hace llorar.


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Publicado el 17 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Crónica

Guy de Maupassant


Cuento


¡En fin! ¡En fin!... Demos la bienvenida a la justicia en nuestro país, que resulta ser casi asombrosa. En quince días ha hecho dos arrestos sorprendentes.

Ha condenado a un año de prisión a una joven bárbara que había destrozado con ácido sulfúrico el rostro de su rival.

Después, ocho días más tarde, castigó con la misma pena a un marido, complaciente primero, celoso a continuación, que había alojado una bala de revólver en el vientre de su feliz rival.

Esta nueva manera de apreciar este género de delitos es seguramente preferible a la antigua. Sin embargo, deja mucho que desear.

En el primer caso, un médico, pasando de una morena a una rubia, es la causa de esta horrible venganza que es peor que la muerte. Una pobre chica, desfigurada, llegando a ser horrorosa, llevará hasta sus últimos días las horribles marcas de la infidelidad, muy excusable, de un hombre.

¿Cual es, pues, el culpable, si es que hay uno? ¡Indudablemente el hombre!

Sin embargo éste viene simplemente como testigo a declarar sobre los hechos.

Ahora bien, la única, la auténtica condenada, la gran castigada, es la inocente.

Un año de prisión; muy bien. Eso no es nada. Así que, por un año de prisión, podemos arrancar la nariz y las orejas y quemar los ojos de una rival cuya belleza nos molesta. La única manera de castigar esta confusión en la elección de la víctima y este error sobre el culpable, ¿no sería condenar a reparaciones pecuniarias, las únicas que realmente afectan profundamente a la humanidad? ¿No deberíamos ordenar que, durante seis años, veinte años, hasta la muerte, puesto que las atroces heridas quedarán hasta la descomposición final, que la que ha mutilado así a su rival, en lugar de castigar a la amante, le pague una pensión, le pase una renta, le de, si es obrera, la mitad de lo que gane y, si es rica, una suma considerable?


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Muerta

Guy de Maupassant


Cuento


¡Yo la había amado locamente! ¿Por qué amamos? Es raro no ver en el mundo sino a un ser, no tener en la mente sino una idea, en el corazón sino un deseo, y en la boca más que un nombre: un nombre que sube sin cesar, que sube, como el agua de un manantial, de las honduras del alma, que sube a los labios, y que decimos, que repetimos, que murmuramos sin cesar en todas partes, al igual que una plegaria.

No contaré nuestra historia. El amor no tiene más que una, siempre la misma. La encontré y la amé. Nada más. Y viví durante un año en su ternura, en sus brazos, en su caricia, en su mirada, en sus trajes, en sus palabras, enredado, ligado, aprisionado en todo lo que venía de ella, de una forma tan completa que ya no sabía si era de día o de noche, si estaba vivo o muerto, en la vieja tierra o en otro lugar.

Y he aquí que se murió. ¿Cómo? No sé, ya no lo sé.

Volvió a casa empapada, una noche de lluvia, y al día siguiente tosía. Tosió durante una semana aproximadamente y guardó cama.

¿Qué ocurrió? Ya no lo sé.

Los médicos venían, escribían, se iban. Se traían remedios; una mujer se los hacía tomar. Sus manos estaban calientes, su frente ardiente y húmeda, su mirada brillante y triste. Yo le hablaba, ella me respondía. Qué nos dijimos? Ya no lo sé: ¡Lo he olvidado todo, todo! Se murió, recuerdo muy bien su breve suspiro, su breve suspiro tan débil, el último. La enfermera dijo: «¡Ay!» ¡Comprendí, comprendí!

No supe nada más. Nada. Vi a un sacerdote que pronunció estas palabras. «Su querida.» Me pareció que la insultaba. Puesto que ella había muerto, nadie tenía derecho a saber eso. Lo despedí. Vino otro que fue muy bondadoso, muy dulce. Yo lloraba cuando él me habló de ella.

Me consultaron mil cosas sobre el entierro. Ya no lo sé. Recuerdo muy bien, sin embargo, el ataúd, el ruido de los martillazos cuando la clavaron dentro. ¡Ay, Dios mío!


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Barrilito

Guy de Maupassant


Cuento


El señor Chicot, dueño de la posada de Epreville, detuvo su tartana delante de la finca de la señora Magloire. Chicot era un hombrón rayando en la cuarentena, coloradote, panzudo y con fama de malicioso.

Ató el caballo a un poste de la valla y entró en el patio. Poseía unos campos contiguos a los de la vieja y deseaba ensanchar su posesión. Veinte veces había propuesto la compra; pero la señora Magloire se negaba obstinadamente a formalizar ningún trato.

—He nacido aquí, y aquí moriré —decía ella.

Aquel día la encontró mondando papas en el umbral de la puerta. Con setenta y dos años cumplidos, era seca, rugosa, encorvada, pero infatigable como una moza. Chicot, afectuosamente, le dio unos golpecitos en el hombro, y después tomó asiento junto a ella en una banquetilla.

—¡Magnífico! ¿Cómo estamos de salud?

—No estoy del todo mal. ¿Y usted, señor Próspero?

—Sin unos dolorcitos que de cuando en cuando me importunan, estaría perfectamente.

—Hay que conservarse.

Y no dijo más la vieja. Chicot la veía pelar papas. Sus dedos encorvados, nudosos, duros como patas de cangrejo, agarraban a manera de pinzas cada papa, haciéndola girar vivamente y sacándole tiras largas de la piel con un viejo cuchillo que sostenía en la otra mano. Y a medida que las mondaba, las iba echando en un cubo de agua. Tres gallinas se acercaban hasta sus pies para recoger las mondeduras; luego corrían, alejándose y llevando en el pico su botín.

Chicot parecía inquieto, ansioso, no sabiendo cómo decir lo que deseaba. Al cabo se atrevió:

—Oiga usted, señora Magloire.

—Diga. ¿En qué puedo servirle?

—¿Con que no se decide usted a venderme la finca?

—Eso no. Si no le traen otras intenciones, pierde usted el tiempo en venir. Es inútil que me hable usted de semejante cosa.


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Publicado el 6 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Lisiado

Guy de Maupassant


Cuento


El hecho ocurrió en 1882. Acababa de instalarme en un rincón de un compartimiento vacío, y había cerrado la portezuela con la esperanza de viajar solo, cuando volvió a abrirse de súbito y oí una voz que decía.

—¡Cuidado, señor! Nos hallamos precisamente en un cruce de líneas; el estribo está muy alto.

Otra voz respondió:

—No te preocupes; me sujeto bien.

Luego apareció una cabeza cubierta con un sombrero hongo, y dos manos, que se aferraban con firmeza a los montantes, izaron lentamente un corpachón cuyos pies al tocar el estribo hicieron el ruido que produce una estaca al golpear el suelo.

Cuando el viajero introdujo el torso en el compartimiento, vi aparecer al extremo del pantalón la contera de una pierna de palo pintada de negro, y después otra pierna de iguales características. Surgió detrás del viajero una cabeza que inquirió:

—¿Está bien instalado el señor?

—Sí, muchacho.

—Pues ahí van los paquetes y las muletas.

Y un criado, que parecía un antiguo asistente, subió a su vez con una porción de bultos envueltos en papeles negros y amarillos, cuidadosamente atados, y los dejó en la red por encima de la cabeza de su amo. Luego dijo:

—Bueno; ya está todo. Hay cinco. Los dulces, la muñeca, el fusil, el tambor y el pastel de foie—gras.

—Bien, muchacho.

—Feliz viaje, señor.

—¡Gracias, Lorenzo! ¡Sigue bien!

El criado se marchó, cerrando la portezuela, y miré a mi vecino.

Debía de tener unos treinta y cinco años, aunque su pelo era ya casi blanco. Llevaba condecoraciones; era bigotudo, robusto, muy gordo, con esa gordura que aqueja a los hombres activos y fuertes cuando una enfermedad o un accidente los obliga a permanecer casi inmóviles.

Se enjugó la frente, resopló con fuerza y preguntó, mirándome a los ojos:


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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