Textos más cortos de Hans Christian Andersen publicados el 4 de julio de 2016 | pág. 3

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autor: Hans Christian Andersen fecha: 04-07-2016


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Tiene que Haber Diferencias

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Era el mes de mayo. Soplaba aún un viento fresco, pero la primavera había llegado; así lo proclamaban las plantas y los árboles, el campo y el prado. Era una orgía de flores, que se esparcían hasta por debajo de los verdes setos; y justamente allí la primavera llevaba a cabo su obra, manifestándose desde un diminuto manzano del que había brotado una única ramita, pero fresca y lozana, y cuajada toda ella de yemas color de rosa a punto de abrirse. Bien sabía la ramita lo hermosa que era, pues eso está en la hoja como en la sangre; por eso no se sorprendió cuando un coche magnífico se detuvo en el camino frente a ella, y la joven condesa que lo ocupaba dijo que aquella rama de manzano era lo más encantador que pudiera soñarse; era la primavera misma en su manifestación más delicada. Y quebraron la rama, que la damita cogió con la mano y resguardó bajo su sombrilla de seda. Continuaron luego hacia palacio, aquel palacio de altos salones y espléndidos aposentos; sutiles cortinas blancas aleteaban en las abiertas ventanas, y maravillosas flores lucían en jarros opalinos y transparentes; en uno de ellos —se habría dicho fabricado de nieve recién caída— colocaron la ramita del manzano entre otras de haya, tiernas y de un verde claro. Daba alegría mirarla.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Rompenieves

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Era invierno, el aire frío, el viento cortante, pero en el hogar se estaba caliente y a gusto, y la flor yacía en su casita, encerrada en su bulbo, bajo la tierra y la nieve.

Un día llovió, las gotas atravesaron la capa de nieve y penetraron en la tierra, tocaron el bulbo y le hablaron del luminoso mundo de allá arriba; poco después, un rayo de sol taladró a su vez la nieve y fue a llamar a la corteza del bulbo.

—¡Adelante! —dijo la flor.

—No puedo —respondió el rayo de sol—. No tengo bastante fuerza para abrir. Hasta el verano no seré fuerte.

—¿Cuándo llegará el verano? —preguntó la flor, y fue repitiendo la misma pregunta cada vez que llegaba un nuevo rayo de sol. Pero faltaba aún mucho para el verano. El suelo estaba cubierto de un manto de nieve, y todas las noches se helaba el agua.

—¡Cuánto tarda, cuánto tarda! —se lamentaba la flor—. Siento un cosquilleo, no puedo estar quieta, necesito estirarme, abrir, salir afuera, ir a dar los buenos días al verano. ¡Qué tiempo más feliz será!

Y la flor venga agitarse y estirarse contra la delgada envoltura, que el agua reblandecía desde fuera y la nieve y la tierra calentaban, aquella tierra en la que el sol ya había penetrado. Iba encaramándose bajo la nieve, con una yema verde y blanquecina en el extremo del verde tallo, con hojas estrechas y jugosas que parecían querer protegerla. La nieve era fría, pero estaba bañada de luz; por eso era fácil atravesarla, y la flor sintió que el rayo de sol tenía más fuerza que antes.

—¡Bienvenida, bienvenida! —cantaban y decían todos los rayos, mientras la flor se elevaba por encima de la nieve, asomando al mundo luminoso. Los rayos la acariciaban y besaban, impulsándola a abrirse del todo, blanca como la nieve y adornada con fajas verdes. Inclinó la cabeza, gozosa y humilde.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Las Aventuras del Cardo

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Ante una rica quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque; incluso escuelas enteras se presentaban para verlo.

Delante de la valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su raíz era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro de la lechera. El animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: «¡Qué hermoso eres! Te comería». Pero el ronzal no era bastante largo para que el pollino pudiese alcanzarlo.

Habían llegado numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes y lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de Escocia. Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un buen partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de acuerdo.

Los jóvenes salieron a correr por el césped y a jugar al «crocket»; pasearon luego entre las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas.

—Es la flor de Escocia —dijo—. Figura en el escudo de mi país. Dámela.

El joven eligió la más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en un espinoso rosal.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Tempestad Cambia los Rótulos

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En días remotos, cuando el abuelito era todavía un niño y llevaba pantaloncito encarnado y chaqueta de igual color, cinturón alrededor del cuerpo y una pluma en la gorra —pues así vestían los pequeños cuando iban endomingados—, muchas cosas eran completamente distintas de como son ahora. Eran frecuentes las procesiones y cabalgatas, ceremonias que hoy han caído en desuso, pues nos parecen anticuadas. Pero da gusto oír contarlo al abuelito.

Realmente debió de ser un bello espectáculo el solemne traslado del escudo de los zapateros el día que cambiaron de casa gremial. Ondeaba su bandera de seda, en la que aparecían representadas una gran bota y un águila bicéfala; los oficiales más jóvenes llevaban la gran copa y el arca; cintas rojas y blancas descendían, flotantes, de las mangas de sus camisas. Los mayores iban con la espada desenvainada, con un limón en la punta. Lo dominaba todo la música, y el mayor de los instrumentos era el «pájaro», como llamaba el abuelito a la alta percha con la media luna y todos los sonajeros imaginables; una verdadera música turca. Sonaba como mil demonios cuando la levantaban y sacudían, y a uno le dolían los ojos cuando el sol daba sobre el oro, la plata o el latón.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

La Pulga y el Profesor

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Érase una vez un aeronauta que terminó malamente. Estalló su globo, cayó el hombre y se hizo pedazos. Dos minutos antes había enviado a su ayudante a tierra en paracaídas; fue una suerte para el ayudante, pues no sólo salió indemne de la aventura, sino que además se encontró en posesión de valiosos conocimientos sobre aeronáutica; pero no tenía globo, ni medios para procurarse uno.

Como de un modo u otro tenía que vivir, acudió a la prestidigitación y artes similares; aprendió a hablar con el estómago y lo llamaron ventrílocuo. Era joven y de buena presencia, y bien vestido siempre y con bigote, podía pasar por hijo de un conde. Las damas lo encontraban guapo, y una muchacha se prendó de tal modo de su belleza y habilidad, que lo seguía a todas las ciudades y países del extranjero; allí él se atribuía el título de «profesor»; era lo menos que podía ser.

Su idea fija era procurarse un globo y subir al espacio acompañado de su mujercita. Pero les faltaban los recursos necesarios.

—Ya Llegarán —decía él.

—¡Ojalá! —respondía ella.

—Somos jóvenes, y yo he llegado ya a profesor. ¡Las migas también son pan!

Ella le ayudaba abnegadamente vendiendo entradas en la puerta, lo cual no dejaba de ser pesado en invierno. Y le ayudaba también en sus trucos. El prestidigitador introducía a su mujer en el cajón de la mesa, un cajón muy grande; desde allí, ella se escurría a una caja situada detrás, y ya no aparecía cuando se volvía a abrir el cajón. Era lo que se llama una ilusión óptica.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Visión del Baluarte

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Es otoño. Estamos en lo alto del baluarte contemplando el mar, surcado por numerosos barcos, y, a lo lejos, la costa sueca, que se destaca, altiva, a la luz del sol poniente. A nuestra espalda desciende, abrupto, el bosque, y nos rodean árboles magníficos, cuyo amarillo follaje va desprendiéndose de las ramas. Al fondo hay casas lóbregas, con empalizadas, y en el interior, donde el centinela efectúa su monótono paseo, todo es angosto y tétrico; pero más tenebroso es todavía del otro lado de la enrejada cárcel, donde se hallan los presidiarios, los delincuentes peores.

Un rayo del sol poniente entra en la desnuda celda, pues el sol brilla sobre los buenos y los malos. El preso, hosco y rudo, dirige una mirada de odio al tibio rayo. Un pajarillo vuela hasta la reja. El pájaro canta para los buenos y los malos. Su canto es un breve trino, pero el pájaro se queda allí, agitando las alas. Se arranca una pluma y se esponja las del cuello; y el mal hombre encadenado lo mira. Una expresión más dulce se dibuja en su hosca cara; un pensamiento que él mismo no comprende claramente, brota en su pecho; un pensamiento que tiene algo de común con el rayo de sol que entra por la reja, y con las violetas que tan abundantes crecen allá fuera en primavera. Luego resuena el cuerno de los cazadores, melódicos y vigorosos. El pájaro se asusta y se echa a volar, alejándose de la reja del preso; el rayo de sol desaparece, y vuelve a reinar la oscuridad en la celda, la oscuridad en el corazón de aquel hombre malo; pero el sol ha brillado, y el pájaro ha cantado.

¡Segan resonando, hermosos toques del cuerno de caza! El atardecer es apacible, el mar está en calma, terso como un espejo.

La aguja de zurcir

Érase una vez una aguja de zurcir tan fina y puntiaguda, que se creía ser una aguja de coser.


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Una Historia

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


En el jardín florecían todos los manzanos; se habían apresurado a echar flores antes de tener hojas verdes; todos los patitos estaban en la era, y el gato con ellos, relamiéndose el resplandor del sol, relamiéndoselo de su propia pata. Y si uno dirigía la mirada a los campos, veía lucir el trigo con un verde precioso, y todo era trinar y piar de mil pajarillos, como si se celebrase una gran fiesta; y de verdad lo era, pues había llegado el domingo. Tocaban las campanas, y las gentes, vestidas con sus mejores prendas, se encaminaban a la iglesia, tan orondas y satisfechas. Sí, en todo se reflejaba la alegría; era un día tan tibio y tan magnífico, que bien podía decirse:

—Verdaderamente, Dios Nuestro Señor es de una bondad infinita para con sus criaturas.

En el interior de la iglesia, el pastor, desde el púlpito, hablaba, sin embargo, con voz muy recia y airada; se lamentaba de que todos los hombres fueran unos descreídos y los amenazaba con el castigo divino, pues cuando los malos mueren, van al infierno, a quemarse eternamente; y decía además que su gusano no moriría, ni su fuego se apagaría nunca, y que jamás encontrarían la paz y el reposo. ¡Daba pavor oírlo, y se expresaba, además, con tanta convicción...! Describía a los feligreses el infierno como una cueva apestosa, donde confluye toda la inmundicia del mundo; allí no hay más aire que el de la llama ardiente del azufre, ni suelo tampoco: todos se hundirían continuamente, en eterno silencio. Era horrible oír todo aquello, pero el párroco lo decía con toda su alma, y todos los presentes se sentían sobrecogidos de espanto. Y, sin embargo, allá fuera los pajarillos cantaban tan alegres, y el sol enviaba su calor, y cada florecilla parecía decir: «Dios es infinitamente bueno para todos nosotros». Sí, allá fuera las cosas eran muy distintas de como las pintaba el párroco.


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Las Cigüeñas

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Sobre el tejado de la casa más apartada de una aldea había un nido de cigüeñas. La cigüeña madre estaba posada en él, junto a sus cuatro polluelos, que asomaban las cabezas con sus piquitos negros, pues no se habían teñido aún de rojo. A poca distancia, sobre el vértice del tejado, permanecía el padre, erguido y tieso; tenía una pata recogida, para que no pudieran decir que el montar la guardia no resultaba fatigoso. Se hubiera dicho que era de palo, tal era su inmovilidad. «Da un gran tono el que mi mujer tenga una centinela junto al nido —pensaba—. Nadie puede saber que soy su marido. Seguramente pensará todo el mundo que me han puesto aquí de vigilante. Eso da mucha distinción». Y siguió de pie sobre una pata.

Abajo, en la calle, jugaba un grupo de chiquillos, y he aquí que, al darse cuenta de la presencia de las cigüeñas, el más atrevido rompió a cantar, acompañado luego por toda la tropa:


Cigüeña, cigüeña, vuélvete a tu tierra
más allá del valle y de la alta sierra.
Tu mujer se está quieta en el nido,
y todos sus polluelos se han dormido.
El primero morirá colgado,
el segundo chamuscado;
al tercero lo derribará el cazador
y el cuarto irá a parar al asador.


—¡Escucha lo que cantan los niños! —exclamaron los polluelos—. Cantan que nos van a colgar y a chamuscar.

—No se preocupen —los tranquilizó la madre—. No les hagan caso, deéjenlos que canten.

Y los rapaces siguieron cantando a coro, mientras con los dedos señalaban a las cigüeñas burlándose; sólo uno de los muchachos, que se llamaba Perico, dijo que no estaba bien burlarse de aquellos animales, y se negó a tomar parte en el juego. Entretanto, la cigüeña madre seguía tranquilizando a sus pequeños:

—No se apuren —les decía—, miren qué tranquilo está su padre, sosteniéndose sobre una pata.


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Lo que Hace el Padre Bien Hecho Está

Hans Christian Andersen


Cuento infantil


Voy a contaros ahora una historia que oí cuando era muy niño, y cada vez que me acuerdo de ella me parece más bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los años, y esto es muy alentador.

Algunas veces habrás salido a la campiña y habrás visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigüeñas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeña barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a toda alma viviente.

Pues en una casa como la que te he descrito vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseían casi nada, y, sin embargo, tenían una cosa superflua: un caballo, que solía pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habría sido más ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar?.

—Tú verás mejor lo que nos conviene —dijo la mujer—. Precisamente hoy es día de mercado en el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre está bien hecho. Vete al mercado.

Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacía mejor, y le puso también una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; le cepilló el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debía vender o trocar. «El viejo entiende de esas cosas —pensaba la mujer—. Nadie lo hará mejor que él».


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Publicado el 4 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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