Textos más populares esta semana de Hans Christian Andersen disponibles que contienen 'u' | pág. 3

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Los Zapatos Rojos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña.

La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos, y sin medias.

Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote:

—Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.

Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: "Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!"

Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos.


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7 págs. / 12 minutos / 1.091 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Príncipe Malvado

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un príncipe perverso y arrogante, cuya única ambición consistía en conquistar todos los países de la tierra y hacer que su nombre inspirase terror. Avanzaba a sangre y fuego; sus tropas pisoteaban las mieses en los campos e incendiaban las casas de los labriegos. Las llamas lamían las hojas de los árboles, y los frutos colgaban quemados de las ramas carbonizadas. Más de una madre se había ocultado con su hijito desnudo tras los muros humeantes; los soldados la buscaban, y al descubrir a la mujer y su pequeño daban rienda suelta a un gozo diabólico; ni los propios demonios hubieran procedido con tal perversidad. El príncipe, sin embargo, pensaba que las cosas marchaban como debían marchar. Su poder aumentaba de día en día, su nombre era temido por todos, y la suerte lo acompañaba en todas sus empresas. De las ciudades conquistadas se llevaba grandes tesoros, con lo que acumuló una cantidad de riquezas que no tenía igual en parte alguna. Mandó construir magníficos palacios, templos y galerías, y cuantos contemplaban toda aquella grandeza, exclamaban: «¡Qué príncipe más grande!». Pero no pensaban en la miseria que había llevado a otros pueblos, ni oían los suspiros y lamentaciones que se elevaban de las ciudades calcinadas.

El príncipe consideraba su oro, veía sus soberbios edificios y pensaba, como la multitud: «¡Qué gran príncipe soy! Pero aún quiero más, mucho más. Es necesario que no haya otro poder igual al mío, y no digo ya superior». Se lanzó a la guerra contra todos sus vecinos, y a todos los venció. Dispuso que los reyes derrotados fuesen atados a su carroza con cadenas de oro, andando detrás de ella a su paso por las calles. Y cuando se sentaba a la mesa, los obligaba a echarse a sus pies y a los de sus cortesanos, y a recoger las migajas que les arrojaba.


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2 págs. / 4 minutos / 556 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Los Días de la Semana

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Una vez los días de la semana quisieron divertirse y celebrar un banquete todos juntos. Sólo que los días estaban tan ocupados, que en todo el año no disponían de un momento de libertad; hubieron de buscarse una ocasión especial, en que les quedara una jornada entera disponible, y vieron que esto ocurría cada cuatro años: el día intercalar de los años bisiestos, que lo pusieron en febrero para que el tiempo no se desordenara.

Así, pues, decidieron reunirse en una comilona el día 29 de febrero; y siendo febrero el mes del carnaval, convinieron en que cada uno se disfrazaría, comería hasta hartarse, bebería bien, pronunciaría un discurso y, en buena paz y compañía, diría a los demás cosas agradables y desagradables. Los gigantes de la Antigüedad en sus banquetes solían tirarse mutuamente los huesos mondos a la cabeza, pero los días de la semana llevaban el propósito de dispararse juegos de palabras y chistes maliciosos, como es propio de las inocentes bromas de carnaval.

Llegó el día, y todos se reunieron.

Domingo, el presidente de la semana, se presentó con abrigo de seda negro. Las personas piadosas podían pensar que lo hacía para ir a la iglesia, pero los mundanos vieron en seguida que iba de dominó, dispuesto a concurrir a la alegre fiesta, y que el encendido clavel que llevaba en el ojal era la linternita roja del teatro, con el letrero: «Vendidas todas las localidades. ¡Que se diviertan!».

Lunes, joven emparentado con el Domingo y muy aficionado a los placeres, llegó el segundo. Decía que siempre salía del taller cuando pasaban los soldados.

—Necesito salir a oír la música de Offenbach. No es que me afecte la cabeza ni el corazón; más bien me cosquillea en las piernas, y tengo que bailar, irme de parranda, acostarme con un ojo a la funerala; sólo así puedo volver al trabajo al día siguiente. Soy lo nuevo de la semana.


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2 págs. / 3 minutos / 301 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Sapo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase un pozo muy profundo, y la cuerda era larga en proporción. La polea giraba pesadamente cuando había que subir el cubo lleno de agua; apenas si a uno le quedaban fuerzas para acabar de levantarlo sobre el pretil. Los rayos del sol nunca llegaban a reflejarse en el agua, con ser ésta tan clara; pero hasta donde llegaba el sol, crecían plantas verdes entre las piedras.

En el fondo vivía una familia de sapos; la madre era la primera que llegó allí, bien a pesar suyo, pues se cayó de cabeza en el pozo; era ya muy vieja, pero aún vivía. Las verdes ranas, establecidas en el lugar desde mucho antes y que se pasaban la vida nadando por aquellas aguas, reconocieron el parentesco y llamaron a los nuevos residentes los «huéspedes del pozo». Éstos llevaban el firme propósito de quedarse, vivían muy a gusto en el seco, como llamaban a las piedras húmedas.

Madre sapo había efectuado un viaje; una vez estuvo en el cubo cuando lo subían, y llegó hasta muy cerca del borde, pero el exceso de luz la cegó, y suerte que pudo saltar del balde. Se pegó un terrible batacazo al caer abajo, y tuvo que permanecer tres días en cama con dolores de espalda. No pudo contar muchas cosas del mundo de allá arriba, pero sabía, como ya lo sabían todos, que el mundo no terminaba en el pozo. La señora sapo podría haber explicado algunas cositas, pero nunca contestaba cuando le dirigían preguntas; por eso no le preguntaban nunca.

—Es gorda, patosa y fea —decían las verdes ranillas—. Sus hijos serán tan feos como ella.

—A lo mejor —dijo la madre sapo—, pero uno de ellos tendrá en la cabeza una piedra preciosa, a no ser que la tenga yo misma ya.


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8 págs. / 14 minutos / 153 visitas.

Publicado el 28 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Más Feliz

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


—¡Qué rosas tan bellas! —dijo el Sol—. Y todas las yemas se abrirán, y serán tan hermosas como ellas. ¡Son hijas mías! Yo les he dado el beso de la vida.

—Son hijas mías —dijo a su vez el rocío—. Les he dado a beber mis lágrimas.

—Pues yo diría que su madre soy yo —exclamó el rosal—. Ustedes no son sino los padrinos, que les ofrecieron un regalo según sus posibilidades y su buena voluntad.

—¡Rosas, hermosas hijas mías! —dijeron los tres, y les deseaban a todas la mayor felicidad de que puede gozar una rosa. Sin embargo, una sola podía ser la más feliz; y otra debía ser la menos feliz de todas. Era inevitable. Pero, ¿cuál sería?

—Yo lo averiguaré —dijo el viento—. Voy volando hasta muy lejos y en todas direcciones, me meto en las rendijas más estrechas, sé lo que pasa en todas partes.

Todas las rosas abiertas oyeron la conversación, y los capullos henchidos, también.

En esto se presentó en el jardín una madre amorosa vestida de luto, con semblante triste, y cogió una rosa a medio abrir, fresca y lozana; la que le pareció más hermosa. Se la llevó a su solitaria habitación, donde pocos días antes había estado brincando su hijita, enamorada de la vida, y que ahora yacía en el negro ataúd, dormida estatua de mármol. La madre besó a la muerta, y besando luego la rosa semiabierta, la depositó sobre el pecho de la muchacha, como esperando que su frescor y el beso de una madre pudieran hacer palpitar nuevamente el corazón.

Pareció como si la rosa se hinchara; cada uno de sus pétalos temblaba de gozo:

—¡Qué destino de amor me ha sido concedido! He llegado a ser como una criatura humana, recibo el beso de una madre escucho palabras de bendición y me voy al reino desconocido, soñando junto al pecho de la muerta. Indudablemente he sido la más feliz de todas las hermanas.


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4 págs. / 7 minutos / 98 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Habichuelas Mágicas

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Periquín vivía con su madre, que era viuda, en una cabaña del bosque. Como con el tiempo fue empeorando la situación familiar, la madre determinó mandar a Periquín a la ciudad, para que allí intentase vender la única vaca que poseían. El niño se puso en camino, llevando atado con una cuerda al animal, y se encontró con un hombre que llevaba un saquito de habichuelas.

—Son maravillosas —explicó aquel hombre—. Si te gustan, te las daré a cambio de la vaca.

Así lo hizo Periquín, y volvió muy contento a su casa. Pero la viuda, disgustada al ver la necedad del muchacho, cogió las habichuelas y las arrojó a la calle. Después se puso a llorar.

Cuando se levantó Periquín al día siguiente, fue grande su sorpresa al ver que las habichuelas habían crecido tanto durante la noche, que las ramas se perdían de vista. Se puso Periquín a trepar por la planta, y sube que sube, llegó a un país desconocido.

Entró en un castillo y vio a un malvado gigante que tenía una gallina que ponía un huevo de oro cada vez que él se lo mandaba. Esperó el niño a que el gigante se durmiera, y tomando la gallina, escapó con ella. Llegó a las ramas de las habichuelas, y descolgándose, tocó el suelo y entró en la cabaña.

La madre se puso muy contenta. Y así fueron vendiendo los huevos de oro, y con su producto vivieron tranquilos mucho tiempo, hasta que la gallina se murió y Periquín tuvo que trepar por la planta otra vez, dirigiéndose al castillo del gigante. Se escondió tras una cortina y pudo observar cómo el dueño del castillo iba contando monedas de oro que sacaba de un bolsón de cuero.

En cuanto se durmió el gigante, salió Periquín y, recogiendo el talego de oro, echó a correr hacia la planta gigantesca y bajó a su casa. Así la viuda y su hijo tuvieron dinero para ir viviendo mucho tiempo.


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1 pág. / 3 minutos / 1.194 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Abuelita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Abuelita es muy vieja, tiene muchas arrugas y el pelo completamente blanco, pero sus ojos brillan como estrellas, sólo que mucho más hermosos, pues su expresión es dulce, y da gusto mirarlos. También sabe cuentos maravillosos y tiene un vestido de flores grandes, grandes, de una seda tan tupida que cruje cuando anda. Abuelita sabe muchas, muchísimas cosas, pues vivía ya mucho antes que papá y mamá, esto nadie lo duda. Tiene un libro de cánticos con recias cantoneras de plata; lo lee con gran frecuencia. En medio del libro hay una rosa, comprimida y seca, y, sin embargo, la mira con una sonrisa de arrobamiento, y le asoman lágrimas a los ojos. ¿Por qué abuelita mirará así la marchita rosa de su devocionario? ¿No lo sabes? Cada vez que las lágrimas de la abuelita caen sobre la flor, los colores cobran vida, la rosa se hincha y toda la sala se impregna de su aroma; se esfuman las paredes cual si fuesen pura niebla, y en derredor se levanta el bosque, espléndido y verde, con los rayos del sol filtrándose entre el follaje, y abuelita vuelve a ser joven, una bella muchacha de rubias trenzas y redondas mejillas coloradas, elegante y graciosa; no hay rosa más lozana, pero sus ojos, sus ojos dulces y cuajados de dicha, siguen siendo los ojos de abuelita.

Sentado junto a ella hay un hombre, joven, vigoroso, apuesto. Huele la rosa y ella sonríe — ¡pero ya no es la sonrisa de abuelita! — sí, y vuelve a sonreír. Ahora se ha marchado él, y por la mente de ella desfilan muchos pensamientos y muchas figuras; el hombre gallardo ya no está, la rosa yace en el libro de cánticos, y... abuelita vuelve a ser la anciana que contempla la rosa marchita guardada en el libro.

Ahora abuelita se ha muerto. Sentada en su silla de brazos, estaba contando una larga y maravillosa historia.

—Se ha terminado —dijo— y yo estoy muy cansada; dejadme echar un sueñito.


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2 págs. / 3 minutos / 636 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Historia de una Madre

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Estaba una madre sentada junto a la cuna de su hijito, muy afligida y angustiada, pues temía que el pequeño se muriera. Éste, en efecto, estaba pálido como la cera, tenía los ojitos medio cerrados y respiraba casi imperceptiblemente, de vez en cuando con una aspiración profunda, como un suspiro. La tristeza de la madre aumentaba por momentos al contemplar a la tierna criatura.

Llamaron a la puerta y entró un hombre viejo y pobre, envuelto en un holgado cobertor, que parecía una manta de caballo; son mantas que calientan, pero él estaba helado. Se estaba en lo más crudo del invierno; en la calle todo aparecía cubierto de hielo y nieve, y soplaba un viento cortante.

Como el viejo tiritaba de frío y el niño se había quedado dormido, la madre se levantó y puso a calentar cerveza en un bote, sobre la estufa, para reanimar al anciano. Éste se había sentado junto a la cuna, y mecía al niño. La madre volvió a su lado y se estuvo contemplando al pequeño, que respiraba fatigosamente y levantaba la manita.

—¿Crees que vivirá? —preguntó la madre—. ¡El buen Dios no querrá quitármelo!

El viejo, que era la Muerte en persona, hizo un gesto extraño con la cabeza; lo mismo podía ser afirmativo que negativo. La mujer bajó los ojos, y las lágrimas rodaron por sus mejillas. Tenía la cabeza pesada, llevaba tres noches sin dormir y se quedó un momento como aletargada; pero volvió en seguida en sí, temblando de frío.

—¿Qué es esto? —gritó, mirando en todas direcciones. El viejo se había marchado, y la cuna estaba vacía. ¡Se había llevado al niño! El reloj del rincón dejó oír un ruido sordo, la gran pesa de plomo cayó rechinando hasta el suelo, ¡paf!, y las agujas se detuvieron.

La desolada madre salió corriendo a la calle, en busca del hijo. En medio de la nieve había una mujer, vestida con un largo ropaje negro, que le dijo:


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6 págs. / 10 minutos / 378 visitas.

Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

¡Baila, Baila, Muñequita!

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


—Sí, es una canción para las niñas muy pequeñas —aseguró tía Malle—. Yo, con la mejor voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!» —Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle.

Venía a la casa un estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y la cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella.


¡Baila, baila, muñequita,
qué fina es la señorita!
Y también el caballero
con sus guantes y sombrero,
calzón blanco y frac planchado
y muy brillante calzado.
Son bien finos, a fe mía.
Baila, muñequita mía.
 
Ahí está Lisa, que es muy vieja,
aunque ahora no semeja,
con la cera que le han dado,
que sea del año pasado.
Como nueva está y entera.
Baila con tu compañera,
serán tres para bailar.
¡Bien nos vamos a alegrar!
Baila, baila, muñequita,
pie hacia fuera, tan bonita.
Da el primer paso, garbosa,
siempre esbelta y tan graciosa.
Gira y salta sin parar,
que muy sano es el saltar.
¡Vaya baile delicioso!
¡Son un grupo primoroso!


Y las muñecas comprendían la canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no estaba ya para niñerías.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

El Libro Mudo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Junto a la carretera que cruzaba el bosque se levantaba una granja solitaria; la carretera pasaba precisamente a su través. Brillaba el sol, todas las ventanas estaban abiertas; en el interior reinaba gran movimiento, pero en la era, entre el follaje de un saúco florido, había un féretro abierto, con un cadáver que debía recibir sepultura aquella misma mañana. Nadie velaba a su lado, nadie lloraba por el difunto, cuyo rostro aparecía cubierto por un paño blanco. Bajo la cabeza tenía un libro muy grande y grueso; las hojas eran de grandes pliegos de papel secante, y en cada una había, ocultas y olvidadas, flores marchitas, todo un herbario, reunido en diferentes lugares. Debía ser enterrado con él, pues así lo había dispuesto su dueño. Cada flor resumía un capítulo de su vida.

¿Quién es el muerto? —preguntamos, y nos respondieron:

—Aquel viejo estudiante de Uppsala. Parece que en otros tiempos fue hombre muy despierto, que estudió las lenguas antiguas, cantó e incluso compuso poesías, según decían. Pero algo le ocurrió, y se entregó a la bebida. Decayó su salud, y finalmente vino al campo, donde alguien pagaba su pensión. Era dulce como un niño mientras no lo dominaban ideas lúgubres, pero entonces se volvía salvaje y echaba a correr por el bosque como una bestia acosada. En cambio, cuando habían conseguido volverlo a casa y lo persuadían de que hojease su libro de plantas secas, era capaz de pasarse el día entero mirándolas, y a veces las lágrimas le rodaban por las mejillas; sabe Dios en qué pensaría entonces. Pero había rogado que depositaran el libro en el féretro, y allí estaba ahora. Dentro de poco rato clavarían la tapa, y descansaría apaciblemente en la tumba.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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