Al duende lo conoces, pero, ¿y a la mujer del jardinero? Era muy leída, se
sabía versos de memoria, incluso era capaz de escribir algunos sin gran
dificultad; sólo las rimas, el «remache», como ella decía, le costaba un regular
esfuerzo. Tenía dotes de escritora y de oradora; habría sido un buen señor
rector o, cuando menos, una buena señora rectora.
—Es hermosa la Tierra en su ropaje dominguero —había dicho, expresando luego
este pensamiento revestido de bellas palabras y «remachándolas», es decir,
componiendo una canción edificante, bella y larga.
El señor seminarista Kisserup —aunque el nombre no hace al caso— era primo
suyo, y acertó a encontrarse de visita en casa de la familia del jardinero.
Escuchó su poesía y la encontró buena, excelente incluso, según dijo.
—¡Tiene usted talento, señora! —añadió.
—¡No diga sandeces! —atajó el jardinero—. No le meta esas tonterías en la
cabeza. Una mujer no necesita talento. Lo que le hace falta es cuerpo, un cuerpo
sano y dispuesto, y saber atender a sus pucheros, para que no se quemen las
papillas.
—El sabor a quemado lo quito con carbón —respondió la mujer—, y, cuando tú
estás enfurruñado, lo arreglo con un besito. Creería una que no piensas sino en
coles y patatas, y, sin embargo, bien te gustan las flores.
Y le dio un beso.
—¡Las flores son el espíritu! —añadió.
—Atiende a tu cocina —gruñó él, dirigiéndose al jardín, que era el puchero de
su incumbencia.
Entretanto, el seminarista tomó asiento junto a la señora y se puso a charlar
con ella. Sobre su lema «Es hermosa la Tierra» pronunció una especie de sermón
muy bien compuesto.
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