Textos más largos de Henry James publicados por Edu Robsy que contienen 'u' | pág. 4

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La Leyenda de Ciertas Ropas Antiguas

Henry James


Cuento


I

Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.


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Publicado el 1 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Humillación de los Northmore

Henry James


Cuento


I

Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas al suceso adoptaron, en su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre, acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista. Su señoría había sido una de esas personas de las que —ahí estaba la cosa— no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a averiguar por curiosidad qué.


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Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

El Árbol de la Ciencia

Henry James


Cuento


I

Entre otras convicciones secretas, cual las que todos albergamos, Peter Brench estimaba como el más grande logro de su vida no haber emitido jamás un juicio comprometedor sobre la obra, como era denominada, de su amigo Morgan Mallow. En lo tocante a ella, según pensaba él honradamente, nadie podía, con veracidad, citar una sola opinión pronunciada por sus labios, y en ningún lado podía haber constancia de que, a ese mismo respecto, en ninguna ocasión ni tesitura alguna, hubiese mentido o hubiese proclamado la verdad. Semejante triunfo le parecía de relevancia capital aun siendo un hombre que había logrado otros triunfos: un hombre que había llegado a los cincuenta años, que había eludido el matrimonio, que había vivido sin dilapidar su fortuna, que desde muchos años atrás amaba a la señora Mallow sin decir palabra, y que, lo último en orden pero no en importancia, se había juzgado a sí mismo hasta los más íntimos recovecos. De hecho se había juzgado hasta tal punto que había sentenciado que la actitud que mejor le cuadraba era una gran humildad global; y, sin embargo, nada lo hacía tener mejor concepto de sí mismo que el recto rumbo que había logrado seguir pese a varios de los escollos precitados. De esta guisa, consideraba categóricamente un mérito que aquéllos de sus amigos en quienes más confianza tenía fueran precisamente aquéllos ante quienes guardaba la mayor reserva. Él no podía —al menos eso había decidido el excelente hombre— decirle a la señora Mallow que ella era la adorable causa única de su contumaz soltería; y tampoco decirle al marido que la visión de los innumerables mármoles que poblaban el taller de éste le causaba un sufrimiento cuya incisividad ni siquiera el tiempo había conseguido embotar.


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21 págs. / 37 minutos / 238 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

Lo Mejor de Todo

Henry James


Cuento


I

Cuando después de la muerte de Ashton Doyne —sólo tres meses después— le hicieron a George Withermore eso que suele llamarse una proposición, con respecto a un «volumen», la comunicación le llegó directamente de sus editores, que habían sido también, y la verdad es que mucho más, los del propio Doyne; pero no le sorprendió saber, al celebrarse la entrevista que luego le propusieron, que habían recibido algunas presiones por parte de la viuda de su cliente en cuanto a la publicación de una Vida. Las relaciones de Doyne con su mujer, por lo que sabía Withermore, habían sido un capítulo muy especial, que de paso podría ser también un capítulo muy delicado para el biógrafo; pero, desde los primeros días de su desgracia, había podido apreciarse por parte de la viuda un sentimiento de lo que había perdido, y hasta de lo que había faltado, del que un observador un poco iniciado bien podía esperar que se derivara una actitud de reparación, un apoyo, incluso exagerado, en favor de un nombre distinguido. George Withermore tenía la impresión de estar iniciado; pero lo que no esperaba era oír que le había mencionado a él como la persona en cuyas manos depositaría con más confianza los materiales para el libro.


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16 págs. / 29 minutos / 167 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

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