A gran altura, en el aire límpido, volaba un ángel que
llevaba en la mano una flor del jardín del Paraíso, y al darle un beso, de sus
labios cayó una minúscula hojita, que, al tocar el suelo, en medio del bosque,
arraigó en seguida y dio nacimiento a una nueva planta, entre las muchas que
crecían en el lugar.
—¡Qué hierba más ridícula! —dijeron aquéllas.
Y ninguna quería reconocerla, ni siquiera los cardos y
las ortigas.
—Debe de ser una planta de jardín —añadieron, con una
risa irónica, y siguieron burlándose de la nueva vecina; pero ésta venga crecer
y crecer, dejando atrás a las otras, y venga extender sus ramas en forma de
zarcillos a su alrededor.
—¿Adónde quieres ir? —preguntaron los altos cardos,
armados de espinas en todas sus hojas—. Dejas las riendas demasiado sueltas, no
es éste el lugar apropiado. No estamos aquí para aguantarte.
Llegó el invierno, y la nieve cubrió la planta; pero
ésta dio a la nívea capa un brillo espléndido, como si por debajo la atravesara
la luz del sol. En primavera se había convertido en una planta florida, la más
hermosa del bosque.
Vino entonces el profesor de Botánica; su profesión se
adivinaba a la legua. Examinó la planta, la probó, pero no figuraba en su
manual; no logró clasificarla.
—Es una especie híbrida —dijo—. No la conozco. No entra
en el sistema.
—¡No entra en el sistema! —repitieron los cardos y las
ortigas. Los grandes árboles circundantes miraban la escena sin decir palabra,
ni buena ni mala, lo cual es siempre lo más prudente cuando se es tonto.
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