Una desacostumbrada paz había descendido sobre la
Villa Elsinore, interrumpida sin embargo, a frecuentes intervalos, por
clamorosas lamentaciones, indicio de una azorada aflicción. El hijito de
los Momeby se había extraviado; de ahí la paz; lo buscaban de modo
aturdido e indisciplinado, de ahí los gritos que estremecían la casa y
el jardín cada vez que regresaban para volver a buscarlo por el
interior. Clovis, que era temporaria e involuntariamente un pensionista
en la Villa, se encontraba dormitando en una hamaca en el extremo más
alejado del jardín, cuando la señora Momeby irrumpió con la noticia.
—Perdimos a nuestro bebé —exclamó.
—¿Quiere usted decir que se murió, que huyó o que lo apostó a las cartas? —preguntó Clovis con calma.
—Estaba jugando lo más contento en el prado —dijo la señora
llorosa— y Arnold acababa de llegar y yo le estaba preguntando qué salsa
prefería con los espárragos…
—Espero que haya dicho hollandaise —interrumpió Clovis dando muestras de interés— porque si hay algo que detesto…
—Y repentinamente eché de menos al bebé —continuó la señora Momeby
en tono más alterado todavía—. Hemos buscado de arriba abajo, por la
casa, el jardín, más allá del portón, y no se lo ve por ninguna parte.
—¿Se lo oye? —preguntó Clovis—. Porque si no se lo oye debe estar por lo menos a dos kilómetros de distancia.
—Pero ¿dónde? ¿Y cómo? —preguntó la afligida madre.
—Quizá un águila o una bestia salvaje se lo llevó —sugirió Clovis.
—No hay águilas ni bestias salvajes en Surrey —dijo la señora Momeby, pero en la voz se le había deslizado una nota de horror.
Información texto 'La Búsqueda'