Textos más populares esta semana de Guy de Maupassant | pág. 5

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autor: Guy de Maupassant


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Bajo el Sol

Guy de Maupassant


Viajes, Crónica


A Pol Arnault

La vida tan breve, tan larga, a veces resulta insoportable. Transcurre monótona, con la muerte al final. No es posible detenerla, ni cambiarla, ni comprenderla. Y a menudo nos subleva la indignación ante la impotencia de nuestros esfuerzos. Hagamos lo que hagamos morimos. Creamos lo que creamos, pensemos lo que pensemos, intentemos lo que intentemos, morimos. Y nos parece que vamos a morir mañana sin conocer nada aún, aunque asqueados de todo lo que ya conocemos. Entonces nos sentimos abrumados por el sentimiento de la «eterna miseria de todo», de la impotencia humana y de la monotonía de las acciones.

Nos despertamos, andamos, nos acodamos en nuestras ventanas. Enfrente unos almuerzan, como almorzaron ayer, como almorzarán mañana: el padre, la madre, cuatro niños. Hace tres años la abuela aún vivía con ellos. Ya no está. El padre ha cambiado mucho desde que somos vecinos. No se da cuenta; parece contento; parece feliz. ¡Qué imbécil!

Hablan de un matrimonio, después de un fallecimiento, después de lo tierno que está su pollo, después de que su criada no es honesta. Les inquietan mil cosas inútiles y tontas. ¡Qué imbéciles!

Ver su apartamento, en el que viven desde hace dieciocho años, me asquea y me indigna. ¡Eso es la vida! Cuatro paredes, dos puertas, una ventana, una cama, sillas, una mesa, eso es todo. ¡Una cárcel, una cárcel! Cualquier lugar donde habitamos mucho tiempo se convierte en una cárcel. ¡Oh, huir, partir! Huir de los lugares conocidos, de los hombres, de los mismos movimientos a las mismas horas y, sobre todo, de los mismos pensamientos.


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131 págs. / 3 horas, 50 minutos / 189 visitas.

Publicado el 18 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

La Cama 29

Guy de Maupassant


Cuento


Cuando el capitán Epivent pasaba por la calle, todas las mujeres se volvían. Era el auténtico prototipo del gallardo oficial de húsares. Por ello se exhibía pavoneándose siempre, orgulloso y atento a sus piernas, a su cintura y a su bigote. Y, verdaderamente, eran admirables su bigote, su cintura y sus piernas. El primero era rubio, muy fuerte, y le caía marcialmente sobre los labios, denso, con su bello color de trigo maduro, pero fino, cuidadosamente recortado, descendiendo a ambos lados de la boca en dos poderosas e intrépidas guías. La cintura era delgada, como si llevara corsé, y más arriba surgía un vigoroso pecho masculino, abombado y amplio. Sus piernas eran admirables, unas piernas de gimnasta, de bailarín, cuya carne musculosa dibujaba todos sus movimientos bajo la tela ajustada del pantalón rojo.

Andaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese pequeño balanceo de los jinetes que tanto favorece a las piernas y al torso, y que parece airoso bajo el uniforme, pero vulgar bajo una levita.

Como muchos oficiales, el capitán Epivent no sabía llevar un traje civil. Vestido de gris o de negro, tenía aspecto de dependiente. Pero en uniforme era un ejemplar. Tenía, además, una hermosa cabeza, la nariz delgada y curva, los ojos azules, la frente estrecha. Es cierto que era calvo, sin que nunca hubiera logrado saber la causa de la caída del pelo. Se consolaba pensando que un cráneo un poco pelado no resulta mal si se tienen unos buenos bigotes.

En general, despreciaba a todo el mundo, aunque establecía muchos grados en su desprecio.


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11 págs. / 19 minutos / 187 visitas.

Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Nuestro Corazón

Guy de Maupassant


Novela


Primera parte

Capítulo I

Un día, Massival, el músico, el célebre autor de Rébecca, ese mismo autor al que llevaban ya quince años llamando «el joven e ilustre maestro», dijo a su amigo André Mariolle:

—¿Por qué no has intentado nunca que te presentasen a Michèle de Burne? Te aseguro que es una de las mujeres más interesantes del nuevo París.

—Pues porque no me siento yo nada hecho para ese ambiente en que ella se mueve.

—Te equivocas, querido amigo. Tiene una tertulia muy actual, muy animada y muy artista. En su salón se interpreta una música excelente y se charla tan a gusto como en los mejores corrillos del siglo pasado. Te tendrían en mucho, primero porque tocas el violín a la perfección; luego porque se habla muy bien de ti en esa casa; y, finalmente, porque tienes fama de no ser un hombre corriente y de no prodigar tu presencia.

Halagado, pero resistiéndose aún y dando por hecho, además, que a tan apremiante solicitud no era ajena la joven señora de Burne, Mariolle soltó un: «¡Bah! No tengo mayor interés» en el que el desdén deliberado se mezclaba con un asentimiento que ya era un hecho.

Massival siguió diciendo:

—¿Quieres que te presente yo allí un día de éstos? Si es que, además, ya la conoces por lo que te contamos todos nosotros, que somos íntimos suyos y hablamos de ella muchas veces. Es una mujer pero que muy guapa, de veintiocho años, de lo más inteligente, y que no se quiere volver a casar porque en su primer matrimonio fue muy desgraciada. Ha convertido su casa en un lugar de encuentro para hombres de trato agradable. No hay demasiados caballeros de cenáculos o de buena sociedad. Sólo los imprescindibles para crear ambiente… Estará encantada de que te lleve por allí y de conocerte.

Mariolle, vencido, contestó:

—¡Está bien! Un día de éstos.


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191 págs. / 5 horas, 35 minutos / 179 visitas.

Publicado el 13 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Arrepentimiento

Guy de Maupassant


Cuento


I

El señor Saval acaba de levantarse. Llueve. Es un triste día de otoño; las hojas caen lentamente con la lluvia, formando también una lluvia más apretada y más lenta. El señor Saval no está satisfecho. Va de la chimenea a la ventana y de la ventana a la chimenea. La vida tiene días tristes, y para el señor Saval en adelante solo tendrá días tristes, porque ha cumplido sesenta y dos años. Está solo, soltero, sin familia, sin nadie que se interese por él. ¡Es muy triste morir aislado sin dejar un afecto profundo!

Piensa en su vida sin encantos y sin atractivos. Y recuerda en el pasado, en su niñez lejana, la casa paterna, el colegio, las vacaciones, la universidad. Luego, la muerte de su padre.

Vive con su madre; viven los dos, el joven y la vieja, tranquilamente, sin desear nada. Pero la madre muere también. ¡Qué triste vida! Y el hijo queda solo. Envejece y morirá cualquier día. Desapareciendo él, todo habrá terminado; todo, ni rastro de Pablo Saval sobre la tierra. ¡Qué terrible cosa! Y otros vivirán, amarán, reirán. Sí, habrá siempre quien se divierta, y él no se divierte nunca. Es raro que se pueda reír y estar alegre con la certeza de la muerte. Si la muerte fuera solo probable, aún habría esperanza; pero no, es tan segura como la noche después del día.


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5 págs. / 10 minutos / 175 visitas.

Publicado el 4 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Diablo

Guy de Maupassant


Cuento


El campesino permanecía de pie frente al médico, ante el lecho de la moribunda. La anciana, tranquila, resignada, miraba a los dos hombres y los escuchaba hablar. Iba a morir, pero no se sublevaba, su tiempo había concluido ya, tenía noventa y dos años. Por la ventana y la puerta abiertas, el sol de julio entraba a raudales, arrojaba su llama cálida sobre el suelo de tierra oscura, giboso y pisoteado por los zuecos de cuatro generaciones de rústicos. Los olores del campo entraban también, empujados por la brisa ardiente, olores de hierbas, de trigos, de hojas quemadas por el calor de mediodía. Los saltamontes se desgañitaban, llenaban el campo con el chasquido claro, similar al ruido de los grillos del bosque que se les venden a los niños en las ferias

El médico, levantando la voz, decía: «Honoré, usted no puede dejar a su madre sola en este estado. ¡Va a morir de un momento a otro!» Y el campesino, desolado, repetía: «Es que necesito recoger el trigo; ya lleva demasiado tiempo en tierra. El tiempo es bueno, justamente. ¿Qué dices tú, madre?» Y la vieja moribunda, torturada aún por la avaricia normanda, decía «sí» con los ojos y la frente, animando a su hijo a que recogiera el trigo y la dejara morir completamente sola. Pero el médico se enfadó y, dando un zapatazo en el suelo, dijo: «Usted no es más que un bruto ¿entiende? Y no le permitiré que haga eso ¿entiende? Y, si usted necesita recoger su trigo hoy mismo, vaya a buscar a la Rapet, ¡pardiez! y encárguele que cuide a su madre. Es mi deseo, ¿entiende? Y si no me obedece, lo dejaré morirse como un perro cuando usted, a su vez, esté enfermo ¿entiende?»

El campesino, un hombre alto y delgado, de gestos lentos, torturado por la indecisión, por el miedo al médico y por el amor feroz al ahorro, dudaba, calculaba, murmuraba: «¿Cuánto cobra la Rapet por una guardia?»


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Publicado el 8 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Noche

Guy de Maupassant


Cuento


Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.

El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos.

Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarle a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Sobre las Nubes

Guy de Maupassant


Crónica


En el verano de 1888, Guy de Maupassant realizó una ascensión en el globo aerostático El Horla. La crónica de ese viaje fue publicada en la revista La Lecture, y permaneció inédita hasta hace poco. En ella, Maupassant da muestra de su capacidad de apreciación y nos ofrece un curioso documento de aeronáutica. Aquí aparece, por primera vez en español, admirablemente traducido por nuestro colaborador José Abdón Flores. El maestro del relato corto narra por el solo placer de narrar y, desde un globo, ve el mundo como nunca antes lo había visto, percibe su grandeza y se sobrecoge ante la fuerza ciega de la naturaleza. Un París rodeado de nubes grises que a ratos huyen, se ofrece a los ojos del gran escudriñador de almas en esta crónica dedicada a constatar la belleza del mundo visto de lejos.

Cuando entré en el taller de La Villette, vi, yaciente sobre la hierba del patio, enfrente de la armada de negras y monstruosas chimeneas, el enorme globo amarillo, casi inflado por completo, igual a una calabaza colosal posada en medio de gasómetros en el huerto de un cíclope.

Un largo conducto de tela barnizada, igual a ese pequeño rabo torcido por donde las calabazas doradas beben la vida en la tierra, insuflaba al Horla el alma de los aeróstatos. Palpitaba y se levantaba poco a poco, y una docena de hombres lo rodeaban, desplazando de cuando en cuando los sacos de lastre enganchados a las amarras para permitirle moverse.

Un cielo bajo y gris, una pesada bóveda de nubes se extendía sobre nuestras cabezas. Eran las cuatro y media de la tarde, y la noche, ya, parecía próxima.

Curiosos y amigos entraban al taller. Observaban, con sorpresa, la pequeñez de la barquilla, los parches sobre barquilla, los parches sobre las delgadas fisuras del globo, todos los preparativos para este viaje por el espacio.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

El Horla

Guy de Maupassant


Cuento


8 de mayo

¡Qué hermoso día! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba, delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, la resguarda y le da sombra. Adoro esta región, y me gusta vivir aquí porque he echado raíces aquí, esas raíces profundas y delicadas que unen al hombre con la tierra donde nacieron y murieron sus abuelos, esas raíces que lo unen a lo que se piensa y a lo que se come, a las costumbres como a los alimentos, a los modismos regionales, a la forma de hablar de sus habitantes, a los perfumes de la tierra, de las aldeas y del aire mismo.

Adoro la casa donde he crecido. Desde mis ventanas veo el Sena que corre detrás del camino, a lo largo de mi jardín, casi dentro de mi casa, el grande y ancho Sena, cubierto de barcos, en el tramo entre Ruán y El Havre.

A lo lejos y a la izquierda, está Ruán, la vasta ciudad de techos azules, con sus numerosas y agudas torres góticas, delicadas o macizas, dominadas por la flecha de hierro de su catedral, y pobladas de campanas que tañen en el aire azul de las mañanas hermosas enviándome su suave y lejano murmullo de hierro, su canto de bronce que me llega con mayor o menor intensidad según que la brisa aumente o disminuya.

¡Qué hermosa mañana!

A eso de las once pasó frente a mi ventana un largo convoy de navíos arrastrados por un remolcador grande como una mosca, que jadeaba de fatiga lanzando por su chimenea un humo espeso.

Después, pasaron dos goletas inglesas, cuyas rojas banderas flameaban sobre el fondo del cielo, y un soberbio bergantín brasileño, blanco y admirablemente limpio y reluciente. Saludé su paso sin saber por qué, pues sentí placer al contemplarlo.

11 de mayo

Tengo algo de fiebre desde hace algunos días. Me siento dolorido o más bien triste.


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Publicado el 18 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Suicidas

Guy de Maupassant


Cuento


No pasa un día sin que aparezca en los periódicos la relación de algún suceso como éste:

"Anoche, los vecinos de la casa número tal de la calle tal oyeron dos o tres detonaciones y, saliendo a la escalera para saber lo que ocurría, entre todos pudieron comprobar que se habían producido en el cuarto del señor X. Al abrir la puerta de dicho cuarto —después de llamar inútilmente— vieron al inquilino tendido en el suelo, sobre un charco de sangre y empuñando aún el revólver con el cual se había ocasionado la muerte.

"Se ignora la causa de tan funesta determinación, porque el señor X. vivía en posición desahogada y, teniendo ya cincuenta y siete años, disfrutaba de bastante salud."

¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles desencantos convierten a esas personas, al parecer felices, en suicidas?

Indagamos, presumimos al punto, dramas pasionales, misterios de amor, desastres de intereses, y como no se descubre jamás una causa precisa, cubrimos con una palabra esas muertes inexplicables: "Misterio, misterio".

Una carta escrita poco antes de morir, por uno de los muchos que "se suicidan sin motivo", cayó en mi poder. La juzgo interesante. No descubre ningún derrumbamiento, ninguna miseria espantosa, nada de lo extraordinario que se busca siempre para justificar una catástrofe; pero pone de relieve la sucesión de pequeños desencantos que desorganizan fatalmente la existencia solitaria de un hombre que ha perdido todas las ilusiones y acaso explique —a los nerviosos y a los sensitivos, al menos— la tragedia inexplicable de "suicidios inmotivados".

Leámosla:

"Son ya las doce de la noche. Cuando haya escrito esta carta, voy a matarme. ¿Por qué? Trato de razonar mi determinación, para darme cuenta yo mismo de que se impone fatalmente, de que no debo aplazarla.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

Una Estratagema

Guy de Maupassant


Cuento


El médico y la enferma charlaban al lado del fuego que ardía en la chimenea.

La enfermedad de Julia no era grave; era una de esas ligeras molestias que aquejan frecuentemente a las mujeres bonitas: un poco de anemia, nervios y algo de esa fatiga que sienten los recién casados al fin de su primer mes de unión, cuando ambos son jóvenes, enamorados y ardientes.

Estaba media acostada en su chaise—longue y decía: —No, doctor; yo no comprendo ni comprenderé jamás que una mujer engañe a su marido. ¡Admito que no le quiera, que no tenga en cuenta sus promesas, sus juramentos!... Pero, ¿cómo osar entregarse a otro hombre? ¿Cómo ocultar eso a los ojos del mundo? ¿Cómo es posible amar en la mentira y en la traición?

El medico contestó sonriendo:

—En cuanto a eso, es bien fácil. Crea usted que no se piensa en nada de eso; que esas reflexiones no le ocurren a la mujer que se propone engañar a su marido. Es más: estoy seguro que una mujer no está preparada para sentir el verdadero amor, sino después de haber pasado por todas las promiscuidades y todas las molestias del matrimonio que, según un ilustre pensador, no es sino un cambio de mal humor durante el día y de malos olores durante la noche. Nada más cierto. Una mujer no puede amar apasionadamente, sino después de haber estado casada.

Si se pudiera comparar con una casa, diría que no es habitable hasta que un marido ha secado los muros.

En cuanto a disimular, todas las mujeres lo saben hacer de sobra cuando llega la ocasión. Las menos experimentadas son maravillosas y salen del paso ingeniosamente en los momentos más difíciles.

La joven enferma hizo un gesto de incredulidad y contestó:

—No, doctor; no se le ocurre a una sino después, lo que debió haber hecho en las circunstancias difíciles y peligrosas; y las mujeres están siempre mucho más expuestas a aturdirse, a perder la cabeza que los hombres.


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Publicado el 19 de mayo de 2016 por Edu Robsy.

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