Textos más populares esta semana de Hans Christian Andersen disponibles que contienen 'u' | pág. 4

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El Hijo del Portero

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


El general vivía en el primer piso, y el portero, en el sótano. Había una gran distancia entre las dos familias: primero las separaba toda la planta baja, y luego la categoría social.

Pero las dos moraban bajo un mismo tejado, con la misma vista a la calle y al patio, en el cual había un espacio plantado de césped, con una acacia florida, al menos en la época en que florecen las acacias. Bajo el árbol solía sentarse la emperejilada nodriza con la pequeña Emilia, la hijita del general, más emperejilado todavía. Delante de ellas bailaba, descalzo, el niño del portero. Tenía grandes ojos castaños y oscuro cabello y la niña le sonreía y le alargaba las manitas. Cuando el general contemplaba aquel espectáculo desde su ventana, inclinando la cabeza con aire complacido, decía:

—¡Charmant!

La generala, tan joven que casi habría podido pasar por hija de un primer matrimonio del militar, no se asomaba nunca a la ventana a mirar al patio, pero tenía mandado que, si bien el pequeño de «la gente del sótano» podía jugar con la niña, no le estaba permitido tocarla, y el ama cumplía al pie de la letra la orden de la señora.

El sol entraba en el primer piso y en el sótano; la acacia daba flores, que caían, y al año siguiente daba otras nuevas. Florecía el árbol, y florecía también el hijo del portero; habríais dicho un tulipán recién abierto.

La hijita del general crecía delicada y paliducha, con el color rosado de la flor de acacia. Ahora bajaba raramente al patio; salía a tomar el aire en el coche, con su mamá, y siempre que pasaba saludaba con la cabeza al pequeño Jorge del portero. Al principio le dirigía incluso besos con la mano, hasta que su madre le dijo que era demasiado mayor para hacerlo.


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14 págs. / 25 minutos / 119 visitas.

Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Las Cigüeñas

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido —pensaba—. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.

Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:


Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.


—¡Escucha lo que cantan los niños! —exclamaron los polluelos—. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.

—No se preocupen —los tranquilizó la madre—. No les hagan caso, deéjenlos que canten.

Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:

—No se apuren —les decía—, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.


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5 págs. / 9 minutos / 95 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Pegaojos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En todo el mundo no hay quien sepa tantos cuentos como Pegaojos. ¡Señor, los que sabe!

Al anochecer, cuando los niños están aún sentados a la mesa o en su escabel, viene un duende llamado Pegaojos; sube la escalera quedito, quedito, pues va descalzo, sólo en calcetines; abre las puertas sin hacer ruido y, ¡chitón!, vierte en los ojos de los pequeñuelos leche dulce, con cuidado, con cuidado, pero siempre bastante para que no puedan tener los ojos abiertos y, por tanto, verlo. Se desliza por detrás, les sopla levemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén quietecitos, y para ello lo mejor es aguardar a que estén acostados. Deben estarse quietos y callados, para que él pueda contarles sus cuentos.

Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Va bien vestido; lleva un traje de seda, pero es imposible decir de qué color, pues tiene destellos verdes, rojos y azules, según como se vuelva. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo.

Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos, los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin haber tenido ningún sueño.

Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la semana.

Lunes

—Atiende —dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado—, verás cómo arreglo todo esto.


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7 págs. / 12 minutos / 91 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Verdezuelos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Había un rosal en la ventana. Hasta hace poco estaba verde y lozano, mas ahora tenía un aspecto enfermizo; algo debía ocurrirle.

Lo que le pasaba es que habían llegado soldados y tenía que alojarlos. Los recién llegados se lo comían vivo, a pesar de tratarse de una tropa muy respetable, en uniforme verde.

Hablé con uno de los alojados, que aunque sólo contaba tres días de edad, era ya bisabuelo. ¿Sabes lo que me dijo? Pues me contó muchas cosas de él y de toda la tropa.

—Somos el regimiento más notable entre todas las criaturas de la Tierra. Cuando hace calor damos a luz hijos vivos, pues entonces el tiempo se presta a ello; nos casamos enseguida y celebramos la boda. Cuando hace frío ponemos huevos; así los pequeños están calientes. El más sabio de todos los animales, la hormiga, a la que respetamos sobremanera, nos estudia y aprecia. No se nos come, sino que coge nuestros huevos, los pone entre los suyos y en el piso inferior de su casa, los coloca por orden numérico en hileras y en capas, de manera que cada día pueda salir uno del huevo. Entonces nos llevan al establo y, sujetándonos las patas posteriores, nos ordeñan hasta que morimos: es una sensación agradabilísima. Nos dan el nombre más hermoso imaginable: «dulce vaquita lechera». Éste es el nombre que nos dan los animales inteligentes como las hormigas; sólo los hombres no lo hacen, lo cual es una ofensa capaz de hacernos perder la ecuanimidad. ¿No podría escribir nada para arreglar esta embarazoso situación y poner las cosas en su punto?

Nos miran estúpidamente, y, además, con ojos coléricos, total porque nos comemos unos pétalos de rosa, cuando ellos devoran todos los seres vivos, todo lo que verdea y florece. Nos dan el nombre más despectivo y más odioso que quepa imaginar; no me atrevo a decirlo, ¡puh! Me mareo sólo al pensarlo. No puedo repetirlo, al menos cuando voy de uniforme; y como nunca me lo quito...


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2 págs. / 3 minutos / 90 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Sirenita

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el fondo del más azul de los océanos había un maravilloso palacio en el cual habitaba el Rey del Mar, un viejo y sabio tritón que tenía una abundante barba blanca. Vivía en esta espléndida mansión de coral multicolor y de conchas preciosas, junto a sus hijas, cinco bellísimas sirenas.

La Sirenita, la más joven, además de ser la más bella poseía una voz maravillosa; cuando cantaba acompañándose con el arpa, los peces acudían de todas partes para escucharla, las conchas se abrían, mostrando sus perlas, y las medusas al oírla dejaban de flotar.

La pequeña sirena casi siempre estaba cantando, y cada vez que lo hacía levantaba la vista buscando la débil luz del sol, que a duras penas se filtraba a través de las aguas profundas.

—¡Oh! ¡Cuánto me gustaría salir a la superficie para ver por fin el cielo que todos dicen que es tan bonito, y escuchar la voz de los hombres y oler el perfume de las flores!

—Todavía eres demasiado joven —respondió la abuela—. Dentro de unos años, cuando tengas quince, el rey te dará permiso para subir a la superficie, como a tus hermanas.

La Sirenita soñaba con el mundo de los hombres, el cual conocía a través de los relatos de sus hermanas, a quienes interrogaba durante horas para satisfacer su inagotable curiosidad cada vez que volvían de la superficie. En este tiempo, mientras esperaba salir a la superficie para conocer el universo ignorado, se ocupaba de su maravilloso jardín adornado con flores marítimas. Los caballitos de mar le hacían compañía y los delfines se le acercaban para jugar con ella; únicamente las estrellas de mar, quisquillosas, no respondían a su llamada.

Por fin llegó el cumpleaños tan esperado y, durante toda la noche precedente, no consiguió dormir. A la mañana siguiente el padre la llamó y, al acariciarle sus largos y rubios cabellos, vio esculpida en su hombro una hermosísima flor.


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7 págs. / 12 minutos / 1.386 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Zapatos Rojos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hubo una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que a pesar de todo tenía que andar siempre descalza, al menos en verano, por su extraña pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña.

La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Ciertamente los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd de pino así, con los zapatos rojos, y sin medias.

Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un grande y viejo coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella, y dijo al sacerdote:

—Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.

Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles, y los hizo quemar. La niña fue vestida pulcramente, y tuvo que aprender a leer y coser. La gente decía que era linda, pero el espejo añadía más: "Tú eres más que linda. ¡Eres encantadora!"

Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, llevando consigo a su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para tratar de verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos de marroquí rojo. Un par de zapatos que eran realmente la cosa más distinta de aquellos que la pobre zapatera había confeccionado para Karen. Nada en el mundo podía compararse con aquellos zapatitos rojos.


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7 págs. / 12 minutos / 1.096 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Princesa del Guisante

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero que fuese una princesa de verdad. En su busca recorrió todo el mundo, mas siempre había algún pero. Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso. Así regresó a su casa muy triste, pues estaba empeñado en encontrar a una princesa auténtica.

Una tarde estalló una terrible tempestad; se sucedían sin interrupción los rayos y los truenos, y llovía a cántaros; era un tiempo espantoso. En éstas llamaron a la puerta de la ciudad, y el anciano Rey acudió a abrir.

Una princesa estaba en la puerta; pero ¡santo Dios, cómo la habían puesto la lluvia y el mal tiempo! El agua le chorreaba por el cabello y los vestidos, se le metía por las cañas de los zapatos y le salía por los tacones; pero ella afirmaba que era una princesa verdadera.

"Pronto lo sabremos", pensó la vieja Reina, y, sin decir palabra, se fue al dormitorio, levantó la cama y puso un guisante sobre la tela metálica; luego amontonó encima veinte colchones, y encima de éstos, otros tantos edredones.

En esta cama debía dormir la princesa.

Por la mañana le preguntaron qué tal había descansado.

—¡Oh, muy mal! —exclamó—. No he pegado un ojo en toda la noche. ¡Sabe Dios lo que habría en la cama! ¡Era algo tan duro, que tengo el cuerpo lleno de cardenales! ¡Horrible!.

Entonces vieron que era una princesa de verdad, puesto que, a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones, había sentido el guisante. Nadie, sino una verdadera princesa, podía ser tan sensible.

El príncipe la tomó por esposa, pues se había convencido de que se casaba con una princesa hecha y derecha; y el guisante pasó al museo, donde puede verse todavía, si nadie se lo ha llevado.

Esto sí que es una historia, ¿verdad?


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Publicado el 30 de junio de 2016 por Edu Robsy.

La Sombra

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. Él y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto.


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13 págs. / 23 minutos / 690 visitas.

Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

¡Baila, Baila, Muñequita!

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


—Sí, es una canción para las niñas muy pequeñas —aseguró tía Malle—. Yo, con la mejor voluntad del mundo, no puedo seguir este «¡Baila, baila, muñequita mía!» —Pero la pequeña Amalia si la seguía; sólo tenía 3 años, jugaba con muñecas y las educaba para que fuesen tan listas como tía Malle.

Venía a la casa un estudiante que daba lecciones a los hermanos y hablaba mucho con Amalita y sus muñecas, pero de una manera muy distinta a todos los demás. La pequeña lo encontraba muy divertido, y, sin embargo, tía Malle opinaba que no sabía tratar con niños; sus cabecitas no sacarían nada en limpio de sus discursos. Pero Amalita sí sacaba, tanto, que se aprendió toda la canción de memoria y la cantaba a sus tres muñecas, dos de las cuales eran nuevas, una de ellas una señorita, la otra un caballero, mientras la tercera era vieja y se llamaba Lise. También ella oyó la canción y participó en ella.


¡Baila, baila, muñequita,
qué fina es la señorita!
Y también el caballero
con sus guantes y sombrero,
calzón blanco y frac planchado
y muy brillante calzado.
Son bien finos, a fe mía.
Baila, muñequita mía.
 
Ahí está Lisa, que es muy vieja,
aunque ahora no semeja,
con la cera que le han dado,
que sea del año pasado.
Como nueva está y entera.
Baila con tu compañera,
serán tres para bailar.
¡Bien nos vamos a alegrar!
Baila, baila, muñequita,
pie hacia fuera, tan bonita.
Da el primer paso, garbosa,
siempre esbelta y tan graciosa.
Gira y salta sin parar,
que muy sano es el saltar.
¡Vaya baile delicioso!
¡Son un grupo primoroso!


Y las muñecas comprendían la canción; Amalita también la comprendía, y el estudiante, claro está. Él la había compuesto, y decía que era estupenda. Sólo tía Malle no la entendía; no estaba ya para niñerías.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

Cada Cosa en su Sitio

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Hace de esto más de cien años.

Detrás del bosque, a orillas de un gran lago, se levantaba un viejo palacio, rodeado por un profundo foso en el que crecían cañaverales, juncales y carrizos. Junto al puente, en la puerta principal, habla un viejo sauce, cuyas ramas se inclinaban sobre las cañas.

Desde el valle llegaban sones de cuernos y trotes de caballos; por eso la zagala se daba prisa en sacar los gansos del puente antes de que llegase la partida de cazadores. Venía ésta a todo galope, y la muchacha hubo de subirse de un brinco a una de las altas piedras que sobresalían junto al puente, para no ser atropellada. Era casi una niña, delgada y flacucha, pero en su rostro brillaban dos ojos maravillosamente límpidos. Mas el noble caballero no reparó en ellos; a pleno galope, blandiendo el látigo, por puro capricho dio con él en el pecho de la pastora, con tanta fuerza que la derribó.

—¡Cada cosa en su sitio! —exclamó—. ¡El tuyo es el estercolero! —y soltó una carcajada, pues el chiste le pareció gracioso, y los demás le hicieron coro. Todo el grupo de cazadores prorrumpió en un estruendoso griterío, al que se sumaron los ladridos de los perros. Era lo que dice la canción:

«¡Borrachas llegan las ricas aves!».

Dios sabe lo rico que era.

La pobre muchacha, al caer, se agarró a una de las ramas colgantes del sauce, y gracias a ella pudo quedar suspendida sobre el barrizal. En cuanto los señores y la jauría hubieron desaparecido por la puerta, ella trató de salir de su atolladero, pero la rama se quebró, y la muchachita cayó en medio del cañaveral, sintiendo en el mismo momento que la sujetaba una mano robusta. Era un buhonero, que, habiendo presenciado toda la escena desde alguna distancia, corrió en su auxilio.


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Publicado el 26 de junio de 2016 por Edu Robsy.

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