Textos más populares este mes de Hector Hugh Munro "Saki" publicados por Edu Robsy publicados el 25 de julio de 2016

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autor: Hector Hugh Munro "Saki" editor: Edu Robsy fecha: 25-07-2016


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La Telaraña

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


La cocina de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin embargo, la ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega en arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga, enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá de la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas, brezales y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartito de por sí, en realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y posibilidades. La joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la granja por herencia, había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos le picaban por volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos de flores y una repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de la casa, que daba a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas y altas, no era un cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la decoración.

—Cuando estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que sea habitable —decía la joven mujer a las contadas visitas.

En aquellas palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado era inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Tobermory

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Era una tarde lluviosa y desapacible de fines de agosto durante esa estación indefinida en que las perdices están todavía a resguardo o en algún frigorífico y no hay nada que cazar, a no ser que uno se encuentre en algún lugar que limite al norte con el canal de Bristol. En tal caso se pueden perseguir legalmente robustos venados rojos. Los huéspedes de lady Blemley no estaban limitados al norte por el canal de Bristol, de modo que esa tarde estaban todos reunidos en torno a la mesa del té. Y, a pesar de la monotonía de la estación y de la trivialidad del momento, no había indicio en la reunión de esa inquietud que nace del tedio y que significa temor por la pianola y deseo reprimido de sentarse a jugar bridge. La ansiosa atención de todos se concentraba en la personalidad negativamente hogareña del señor Cornelius Appin. De todos los huéspedes de lady Blemley era el que había llegado con una reputación más vaga. Alguien había dicho que era "inteligente", y había recibido su invitación con la moderada expectativa, de parte de su anfitriona, de que por lo menos alguna porción de su inteligencia contribuyera al entretenimiento general. No había podido descubrir hasta la hora del té en qué dirección, si la había, apuntaba su inteligencia. No se destacaba por su ingenio ni por saber jugar al croquet; tampoco poseía un poder hipnótico ni sabía organizar representaciones de aficionados. Tampoco sugería su aspecto exterior esa clase de hombres a los que las mujeres están dispuestas a perdonar un grado considerable de deficiencia mental. Había quedado reducido a un simple señor Appin y el nombre de Cornelius parecía no ser sino un transparente fraude bautismal. Y ahora pretendía haber lanzado al mundo un descubrimiento frente al cual la invención de la pólvora, la imprenta y la locomotora resultaban meras bagatelas.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Alpiste para Codornices

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Las perspectivas para nosotras las empresas más pequeñas no son buenas —dijo el señor Scarrick al artista y a su hermana, que alquilaban el piso encima de su tienda de comestibles en las afueras—. Las grandes empresas ofrecen todo tipo de atracciones a sus clientes, y no nos alcanza el dinero para hacer eso, ni aún a pequeña escala: salas de lectura, y cuartos de juguetes, y gramófonos, y Dios sabe qué más. La gente no quiere comprar media libra de azúcar a menos que puedan escuchar a Harry Lauder y ver la última lista de tantos del partido de críquet australiano escrita en una pizarra ante sus mismos ojos. Con las grandes existencias que tenemos para Navidad deberíamos necesitar media docena de dependientes, pero mi sobrino Jimmy o yo podemos arreglárnoslas nosotros mismos, más o menos. Las existencias son muy buenas, ojalá pudiera venderlas dentro de pocas semanas, pero lo veo difícil a no ser que el ferrocarril hasta Londres se atascara durante dos semanas antes de Navidad. Pensaba en pedirle a la señorita Luffcombe que diera recitales por las tardes; tenía tanto éxito en el espectáculo en correos con su interpretación de «La Resolución de la Joven Beatrix».

—No puedo imaginar nada que tenga menos posibilidades de atraer a la gente a su tienda —dijo el artista, y se estremeció de sólo pensarlo—. Si yo intentara elegir entre ciruelas de Carlsbad y conserva de higos como un postre de invierno, me volvería loco al oír lo de La Joven Beatrix y cómo estaba decidida a ser una Ángel de la Luz o una Exploradora. No —prosiguió—. Las compradoras se mueren porque se les dé algo de regalo, pero a usted no le alcanza el dinero para causar buena impresión. ¿Por qué no atrae a un instinto diferente, uno que no solo las domine a ellas sino también a los hombres, o mejor dicho al género humano?

—¿Qué instinto es ese, señor? —dijo el tendero.

* * * * *


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Catástrofe en la Joven Turquía

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


El ministro de Bellas Artes (a cuyo ministerio se había anexado últimamente la nueva subsección de Ingeniería Electoral) le hizo una visita de trabajo al gran visir. De acuerdo con la etiqueta oriental, discurrieron un rato sobre temas indiferentes. El ministro se detuvo a tiempo para omitir una referencia casual a la Maratón que se había corrido, cuando recordó que el gran visir tenía una abuela persa y podía considerar la alusión a Maratón como una falta de tacto.

A continuación el ministro entró en el tema de su entrevista.

—¿Bajo la nueva constitución, las mujeres tendrán el voto? —preguntó repentinamente.

—¿Tener el voto? ¿Las mujeres? —exclamó el visir con cierta estupefacción—. Mi querido pashá, la nueva carta tiene cierto sabor de absurdo así como está; no tratemos de convertirlo en algo completamente ridículo. Las mujeres no tienen alma, ni inteligencia, ¿por qué demonios van a tener el voto?

—Sé que suena absurdo —dijo el ministro—, pero en Occidente están considerando esa idea seriamente.

—Entonces deben estar equipados con mayor solemnidad de la que yo les reconocía. Después de una vida de esfuerzos especiales por mantener mi gravedad, escasamente puedo reprimir mi inclinación a sonreír ante tal sugerencia. Mire usted, nuestras mujeres en la mayoría de los casos no saben leer ni escribir. ¿Cómo pueden ejecutar la operación de votar?

—Se les pueden mostrar los nombres de los candidatos y en donde pueden marcar con una cruz.

—Discúlpeme ¿cómo dijo? —lo interrumpió el visir.

—Con una medialuna, quiero decir —se corrigió el ministro—. Sería algo que le gustaría al Partido Turco Juvenil —agregó.

—Bueno —dijo el visir—, si vamos a cambiar las cosas, lleguemos al extremo de una vez. Daré instrucciones para que a las mujeres se les reconozca el voto.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Alce

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Teresa, viuda de Thropplestance, era la anciana más rica y la más intratable del condado de Woldshire. Por su manera de relacionarse con el mundo en general, parecía una mezcla de ama de guardarropa y perrero mayor, con el vocabulario de ambos. En su círculo doméstico se comportaba en la forma arbitraria que uno le atribuye, acaso sin la menor justificación, a un jefe político norteamericano en el interior de su comité. El difunto Theodore Thropplestance la había dejado, unos treinta años atrás, en absoluta posesión de una considerable fortuna, muchos bienes raíces y una galería repleta de valiosas pinturas. En el transcurso de esos años había sobrevivido a su hijo y reñido con el nieto mayor, que se había casado sin su consentimiento o aprobación. Bertie Thropplestance, su nieto menor, era el heredero designado de sus bienes; y en calidad de tal era el centro de interés e inquietud de casi medio centenar de madres ambiciosas con hijas casaderas. Bertie era un joven amable y despreocupado, muy dispuesto a casarse con cualquiera que le recomendaran favorablemente, pero no iba a perder el tiempo enamorándose de ninguna que estuviera vetada por la abuela. La recomendación favorable tendría que venir de la señora Thropplestance.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Alma de la Laploshka

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Laploshka fue uno de los tipos más mezquinos que yo haya conocido, y uno de los más divertidos. Decía cosas horribles de la otra gente, con tal encanto que uno le perdonaba las cosas igualmente horribles que decía de uno por detrás. Puesto que odiamos caer en nada que huela a maledicencia, agradecemos siempre a quienes lo hacen por nosotros y lo hacen bien. Y Laploshka lo hacía de veras bien.

Naturalmente, Laploshka tenía un vasto círculo de amistades; y como ponía cierto esmero en seleccionarlas, resultaba que gran parte de ellas eran personas cuyos balances bancarios les permitían aceptar con indulgencia sus criterios, bastante unilaterales, sobre la hospitalidad. Así, aunque era hombre de escasos recursos, se las arreglaba para vivir cómodamente de acuerdo a sus ingresos, y aún más cómodamente de acuerdo a los de diversos compañeros de carácter tolerante.

Pero con los pobres o los de estrechos fondos como él, su actitud era de ansiosa vigilancia. Parecía acosarlo el constante temor de que la más mínima fracción de un chelín o un franco, o cualquiera que fuera la moneda de turno, extraviara el camino de su bolso o provecho y cayera en el de algún compañero de apuros. De buen grado ofrecía un cigarro de dos francos a un rico protector, bajo el precepto de obrar mal para lograr el bien; pero me consta que prefería entregarse al paroxismo del perjurio antes que declararse en culpable posesión de un céntimo cuando hacía falta dinero suelto para dar propina a un camarero. La moneda le habría sido debidamente restituida a la primera oportunidad —él habría tomado medidas preventivas contra el olvido de parte del prestatario—, pero a veces ocurrían accidentes, e incluso una separación temporal de su penique o sou era una calamidad que debía evitarse.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Barco del Tesoro

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


El gran galeón yacía semienterrado bajo la arena, los yuyos y el agua de la bahía septentrional donde los azares de la guerra y el tiempo lo habían instalado. Habían pasado tres siglos y un cuarto desde que había navegado en alta mar como una importante unidad de un escuadrón de guerra; precisamente en qué escuadrón era el punto en que los expertos no se ponían de acuerdo. El galeón no había aportado nada al mundo, pero según la tradición y la información, se había llevado mucho de él. ¿Pero cuánto? En esto nuevamente los expertos estaban en desacuerdo. Algunos eran tan generosos en sus cálculos como un asesor de impuestos, otros aplicaban una crítica más fuerte a los cofres del tesoro sumergidos, y otros rebajaban su contenido a una moneda de oro ficticio. A la primera clase pertenecía Lulú, duquesa de Dulverton.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Buey Cebado

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Theophil Eshley era artista de profesión y pintor de ganado por fuerza del entorno. No ha de suponerse que viviera de la cría de reses o de la lechería, en una atmósfera saturada de cuernos y pezuñas, banquillos para ordeño y hierros de marcar. Residía en una zona que parecía un parque salpicado de quintas y que escapaba por un pelo al deshonor de los suburbios. Un lado del jardín lindaba con un pradito pintoresco, en donde un vecino emprendedor apacentaba unas vaquitas pintorescas de pura cepa Jersey. En las tardes de verano, hundidas hasta las rodillas en el pasto crecido y a la sombra de un grupo de nogales, las vacas descansaban mientras la luz del sol caía en parches sobre sus lisas pieles leonadas. Eshley había concebido y ejecutado una linda pintura de dos vacas lecheras reposando en un marco de nogales, pasto y rayos de sol filtrados, y la Real Academia la había colgado como correspondía en las paredes de la Exhibición de Verano. La Real Academia fomenta hábitos ordenados y metódicos en sus pupilos. Eshley había pintado un cuadro pasablemente bien logrado de unas vacas que dormitaban de modo pintoresco bajo unos nogales; y así como empezó, así, por necesidad, hubo que continuar. Su Paz del mediodía, un estudio de dos vacas pardas a la sombra de un nogal, fue seguido por Refugio canicular, un estudio de un nogal que daba sombra a dos vacas pardas. A su debido turno aparecieron Donde los tábanos dejan de fastidiar, El asilo del hato y Sueño en la vaquería, todos ellos estudios de vacas pardas y nogales. Los dos intentos que hizo por romper con su propia tradición fueron grandes fracasos: Tórtolas espantadas por el gavilán y Lobos en la campiña romana fueron devueltos a su taller bajo el baldón de abominables herejías; y Eshley fue elevado otra vez al favor y la gracia del público con Un rinconcito umbrío donde sueña el letargo de las vacas.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Cuentista

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.

El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

—¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó.

—Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba —respondió la tía débilmente.

—Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño—; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

—Quizá la hierba de otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente.

—¿Por qué es mejor? —fue la inevitable y rápida pregunta.

—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Huevo de Pascua

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Era evidente que a doña Bárbara, mujer de buena cepa luchadora y una de las más aguerridas de su generación, le resultaba un trago amargo la cobardía sin recato de su hijo. No importa qué otras virtudes haya poseído Lester Slaggby —y en algunos aspectos era encantador—, nadie jamás lo habría tildado de valiente. Cuando niño, había sufrido de timidez infantil; cuando muchacho, de temores no muy varoniles; y ya hecho todo un hombre, había cambiado los miedos irracionales por otros todavía más tremendos, ya que sus fundamentos eran meticulosamente razonados. Les tenía un sincero pavor a los animales, las armas de fuego lo ponían nervioso y nunca atravesaba el canal de La Mancha sin calcular la relación numérica entre los salvavidas y los pasajeros. Cuando iba a caballo parecía necesitar tantos brazos como un dios hindú: por lo menos cuatro para agarrarse de las riendas y otros dos para tranquilizar al caballo con palmaditas en el cuello. Doña Bárbara había dejado de fingir que no veía la principal flaqueza de su hijo; con su habitual valor hacía frente a esta verdad y, como toda madre, no lo quería menos por eso.

Los viajes por el continente, con tal de que fuera lejos de las grandes rutas turísticas, eran una de las aficiones predilectas de doña Bárbara; y Lester la acompañaba todas las veces que podía. Ella solía pasar las Pascuas en Knobaltheim, un pueblo alto de uno de los diminutos principados que manchan con pecas insignificantes el mapa de la Europa Central.


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Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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