Textos mejor valorados de Hector Hugh Munro "Saki" | pág. 7

Mostrando 61 a 68 de 68 textos encontrados.


Buscador de títulos

autor: Hector Hugh Munro "Saki"


34567

El Día del Santo

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Dice el proverbio que las aventuras son para los aventureros. Muy a menudo, sin embargo, les acaecen a los que no lo son, a los retraídos, a los tímidos por constitución. La naturaleza había dotado a John James Abbleway con ese tipo de disposición que evita instintivamente las intrigas carlistas, las cruzadas en los barrios bajos, el rastreo de los animales salvajes heridos y la propuesta de enmiendas hostiles en las reuniones políticas. Si se hubieran interpuesto en su camino un perro furioso o un mullah loco, les habría cedido el paso sin vacilar. En el colegio había adquirido de mala gana un conocimiento total de la lengua alemana por deferencia a los deseos, claramente expresados, de un maestro en lenguas extranjeras, que aunque enseñaba materias modernas, empleaba métodos anticuados al dar sus lecciones. Se vio forzado así a familiarizarse con una importante lengua comercial que posteriormente condujo a Abbleway a tierras extranjeras, en las que resultaba menos sencillo protegerse de las aventuras que en la atmósfera de orden de una ciudad rural inglesa. A la empresa para la que trabajaba le pareció conveniente enviarle un día en una prosaica misión de negocios hasta la lejana ciudad de Viena; y una vez que llegó allí, allí le mantuvo, atareado en prosaicos asuntos comerciales, pero con la posibilidad del romance y la aventura, o también del infortunio, al alcance de la mano. Sin embargo, tras dos años y medio de exilio, John James Abbleway sólo se había embarcado en una empresa azarosa, pero de una naturaleza tal que seguramente le habría abordado antes o después aunque hubiera llevado una vida tranquila y resguardada en Dorking o Huntingdon.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 11 minutos / 60 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Las Ratoneras Prohibidas

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—¿Te dedicas a actividades de casamentero?

Hugo Peterby planteó la pregunta con cierto interés personal.

—No es mi especialidad —contestó Clovis—. Todo va muy bien mientras lo estás haciendo, pero los efectos secundarios resultan a veces tan desconcertantes... las miradas de reproche mudo de las mismas personas a las que has ayudado e incitado a experimentos matrimoniales. Es tan malo como vender a un hombre un caballo con media docena de vicios ocultos y ver que los descubre, hecho pedazos, durante la estación de caza. Supongo que estarás pensando en la joven Coulterneb. Cierto que es divertida, que en cuanto al físico está muy bien y creo que tiene algo de dinero. Lo que no veo es cómo conseguirás nunca proponérselo. Desde que la conozco no recuerdo que haya dejado de hablar tres minutos seguidos. Tendríais que apostar a correr seis veces alrededor del prado de hierba, para lanzarle luego tu propuesta antes de que ella recuperara el aliento. El prado está preparado para el heno, pero si realmente estás enamorado de ella no dejarás que ese tipo de consideraciones te detengan; sobre todo porque el heno no es tuyo.

—Creo que podría arreglármelas bastante bien con la proposición si pudiera quedarme a solas con ella cuatro o cinco horas —contestó Hugo—. El problema es que no es probable que consiga todo ese tiempo de gracia. El tipo ése, Lanner, está mostrando signos de interesarse en la misma dirección. Es angustiosamente rico, y bastante guapo a su manera; la verdad es que hasta nuestra anfitriona está evidentemente halagada de tenerlo aquí. Si se entera de que está predispuesto a sentirse atraído por Betty Coulterneb, ella lo considerará una unión espléndida y se pasará el día entero arrojándole a uno en brazos del otro. ¿Y qué oportunidades tendré yo entonces? Lo que me preocupa es mantenerlo lejos de ella lo más posible, y si tú pudieras ayudarme...


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 8 minutos / 25 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Huelga de Plumas

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—¿Has escrito a los Froplinson para darles las gracias por lo que nos enviaron? —preguntó Egbert.

—No —respondió Janetta, con un matiz de fatiga y desafío en la voz—. Hoy he escrito once cartas expresando nuestra sorpresa y gratitud por los diversos e inmerecidos regalos, pero no a los Froplinson.

—Alguien tendrá que escribirles —añadió Egbert.

—No discuto esa necesidad, lo que no creo es que ese alguien vaya a ser yo —replicó Janetta—. No me importaría escribir una carta de colérica recriminación o sátira implacable a algún receptor que lo merezca; la verdad es que disfrutaría bastante con eso, pero mi capacidad de expresar amabilidad servil ha tocado a su fin. Once cartas hoy y nueve ayer, todas redactadas en la misma vena de agradecimiento extasiado: no puedes esperar que me siente a escribir otra. ¿No se te había ocurrido que tú mismo puedes escribir?

—He escrito casi tantas cartas como tú y además me he ocupado de mi correspondencia profesional habitual. Además, no sé lo que nos han enviado los Froplinson.

—Un calendario de Guillermo el Conquistador —contestó Janetta—. Con una cita de uno de sus grandes pensamientos para cada día del año.

—Imposible —respondió Egbert—, no tuvo trescientos sesenta y cinco pensamientos en toda su vida; o si los tuvo, se los guardó para sí. Era un hombre de acción, no de introspección.

—Bueno, pues entonces sería Guillermo Wordsworth. Sé que el nombre de Guillermo estaba en alguna parte —añadió Janetta.

—Eso ya me parece más probable —aceptó Egbert—. Bueno, colaboremos en esa carta de agradecimiento y escribámosla. Yo puedo dictar y tú la escribes. «Querida señora Froplinson: le agradecemos muchísimo a usted y su esposo el hermoso calendario que nos han enviado. Fue muy amable de su parte el pensar en nosotros».


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 33 visitas.

Publicado el 13 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Paz de Mowsle Barton

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Crefton Lockyer estaba sentado, física y espiritualmente, a sus anchas, en el terrenito, a medias huerto y a medias jardín, que confinaba con la granja de Mowsle Barton. Después de las fatigas y el estruendo de largos años de vida ciudadana, el reposo y la paz de las colinas afectaban sus sentidos con una intensidad casi dramática. El tiempo y el espacio parecían perder su significado y su brusquedad; los minutos iban imperceptiblemente convirtiéndose en horas y los grados y los terrenos barbechados se apagaban a la distancia, dulces y sin precipitación. Las malezas silvestres del seto se extraviaban por el jardín, y los alelíes y los arbustos de cultivo hacían incursiones por la huerta y el sendero. Las somnolientas gallinas y los solemnes y preocupados patos sentíanse igualmente confortables en el gallinero, en el huerto o en la carretera; nada parecía corresponder definitivamente a nada; ni siquiera los portones se encontraban necesariamente en sus goznes. Y toda la escena estaba penetrada de un sentimiento de paz que tenía una cualidad casi mágica. De tarde se sentía que había sido siempre de tarde y que seguiría siéndolo por siempre; durante el crepúsculo no se concebía que la hora hubiera podido ser nunca otra. Crefton Lockyer, sentado cómodamente sobre un rústico asiento bajo un viejo níspero, decidió que allí se encontraba el anclaje de su vida que siempre había imaginado y que, últimamente, habían anhelado con tanta frecuencia sus sentidos fatigados y tensos. Haría su morada permanente entre estas gentes sencillas y amistosas, acrecentando gradualmente las modestas comodidades de que deseaba verse rodeado, pero coincidiendo tanto como le fuera posible con su manera de vida.


Información texto

Protegido por copyright
8 págs. / 14 minutos / 33 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Las Siete Jarras para Crema

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—Supongo que ya no veremos más por aquí a Wilfrid Pigeoncote, ahora que heredó la dignidad de baronet y un montón de dinero —dijo tristemente la señora de Peter Pigeoncote a su marido.

—No podemos pretenderlo —replicó él—. Siempre tratábamos de impedir que viniera a vernos cuando era un don nadie. Creo que no lo veo desde que era un niño de doce años.

—Había una razón para no fomentar su amistad —dijo la señora de Peter—. Con ese notorio defecto suyo, no era la clase de persona con la que uno desea tener tratos.

—Bien, el defecto todavía existe, ¿no? —dijo su marido—, ¿o supones que las propiedades producen una alteración del carácter?

—Oh, por supuesto, hay siempre esa desventaja —admitió la mujer—, pero a uno le gustaría hacer amistad con la futura cabeza de la familia, aunque sea por mera curiosidad. Además, cinismo aparte, su riqueza alterará el modo en que la gente considere su defecto. Cuando un hombre es absolutamente rico, no meramente acomodado, toda sospecha de motivos sórdidos desaparece; la cosa se reduce a una desagradable enfermedad.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 10 minutos / 79 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

La Búsqueda

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Una desacostumbrada paz había descendido sobre la Villa Elsinore, interrumpida sin embargo, a frecuentes intervalos, por clamorosas lamentaciones, indicio de una azorada aflicción. El hijito de los Momeby se había extraviado; de ahí la paz; lo buscaban de modo aturdido e indisciplinado, de ahí los gritos que estremecían la casa y el jardín cada vez que regresaban para volver a buscarlo por el interior. Clovis, que era temporaria e involuntariamente un pensionista en la Villa, se encontraba dormitando en una hamaca en el extremo más alejado del jardín, cuando la señora Momeby irrumpió con la noticia.

—Perdimos a nuestro bebé —exclamó.

—¿Quiere usted decir que se murió, que huyó o que lo apostó a las cartas? —preguntó Clovis con calma.

—Estaba jugando lo más contento en el prado —dijo la señora llorosa— y Arnold acababa de llegar y yo le estaba preguntando qué salsa prefería con los espárragos…

—Espero que haya dicho hollandaise —interrumpió Clovis dando muestras de interés— porque si hay algo que detesto…

—Y repentinamente eché de menos al bebé —continuó la señora Momeby en tono más alterado todavía—. Hemos buscado de arriba abajo, por la casa, el jardín, más allá del portón, y no se lo ve por ninguna parte.

—¿Se lo oye? —preguntó Clovis—. Porque si no se lo oye debe estar por lo menos a dos kilómetros de distancia.

—Pero ¿dónde? ¿Y cómo? —preguntó la afligida madre.

—Quizá un águila o una bestia salvaje se lo llevó —sugirió Clovis.

—No hay águilas ni bestias salvajes en Surrey —dijo la señora Momeby, pero en la voz se le había deslizado una nota de horror.


Información texto

Protegido por copyright
5 págs. / 9 minutos / 154 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Los Chistes de Arlington Stringham

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


Arlington Stringham hizo un chiste en la Cámara de los Comunes. Era exiguo el número de presentes y sumamente exiguo el chiste; algo sobre los muchos ángulos que tiene la raza anglosajona. Es posible que lo haya dicho sin intención, pero un colega suyo, que no quería que lo imaginaran dormido porque sus ojos estuvieran cerrados, se rió. Uno o dos de los periódicos apuntaron entre corchetes: «Una risa», y otro, notorio por la poca seriedad de sus informaciones políticas, mencionó: «Risas». Las cosas a menudo comienzan de este modo.

—Arlington hizo un chiste en la Cámara anoche —dijo Eleanor Stringham a su madre—; en todos estos años que estuvimos casados, ninguno de los dos hizo un chiste nunca, y no me gusta empezar ahora. Me temo que sea el comienzo de la hendedura en el laúd.

—¿Qué laúd? —preguntó su madre.

—Era una cita literaria —aclaró Eleanor.

A Eleanor decir que algo era una cita le resultaba un excelente método para eliminarlo de la discusión, de la misma manera que uno siempre podía defender la mediocridad de un cordero ya avanzada la temporada, diciendo: «Es carnero».

Y, por supuesto, Arlington siguió por el espinoso camino de humor deliberado hacia el que lo precipitó el Destino.

—Se ve muy verde el campo, pero después de todo, para eso está —le dijo a su mujer dos días después.

—Eso es muy moderno y, hasta me atrevería a decir, muy ingenioso, pero temo que pierdes el tiempo conmigo —observó ella fríamente. Si hubiera sospechado el esfuerzo que esa observación costó a su marido, la habría recibido con más bondad. La tragedia del humano intento consiste en que con tanta frecuencia permanece invisible e insospechada.


Información texto

Protegido por copyright
4 págs. / 7 minutos / 69 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

Jacinto

Hector Hugh Munro "Saki"


Cuento


—La nueva moda de introducir a los hijos de los candidatos en las campañas electorales es muy conveniente —dijo la señora Panstreppon—; elimina en parte la esperanza de las contiendas partidarias y constituye una experiencia interesante que los niños podrán evocar al cabo de los años. Con todo, si sigues mi consejo, Matilda, no lleves a Jacinto a Luffbridge el día de las elecciones.

—¡No llevar a Jacinto! —exclamó su madre— pero ¿por qué no? Jutterly lleva a sus tres hijos, que van a conducir un par de burritos de Nubia por todo el pueblo, para poner de relieve el hecho de que su padre ha sido designado secretario colonial. En nuestra campaña apoyamos una marina fuerte, y lo apropiado será que Jacinto aparezca vestido con su trajecito de marinero. Lucirá celestial.

—La cuestión no es cómo lucirá sino cómo se comportará. Es un niño delicioso, por supuesto. Pero hay en él una corriente de belicosidad irreprimible que estalla a veces de modo alarmante. Puede que tú hayas olvidado lo de los hijos de Gaffin; yo no.

—Me encontraba en la India por entonces y sólo tengo un vago recuerdo de lo que sucedió; se mostró muy travieso, lo sé.

—Iba en su carrito tirado por una cabra y se topó con los pequeños Gaffin en su cochecito; lanzó la cabra sobre ellos y volcó el cochecito. El pequeño Jacky Gaffin quedó atrapado y mientras la niñera trataba de sujetar a la cabra, Jacinto comenzó a azotar las piernas a Jacky con su cinturón, como una pequeña furia.

—No lo defiendo —dijo Matilda—, pero ellos deben haber hecho algo que lo molestara.


Información texto

Protegido por copyright
6 págs. / 12 minutos / 46 visitas.

Publicado el 14 de mayo de 2018 por Edu Robsy.

34567