Érase una vez un príncipe que andaba mal de dinero. Su reino era muy pequeño, 
aunque lo suficiente para permitirle casarse, y esto es lo que el príncipe 
quería hacer.  
Sin embargo, fue una gran osadía por su parte el irse derecho a la hija del 
Emperador y decirle en la cara: —¿Me quieres por marido?—. Si lo hizo, fue 
porque la fama de su nombre había llegado muy lejos. Más de cien princesas lo 
habrían aceptado, pero, ¿lo querría ella?  
Pues vamos a verlo.  
En la tumba del padre del príncipe crecía un rosal, un rosal maravilloso; 
florecía solamente cada cinco años, y aun entonces no daba sino una flor; pero 
era una rosa de fragancia tal, que quien la olía se olvidaba de todas sus penas 
y preocupaciones. Además, el príncipe tenía un ruiseñor que, cuando cantaba, se 
habría dicho que en su garganta se juntaban las más bellas melodías del 
universo. Decidió, pues, que tanto la rosa como el ruiseñor serían para la 
princesa, y se los envió encerrados en unas grandes cajas de plata.  
El Emperador mandó que los llevaran al gran salón, donde la princesa estaba 
jugando a «visitas» con sus damas de honor. Cuando vio las grandes cajas que 
contenían los regalos, exclamó dando una palmada de alegría:  
—¡A ver si será un gatito! —pero al abrir la caja apareció el rosal con la 
magnífica rosa.  
—¡Qué linda es! —dijeron todas las damas.  
—Es más que bonita —precisó el Emperador—, ¡es hermosa!
 
Pero cuando la princesa la tocó, por poco se echa a llorar.
 
—¡Ay, papá, qué lástima! —dijo—. ¡No es artificial, sino natural!
 
—¡Qué lástima! —corearon las damas—. ¡Es natural!
 
—Vamos, no te aflijas aún, y veamos qué hay en la otra caja —aconsejó el 
Emperador; y salió entonces el ruiseñor, cantando de un modo tan bello, que no 
hubo medio de manifestar nada en su contra.  
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