Textos más vistos de Hector Hugh Munro "Saki" etiquetados como Cuento que contienen 'u'

Mostrando 1 a 10 de 68 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Hector Hugh Munro "Saki" etiqueta: Cuento contiene: 'u'


12345

El Casamentero

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


El reloj del comedor dio las once con la respetuosa prudencia de alguien cuya misión en la vida es ser ignorado. Cuando el paso del tiempo hiciera imperativas la abstinencia y la migración, las luces darían la señal en la forma acostumbrada.

Seis minutos más tarde Clovis se acercó a la mesa con la ferviente expectativa de quien ha comido esquemáticamente y mucho tiempo atrás.

—Estoy muriéndome de hambre —anunció esforzándose por tentarse con gracia y leer el menú al mismo tiempo.

—Lo imaginé —respondió su anfitriona— al ver que ha sido usted casi puntual. Debí advertirle que soy una Revolucionaria Alimenticia. Pedí dos cuencos de pan y leche y algunos bizcochos dietéticos. Espero que no tenga inconveniente.

Clovis pretendió después que no había palidecido durante una fracción de segundo.

—De cualquier modo —dijo—, no debería usted bromear con tales cosas. Esa especie de gente existe en realidad. Sé de quienes las han conocido. ¡Pensar en todos los manjares que existen, pasarse la vida masticando aserrín, y enorgullecerse por añadidura!

—Son como los flagelantes de la Edad Media que vivían mortificándose.

—Ellos estaban justificados hasta cierto punto —dijo Clovis—. Lo hacían para salvar sus almas inmortales, ¿no es así? No me diga usted que un hombre al que no le gustan las ostras, los espárragos y los buenos vinos tiene alma o siquiera estómago. Sencillamente tiene el instinto de desdicha altamente desarrollado.

Clovis se entregó durante unos pocos dulces instantes a la tierna intimidad de unas ostras que iban desapareciendo velozmente.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 314 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Penitencia

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Octavio Rutile era uno de esos individuos joviales y alegres que tenía el sello inconfundible de la amabilidad. La paz de su alma, como sucede con la mayoría de los de su especie, dependía en gran medida de la pródiga aprobación de sus semejantes. Había perseguido y dado muerte a un gato y, con ello, había cometido un acto que él mismo de ninguna manera aprobaba. Se alegró cuando el jardinero enterró el cuerpo en una tumba excavada de prisa bajo un roble que se levantaba solitario en el prado, el mismo árbol al que se había trepado la acosada presa como último recurso de salvación. Había sido un hecho desagradable y cruel en apariencia, pero las circunstancias lo habían exigido. Octavio criaba gallinas; al menos algunas; otras se desvanecían y dejaban sólo unas pocas plumas ensangrentadas como señal de su modo de desaparición. El gato de la gran casa gris, cuyos fondos daban al prado, había sido sorprendido en varias visitas furtivas a los gallineros, y después de ciertas negociaciones mantenidas con quienes detentaban la autoridad en la casa gris, se había acordado una sentencia de muerte: «Los niños se apenarían, pero no tenían necesidad de enterarse». Esa fue la última palabra sobre el asunto.

Los niños en cuestión eran un permanente desconcierto para Octavio; en el curso de unos pocos meses, consideró que debería ya conocer sus nombres, edades y fechas de cumpleaños, y también que ellos deberían haberle presentado sus juguetes favoritos. Pero se mostraban tan evasivos como el prolongado y sordo muro que los separaba del prado, un muro sobre el que sus tres cabezas aparecían a veces imprevisiblemente. Tenían sus padres en la India; de eso se había enterado Octavio en el vecindario; los niños, aparte de agruparse según sus vestidos por sexo —una niña y dos varones— no le revelaron nada más. Y ahora parecía que estaba empeñado en algo que les concernía de cerca, pero que debía ocultárseles.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 264 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

A Prueba

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


De todos los bohemios auténticos que se dejan caer de vez en cuando en el supuesto círculo bohemio del restaurante Nuremberg, de la calle Owl, en el Soho, ninguno tan interesante ni esquivo como Gebhard Knopfschrank. No tenía amigos, y aunque trataba como conocidos a todos los que frecuentaban el restaurante, nunca pareció que deseara llevar ese conocimiento más allá de la puerta que conducía a la calle Owl y al mundo exterior. Trataba con ellos de manera bastante parecida a como una vendedora del mercado trataría con quienes acertaran a pasar por su puesto, mostrando sus mercancías y charlando sobre el clima y lo flojo que va el negocio, a veces sobre el reumatismo, pero sin mostrar nunca el deseo de penetrar en sus vidas cotidianas o analizar sus ambiciones.

Se creía que pertenecía a una familia de granjeros oriundos de algún lugar de Pomerania. Hace unos dos años, según todo lo que se sabe de él, había abandonado el trabajo y la responsabilidad de criar cerdos y gansos para probar fortuna como artista en Londres.

—¿Pero por qué Londres, y no París o Munich? —le preguntaban los curiosos.

Bueno, pues había un barco que iba de Stolpmünde a Londres dos veces al mes, y aunque llevaba pocos pasajeros el precio era barato; no eran baratos, en cambio, los billetes de ferrocarril a Munich o a París. Por eso eligió Londres como escenario de su gran aventura.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 245 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Crónicas de Clovis

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Esmé

—Todas las historias de caza son iguales —dijo Clovis—. Con ellas ocurre lo mismo que con las historias de carreras de caballos: son todas idénticas. Y todas ellas, además…

—La historia de caza que quiero contarte no se parece en nada a ninguna otra que hayas oído antes —dijo la baronesa—. Ocurrió hace mucho tiempo, cuando yo tenía unos veintitrés años, más o menos. Por aquel entonces yo no vivía sola, sino con mi marido, pues ninguno de los dos podía permitirse el lujo de pagarle al otro una pensión de divorcio. Lo cual viene a demostrar que, a pesar de todo lo que se dice en refranes y proverbios, la pobreza mantiene unidas a más familias de las que separa. No obstante, los dos siempre cazábamos en compañía de partidas diferentes. Pero, en fin, dejemos esto a un lado, pues no tiene absolutamente nada que ver con la historia.

—Aún no hemos llegado a la partida de caza. Porque me imagino que todo comienza con la organización de una partida de caza, ¿no es cierto? —dijo Clovis.

—Naturalmente —dijo la baronesa—. Y en ella se encontraban reunidos todos los habituales, en especial mi amiga Constance Broddle. Constance era una de esas mozas robustas y hermosas que uno no puede evitar asociar con el típico paisaje otoñal o con los adornos que se ponen en las iglesias cuando llega la Navidad.

»—Tengo el presentimiento de que algo terrible está a punto de suceder —me dijo aquel día—. Debo de estar algo pálida, ¿no?

»Estaba tan pálida como un tomate que ha recibido de repente una mala noticia.

»—Estás más guapa que nunca —le respondí—. Claro que eso es algo que para ti no entraña dificultad alguna, querida.

»Y antes incluso de que ella hubiese llegado a comprender mis palabras ya nos habíamos puesto todos en marcha, y los perros habían dado con un zorro que se había escondido entre unos macizos de aulagas.


Leer / Descargar texto

Dominio público
230 págs. / 6 horas, 42 minutos / 468 visitas.

Publicado el 18 de diciembre de 2017 por Edu Robsy.

La Disuasión de Tarrington

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—¡Dios! —exclamó la tía de Clovis—. Allí viene. No me acuerdo de su nombre, pero almorzó una vez con nosotros. Tarrington… sí, eso. Se enteró del picnic que voy a ofrecer a la Princesa, y va a pegárseme como un salvavidas hasta que lo invite. Luego me preguntará si puede traer a todas sus mujeres, madres y hermanas. Eso es lo malo de estos pequeños reductos balnearios: uno no puede escaparse de nadie.

—Si quieres huir ya —se ofreció Clovis— puedo librar una acción de retaguardia; si no pierdes tiempo, tienes unos buenos diez metros de ventaja.

La tía de Clovis dio su decidido beneplácito a la sugestión y se alejó meneándose como un vapor del Nilo, con una ola de pequineses como estela.

—Finge que no lo conoces —fue su consejo de partida, teñido del osado coraje de quien no combate.

Un momento después las aperturas de un caballero afablemente dispuesto eran recibidas por Clovis con una mirada que denotaba absoluta falta de familiaridad con el objeto escudriñado.

—Supongo que no me conoce por los bigotes —dijo el recién llegado—. Me los dejo crecer desde hace dos meses.

—Por el contrario —dijo Clovis—, los bigotes son lo único en usted que me resulta familiar. Estoy seguro de haberlos conocido antes en alguna parte.

—Me llamo Tarrington —prosiguió el candidato a ser reconocido.

—Un apellido muy útil —dijo Clovis—; con un apellido así a nadie se le ocurriría culparlo de no haber hecho algo particularmente heroico o notable, ¿no le parece? Y sin embargo, si quisiera usted organizar un cuerpo de caballería ligera en un momento de emergencia nacional, «La Caballería Ligera de Tarrington» sería un nombre apropiado y estimulante, cosa que no ocurriría si usted se llamara Spoopin, por ejemplo. Nadie, ni siquiera en un momento de emergencia nacional, querría pertenecer a la Caballería de Spoopin.


Información texto

Protegido por copyright
2 págs. / 5 minutos / 72 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Tregua

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Le he pedido a Latimer Springfield que pase el domingo con nosotros y se quede a pasar la noche —anunció la señora Durmot durante el desayuno.

—Creía que estaba en medio de unas elecciones —comentó su marido.

—Exactamente; las elecciones son el miércoles, y para entonces el pobre hombre habrá trabajado hasta convertirse en una sombra. Imagina cómo debe ser la campaña electoral con esta lluvia terrible que lo empapa todo, recorrer caminos rurales cubiertos de barro para hablar ante un público humedecido en un salón escolar lleno de corrientes de aire, y así un día tras otro durante quince días. El domingo por la mañana tendrá que hacer una aparición en algún lugar de culto, e inmediatamente después puede venir con nosotros a tomarse un respiro de todo lo que esté relacionado con la política. Ni siquiera voy a permitir que piense en ella. He ordenado que quiten del rellano de la escalera el cuadro de Cromwell disolviendo el Parlamento, y también el retrato que hizo «Ladas» de Lord Rosebery, que colgaba del salón de fumadores. Y Vera —añadió la señora Durmot dirigiéndose a su sobrina de dieciséis años—: ten cuidado con el color de la cinta que te pones en el pelo; por ningún motivo debe ser azul o amarillo, pues son los colores de los partidos rivales; los colores naranja o verde esmeralda son casi igual de malos, con este asunto de la independencia irlandesa que tenemos entre manos.

—En las ocasiones importantes siempre me pongo una cinta negra en el pelo —contestó Vera con dignidad aplastante.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 71 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Alpiste para Codornices

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Las perspectivas para nosotras las empresas más pequeñas no son buenas —dijo el señor Scarrick al artista y a su hermana, que alquilaban el piso encima de su tienda de comestibles en las afueras—. Las grandes empresas ofrecen todo tipo de atracciones a sus clientes, y no nos alcanza el dinero para hacer eso, ni aún a pequeña escala: salas de lectura, y cuartos de juguetes, y gramófonos, y Dios sabe qué más. La gente no quiere comprar media libra de azúcar a menos que puedan escuchar a Harry Lauder y ver la última lista de tantos del partido de críquet australiano escrita en una pizarra ante sus mismos ojos. Con las grandes existencias que tenemos para Navidad deberíamos necesitar media docena de dependientes, pero mi sobrino Jimmy o yo podemos arreglárnoslas nosotros mismos, más o menos. Las existencias son muy buenas, ojalá pudiera venderlas dentro de pocas semanas, pero lo veo difícil a no ser que el ferrocarril hasta Londres se atascara durante dos semanas antes de Navidad. Pensaba en pedirle a la señorita Luffcombe que diera recitales por las tardes; tenía tanto éxito en el espectáculo en correos con su interpretación de «La Resolución de la Joven Beatrix».

—No puedo imaginar nada que tenga menos posibilidades de atraer a la gente a su tienda —dijo el artista, y se estremeció de sólo pensarlo—. Si yo intentara elegir entre ciruelas de Carlsbad y conserva de higos como un postre de invierno, me volvería loco al oír lo de La Joven Beatrix y cómo estaba decidida a ser una Ángel de la Luz o una Exploradora. No —prosiguió—. Las compradoras se mueren porque se les dé algo de regalo, pero a usted no le alcanza el dinero para causar buena impresión. ¿Por qué no atrae a un instinto diferente, uno que no solo las domine a ellas sino también a los hombres, o mejor dicho al género humano?

—¿Qué instinto es ese, señor? —dijo el tendero.

* * * * *


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 12 minutos / 177 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Atardecer

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Norman Gortsby estaba sentado en un banco del parque dando la espalda a una franja de césped con arbustos, cercada por las barandillas del parque, con el Row delante de él, al otro lado de un ancho camino para carruajes. Hyde Park Corner, con el estruendo y los bocinazos del tráfico, se encontraba inmediatamente a su derecha. Eran las seis horas y treinta minutos de una tarde de principios de marzo y el crepúsculo había caído sobre la escena; un crepúsculo mitigado por una débil luz de luna y muchos faroles callejeros. Había un gran vacío en el camino y la acera, aunque muchas figuras poco consideradas se movían silenciosamente a través de la penumbra o se perfilaban discretamente sobre un banco o una silla, apenas distinguiéndose de la oscuridad sombría en la que estaban sentados.

La escena complacía a Gortsby y armonizaba con su actual estado mental. Para él el crepúsculo era la hora del derrotado. Los hombres y las mujeres que habían luchado y perdido, que habían ocultado lo más lejos posible de la visión de los curiosos sus fortunas derribadas y sus esperanzas muertas, surgían en esta hora del anochecer, cuando las ropas raídas, los hombros caídos y la mirada infeliz podían pasar desapercibidos, o en todo caso no ser reconocidos.

Un rey que ha sido vencido verá miradas extrañas, así de amargo es el corazón del hombre.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 777 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

El Alce

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Teresa, viuda de Thropplestance, era la anciana más rica y la más intratable del condado de Woldshire. Por su manera de relacionarse con el mundo en general, parecía una mezcla de ama de guardarropa y perrero mayor, con el vocabulario de ambos. En su círculo doméstico se comportaba en la forma arbitraria que uno le atribuye, acaso sin la menor justificación, a un jefe político norteamericano en el interior de su comité. El difunto Theodore Thropplestance la había dejado, unos treinta años atrás, en absoluta posesión de una considerable fortuna, muchos bienes raíces y una galería repleta de valiosas pinturas. En el transcurso de esos años había sobrevivido a su hijo y reñido con el nieto mayor, que se había casado sin su consentimiento o aprobación. Bertie Thropplestance, su nieto menor, era el heredero designado de sus bienes; y en calidad de tal era el centro de interés e inquietud de casi medio centenar de madres ambiciosas con hijas casaderas. Bertie era un joven amable y despreocupado, muy dispuesto a casarse con cualquiera que le recomendaran favorablemente, pero no iba a perder el tiempo enamorándose de ninguna que estuviera vetada por la abuela. La recomendación favorable tendría que venir de la señora Thropplestance.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 123 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

El Cuentista

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.

—No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió.

El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.

—¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó.

—Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba —respondió la tía débilmente.

—Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño—; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.

—Quizá la hierba de otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente.

—¿Por qué es mejor? —fue la inevitable y rápida pregunta.

—¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía.

Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.

—¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 97 visitas.

Publicado el 25 de julio de 2016 por Edu Robsy.

12345