El escultor Alfredo —seguramente lo conoces, pues todos lo conocemos— ganó la
medalla de oro, hizo un viaje a Italia y regresó luego a su patria. Entonces era
joven, y, aunque lo es todavía, siempre tiene unos años más que en aquella
época.
A su regreso fue a visitar una pequeña ciudad de Zelanda. Toda la población
sabía quién era el forastero. Una familia acaudalada dio una fiesta en su honor,
a la que fueron invitadas todas las personas que representaban o poseían algo en
la localidad. Fue un acontecimiento, que no hubo necesidad de pregonar con bombo
y platillos. Oficiales artesanos e hijos de familias humildes, algunos con sus
padres, contemplaron desde la calle las iluminadas cortinas; el vigilante pudo
imaginar que había allí tertulia, a juzgar por el gentío congregado en la calle.
El aire olía a fiesta, y en el interior de la casa reinaba el regocijo, pues en
ella estaba don Alfredo, el escultor.
Habló, contó, y todos los presentes lo escucharon con gusto y con unción,
principalmente la viuda de un funcionario, ya de cierta edad. Venía a ser como
un papel secante nuevito para todas las palabras de don Alfredo: chupaba
enseguida lo que él decía, y pedía más; era enormemente impresionable e
increíblemente ignorante: un Kaspar Hauser femenino.
—Supongo que visitaría Roma —dijo—. Debe ser una ciudad espléndida, con tanto
extranjero como allí acude. ¡Descríbanos Roma! ¿Qué impresión produce cuando se
llega a ella?
—Es muy fácil describirla —dijo el joven escultor—. Hay una gran plaza, con
un obelisco en el centro, un obelisco que tiene cuatro mil años.
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