Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de
cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos,
que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún
de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre,
erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el
montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal
era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto
al nido —pensaba—. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo
el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió
de pie sobre una pata.
Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse
cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar,
acompañado luego por toda la tropa:
Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.
—¡Escucha lo que cantan los niños! —exclamaron los polluelos—. Cantan que nos
van a colgar y a chamuscar.
—No se preocupen —los tranquilizó la madre—. No les hagan caso, deéjenlos que
canten.
Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a
las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo
que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el
juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:
—No se apuren —les decía—, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose
sobre una pata.
Leer / Descargar texto 'Las Cigüeñas'