Textos más vistos de Guy de Maupassant | pág. 7

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autor: Guy de Maupassant


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Coco

Guy de Maupassant


Cuento


En toda la zona circundante llamaban a la finca de los Lucas, «La hacienda». No se sabría decir por qué. Sin duda, los campesinos asociaban a la palabra «hacienda» una idea de riqueza y de grandeza, puesto que esta propiedad era sin lugar a dudas la más extensa, la más opulenta, la más ordenada de la comarca. El patio, inmenso, rodeado de cinco filas de magníficos árboles para proteger del intenso viento de la planicie a los manzanos compactos y delicados, contenía largos edificios cubiertos de tejas para conservar el forraje y los cereales, hermosos establos construidos en sílex, cuadras para treinta caballos, y una vivienda de ladrillo rojo que parecía un pequeño palacio. El estiércol estaba bien cuidado; los perros de guarda tenían casetas y todo un mundo de aves pululaba entre la hierba crecida. Cada mediodía, quince personas, dueños, criados y sirvientas, se sentaban en torno a la larga mesa de la cocina sobre la que humeaba la sopa en una gran fuente de loza con flores azules.

Los animales, caballos, vacas, cerdos y corderos estaban gordos, cuidados y limpios; el patrón Lucas, un hombre alto que empezaba a echar estómago, hacía su ronda tres veces al día, vigilándolo todo, pensando en todo.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Confesiones de una Mujer

Guy de Maupassant


Cuento


Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.


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Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Crónica

Guy de Maupassant


Cuento


¡En fin! ¡En fin!... Demos la bienvenida a la justicia en nuestro país, que resulta ser casi asombrosa. En quince días ha hecho dos arrestos sorprendentes.

Ha condenado a un año de prisión a una joven bárbara que había destrozado con ácido sulfúrico el rostro de su rival.

Después, ocho días más tarde, castigó con la misma pena a un marido, complaciente primero, celoso a continuación, que había alojado una bala de revólver en el vientre de su feliz rival.

Esta nueva manera de apreciar este género de delitos es seguramente preferible a la antigua. Sin embargo, deja mucho que desear.

En el primer caso, un médico, pasando de una morena a una rubia, es la causa de esta horrible venganza que es peor que la muerte. Una pobre chica, desfigurada, llegando a ser horrorosa, llevará hasta sus últimos días las horribles marcas de la infidelidad, muy excusable, de un hombre.

¿Cual es, pues, el culpable, si es que hay uno? ¡Indudablemente el hombre!

Sin embargo éste viene simplemente como testigo a declarar sobre los hechos.

Ahora bien, la única, la auténtica condenada, la gran castigada, es la inocente.

Un año de prisión; muy bien. Eso no es nada. Así que, por un año de prisión, podemos arrancar la nariz y las orejas y quemar los ojos de una rival cuya belleza nos molesta. La única manera de castigar esta confusión en la elección de la víctima y este error sobre el culpable, ¿no sería condenar a reparaciones pecuniarias, las únicas que realmente afectan profundamente a la humanidad? ¿No deberíamos ordenar que, durante seis años, veinte años, hasta la muerte, puesto que las atroces heridas quedarán hasta la descomposición final, que la que ha mutilado así a su rival, en lugar de castigar a la amante, le pague una pensión, le pase una renta, le de, si es obrera, la mitad de lo que gane y, si es rica, una suma considerable?


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Después

Guy de Maupassant


Cuento


—Queridos —dijo la condesa— hay que ir a acostarse.

Los tres, niños y niñas, se levantaron y fueron a abrazar a su abuela.

Después vinieron a darle las buenas noches al Sr. cura, que había cenado en el castillo como hacía todos los jueves.

El abad Mauduit sentó a dos sobre sus rodillas, pasando sus largos brazos vestidos de negro por detrás del cuello de los niños y, aproximando sus cabezas con un movimiento paternal, les besó la frente con un beso muy tierno.

Después los volvió a poner en el suelo, y las pequeñas criaturas, el niño delante y las niñas detrás, se fueron.

—Os gustan los niños, señor cura —dijo la condesa—.

—Mucho, señora.

La anciana señora levantó sus ojos claros hacia el sacerdote.

—Y...vuestra soledad, ¿Nunca os ha pesado demasiado?

—Si, a veces.

Él se calló, dudó, y después continuó:

—Pero yo no he nacido para la vida mundana.

—¿Qué sabéis vos de eso?

—¡Oh! Lo sé bastante bien. Yo fui creado para ser sacerdote, he seguido mi senda.

La condesa lo observaba continuamente:

—Veamos, señor cura, decidme, decidme, ¿como os habéis decidido a renunciar a todo lo que nos hace amar la vida, a todo lo que nos consuela y nos sostiene?. ¿Quién os ha empujado o inducido a apartaros del gran camino natural, del matrimonio y la familia? Vos no sois ni un exaltado, ni un fanático, ni un sombrío, ni un triste. ¿Ha sido algún acontecimiento, una pena, lo que os ha decidido a pronunciar unos votos de por vida?

El abad Mauduit se levantó y se aproximó al fuego, después extendió hacia las llamas sus zapatones de sacerdote de pueblo. Parecía siempre dudar a la hora de responder.

Era un enorme anciano de cabellos blancos que prestaba sus servicios desde hacía veinte años en la comunidad de Saint—Antoine—du—Rocher. Los campesinos decían de él:

—Es un buen hombre.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Día Festivo

Guy de Maupassant


Cuento


Me fui para huir de la fiesta, la fiesta odiosa y estrepitosa, la fiesta de petardos y banderas que rompe los tímpanos y hace polvo la vista.

Estar solo, completamente solo durante unos días, es una de las mejores cosas que sé hacer. No escuchar a nadie repetir las tonterías que sabemos desde hace tiempo, no ver ninguna cara conocida de la que adivinamos de antemano su pensamiento, con la simple expresión de sus ojos, cuyas palabras se adivinan, de la que esperamos su ánimo contrariado, es para el alma una especie de baño fresco y relajante, un baño de silencio, de aislamiento y de descanso.

¿Por qué decir a dónde iba? ¡Qué importa! Seguía a pie el borde de un río, y percibí a lo lejos los tres campanarios de una vieja iglesia en lo alto de un pueblecito al que llegaré dentro de poco. La hierba joven, brillante, la hierba de la primavera crecía sobre la pendiente orilla hasta el agua, y el agua se deslizaba viva y clara, sobre este lecho verde y reluciente, un agua alegre que parecía correr como un animal gozoso en una pradera.

De vez en cuando una estaca delgada y larga, inclinada hacia el río, señalaba un pescador de caña escondido tras un matorral.

¿Quiénes eran estos hombres a los que el deseo de coger al extremo de un hilo un animal gordo como una brizna de paja, mantenía días enteros, de la aurora al crepúsculo, bajo el sol o bajo la lluvia, acuclillados bajo un sauce, con el corazón palpitante, el alma agitada, la vista fija sobre un corcho?

¿Estos hombres? Entre ellos hay artistas, grandes artistas, obreros, burgueses, escritores, pintores, a los que una misma pasión, dominadora, irresistible, ata a los márgenes de los arroyos y de los ríos más sólidamente que el amor de un hombre une a los pasos de una mujer.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Diario de un Viajero

Guy de Maupassant


Cuento


Las siete. Un pitido y partimos. El tren pasa sobre las plataformas giratorias, con el ruido que hacen las tormentas en el teatro; después se adentra en la noche jadeando, soplando su vapor, iluminando con sus reflejos rojos los muros, setos, bosques y campos.

Somos seis, tres en cada asiento, bajo la luz del quinqué. Frente a mí una rolliza señora con un rechoncho señor, un viejo matrimonio. Un jorobado está en la esquina izquierda. A mi lado, un joven matrimonio, o al menos una joven pareja. ¿Casados? La joven es hermosa, parece modesta, pero está demasiado perfumada. ¿Qué perfume es éste? Lo conozco pero no lo determino. ¡Ah! Ya caigo. Piel de España. Esto no dice nada. Esperamos.

La gruesa señora mira fijamente a la joven con un aire de hostilidad que me da que pensar. El grueso señor cierra los ojos. ¡Ya! El jorobado se enrolla como un ovillo. Ya no veo dónde están sus piernas. No percibimos nada más que su mirada brillante bajo un gorro griego con borla roja. Después se sumerge en su manta de viaje. Se diría que es un paquetito arrojado sobre el asiento.

Únicamente la vieja señora permanece despierta, suspicaz, recelosa, como un guardián encargado de vigilar el orden y la moralidad del vagón.

Los jóvenes permanecen inmóviles, las rodillas envueltas en el mismo chal, los ojos abiertos, sin hablar. ¿Están casados?

Yo finjo dormir pero estoy al acecho.

Las nueve. La señora gruesa va a sucumbir; cierra los ojos una vez tras otra, inclina la cabeza hacia el pecho y vuelve a levantarla bruscamente. Ya está. Duerme.

¡Oh sueño, misterio ridículo que confiere al rostro los aspectos más grotescos, tú eres la revelación de la fealdad humana. Tú haces aparecer todos los defectos, las deformidades y las taras! Tú haces que cada rostro tocado por ti se transforme rápidamente en una caricatura.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Afeminado

Guy de Maupassant


Cuento


Cuántas veces oímos decir: "Es encantador este hombre, pero es una mujer, una mujer auténtica".

Vamos a hablar del afeminado, la peste de nuestro país.

Ya que nosotros, en Francia, somos todos afeminados, es decir, cambiantes, antojadizos, inocentemente pérfidos, sin orden en las convicciones o la voluntad, violentos y débiles como las mujeres.

Pero el más irritante de los afeminados es seguramente el parisino y de los bulevares, en el que las apariencias de inteligencia son más acusadas y que reúne en sí mismo, exageradas por su temperamento de hombre, todas las seducciones y todos los defectos de las encantadoras mujerzuelas.

Nuestra Cámara de Diputados está poblada de afeminados. Ellos forman el gran partido de los oportunistas amables que podríamos llamar los "hipnotizadores". Estos son los que gobiernan con palabras suaves y promesas engañosas, que saben dar la mano de forma que se creen afectos, decir "querido amigo" de una manera delicada a las personas que menos conocen, cambiar de opinión sin ni siquiera sospecharlo, exaltarse ante cualquier idea nueva, ser sincero en sus creencias cambiantes como veletas, dejarse engañar de la misma forma que ellos engañan, no recordar al día siguiente lo que dijeron la víspera.

Los periódicos están llenos de afeminados. Tal vez sea aquí donde más los encontramos, pero es también aquí donde son más necesarios. Hay que exceptuar algunas voces como "Los Debates" o "La Gaceta de Francia".

Evidentemente, todo buen periodista debe ser un poco mujer, es decir, estar a las órdenes del público, servil aceptando inconscientemente los regueros de la corriente de opinión pública, voluble y versátil, escéptico y crédulo, malvado y servicial, bromista y necio, entusiasta e irónico y siempre convencido pero sin creer en nada.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Albergue

Guy de Maupassant


Cuento


Semejante a todas las hospederías de madera construidas en los altos Alpes, al pie de los glaciares, en esos pasadizos rocosos y pelados que cortan las cimas blancas de las montañas, el albergue de Schwarenbach sirve de refugio a los viajeros que siguen el paso de la Gemmi.

Durante seis meses permanece abierto, habitado por la familia de Jean Hauser; después, en cuanto las nieves se amontonan, llenando el valle y haciendo impracticable la bajada a Loéche, las mujeres, el padre y los tres hijos se marchan, y dejan al cuidado de la casa al viejo guía Gaspard Han con el joven guía Ulrich Kunsi, y Sam, un gran perro de montaña.

Los dos hombres y el animal se quedan hasta la primavera en aquella cárcel de nieve, teniendo ante los ojos solamente la inmensa y blanca pendiente del Balmhorn, rodeados de cumbres pálidas y brillantes, encerrados, bloqueados, sepultados bajo la nieve que asciende a su alrededor, envuelve, abraza, aplasta la casita, se acumula en el tejado, llega a las ventanas y tapia la puerta.

Era el día en que la familia Hauser iba a volver a Loéche, pues el invierno se acercaba y la bajada se volvía peligrosa.

Tres mulos partieron delante, cargados de ropas y enseres y guiados por los tres hijos. Después la madre, Jeanne Hauser, y su hija Louise subieron a un cuarto mulo, y se pusieron en camino a su vez.

El padre las seguía acompañado por los dos guardas, que debían escoltar a la familia hasta lo alto de la pendiente.

Rodearon primero el pequeño lago, helado ahora en el fondo del gran hueco de rocas que se extiende ante el albergue, y después siguieron por el valle, blanco como una sábana y dominado por todos los lados por cumbres nevadas.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Amigo José

Guy de Maupassant


Cuento


Todo el Invierno se habían tratado íntimamente en París. Después de dejar de verse, como siempre ocurre, al salir del colegio, los dos amigos se habían encontrado nuevamente una tarde en sociedad, ya viejos y canosos, soltero el uno y el otro casado ya.

El señor de Méroul pasaba seis meses en Paris y seis en su castillito de Tourbeville. Habiéndose casado con la hija de un castellano de los alrededores, había llevado una vida buena y sosegada en la indolencia del hombre que no tiene ninguna ocupación. De temperamento tranquilo y cerebro limitado, sin audacia de inteligencia, sin rebeldías independientes, transcurría para él todo el tiempo recordando dulcemente el pasado, deplorando las costumbres y las instituciones de ahora y repitiendo a cada instante a su mujer, que elevaba los ojos al cielo y en ocasiones también las manos en señal de asentimiento enérgico:

—¿Bajo qué Gobierno vivimos, Dios mío?

La señora de Méroul se parecía intelectualmente a su marido como una hermana a su hermano. Sabía, por tradición, que se ha de respetar sobre todo al papa y al rey. Y los amaba y los respetaba desde el fondo del corazón con exaltación poética, con fidelidad hereditaria, con ternura de mujer bien nacida. Era buena hasta los repliegues del alma. No había tenido hijos, y lo lamentaba sin cesar.

Cuando el señor de Méroul encontró en un baile a José Mouradour, su antiguo camarada, experimentó una alegría profunda y sencilla, porque se habían querido mucho en su juventud. Después de las exclamaciones de sorpresa ocasionadas por los cambios que la edad había producido en sus cuerpos y rostros, se habían informado recíprocamente acerca de sus existencias.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Amigo Patience

Guy de Maupassant


Cuento


—¿Qué se hizo Leremy?

—Es capitán en el sexto de Dragones.

—¿Y Puisón?

—Subprefecto.

—¿Y Racollet?

—Murió.

Buscábamos en los rincones de la memoria nombres de los compañeros de nuestra juventud, los cuales no hablamos visto en muchos años.

A otros los encontrábamos con frecuencia, ya calvos o encanecidos, con mujer propia y abundante familia, cosa que nos estremecía desagradablemente, mostrándonos cuán frágil es la existencia y cuán pronto cambia y envejece todo.

Mi amigo preguntó:

—¿Y Patience, el gran Patience?

Lancé una especie de alarido

—¡Ah! En cuanto a ese... La historia es larga. Escucha. Fui en visita de inspección a Limoges, hace cuatro años, y mientras aguardaba la hora de comer, me aburría solemnemente sentado en el café de la plaza del Teatro. Los comerciantes entraban por grupos de dos, tres o cuatro, a tomar el vermut o el ajenjo; hablaban en voz alta de los negocios, reían estrepitosamente y bajaban el tono para comunicarse cosas importantes o delicadas.


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Publicado el 5 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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