Arlington Stringham hizo un chiste en la Cámara de
los Comunes. Era exiguo el número de presentes y sumamente exiguo el
chiste; algo sobre los muchos ángulos que tiene la raza anglosajona. Es
posible que lo haya dicho sin intención, pero un colega suyo, que no
quería que lo imaginaran dormido porque sus ojos estuvieran cerrados, se
rió. Uno o dos de los periódicos apuntaron entre corchetes: «Una risa»,
y otro, notorio por la poca seriedad de sus informaciones políticas,
mencionó: «Risas». Las cosas a menudo comienzan de este modo.
—Arlington hizo un chiste en la Cámara anoche —dijo Eleanor
Stringham a su madre—; en todos estos años que estuvimos casados,
ninguno de los dos hizo un chiste nunca, y no me gusta empezar ahora. Me
temo que sea el comienzo de la hendedura en el laúd.
—¿Qué laúd? —preguntó su madre.
—Era una cita literaria —aclaró Eleanor.
A Eleanor decir que algo era una cita le resultaba un excelente
método para eliminarlo de la discusión, de la misma manera que uno
siempre podía defender la mediocridad de un cordero ya avanzada la
temporada, diciendo: «Es carnero».
Y, por supuesto, Arlington siguió por el espinoso camino de humor deliberado hacia el que lo precipitó el Destino.
—Se ve muy verde el campo, pero después de todo, para eso está —le dijo a su mujer dos días después.
—Eso es muy moderno y, hasta me atrevería a decir, muy ingenioso,
pero temo que pierdes el tiempo conmigo —observó ella fríamente. Si
hubiera sospechado el esfuerzo que esa observación costó a su marido, la
habría recibido con más bondad. La tragedia del humano intento consiste
en que con tanta frecuencia permanece invisible e insospechada.
Información texto 'Los Chistes de Arlington Stringham'