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autor: Henry James editor: Edu Robsy


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Las Bostonianas

Henry James


Novela


LIBRO PRIMERO

I

—Olive bajará dentro de unos diez minutos; me pidió que se lo dijera. Unos diez minutos: esa es Olive. Ni cinco ni quince, pero tampoco diez exactamente, sino más bien nueve u once. No me pidió que le dijera que se siente feliz de verlo, porque no sabe si lo está o no, y por nada del mundo se expondría a decir algo impreciso. Si hay alguien honesto esa es Olive Chancellor; es la rectitud en persona. Nadie dice nada impreciso en Boston; la verdad es que no sé cómo tratar a esta gente. Bien, de cualquier manera estoy muy contenta de verlo.

Estas palabras fueron pronunciadas con aire voluble por una mujer rubia, regordeta y sonriente que entró en una angosta sala en la que un visitante que aguardaba desde hacía algunos minutos se encontraba inmerso en la lectura de un libro. El caballero no había siquiera necesitado sentarse para comenzar a interesarse en la lectura; al parecer había tomado el volumen de una mesa tan pronto como llegó, y, manteniéndose de pie, después de una sola mirada al apartamento, se había sumido en sus páginas. Puso a un lado el libro al acercarse la señora Luna, sonrió, le estrechó la mano y dijo como respuesta al último comentario de la dama:

—Usted ha sugerido que dice mentiras. Tal vez esa sea una.

—Oh, no, no hay de qué maravillarse en que me alegre su visita —respondió la señora Luna— si le digo que he pasado ya tres largas semanas en esta ciudad donde nadie miente.

—Sus palabras no me parecen demasiado elogiosas —dijo el joven—. Yo no pretendo mentir.

—Oh, cielos, ¿cuál es la ventaja entonces de ser un sureño? —preguntó la dama—. Olive me ha encargado de decirle que espera que se quede usted a comer. Y si lo ha dicho es que verdaderamente lo espera. Está dispuesta a correr el riesgo.

—¿Tal como estoy? —preguntó el visitante, adoptando un aspecto más bien humilde.


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534 págs. / 15 horas, 36 minutos / 776 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Las Alas de la Paloma

Henry James


Novela


Volumen I

Libro I

I

Aguardaba, Kate Croy, a que entrara su padre, pero la estaba haciendo esperar sin la menor consideración, y a veces veía, reflejado en el espejo de la chimenea, un rostro decididamente pálido por el enfado que la había llevado casi al punto de marcharse sin verle. No obstante, fue precisamente al llegar a ese punto cuando decidió quedarse; se cambió de sitio y fue del sofá raído hasta el sillón con brillos en la tapicería que sólo con tocarla producía —lo había comprobado— una sensación pegajosa y resbaladiza. Había contemplado las estampas amarillentas de las paredes y la revista solitaria de hacía más de un año, que contribuía, junto con la lamparita de pantalla coloreada y un tapete blanco no demasiado limpio, a exagerar el efecto del mantel púrpura que había sobre la mesa; sobre todo había salido de vez en cuando al balconcillo al que daban acceso dos altas cristaleras. Desde esa perspectiva, aquel callejón vulgar ofrecía un parco consuelo a la salita no menos vulgar; su principal función era recordarle que las estrechas y ennegrecidas fachadas principales, ajustadas a unos esquemas que habrían parecido poca cosa incluso en la parte de atrás de un edificio, constituían la cara pública presagiada por tales intimidades. Uno las intuía en aquel cuarto exactamente igual que intuía otras cien salitas iguales o peores desde la calle. Cada vez que volvía a entrar, cada vez que, llevada por su impaciencia, estaba a punto de marcharse, era para sumirse en un abismo más profundo, mientras saboreaba la vaga e insulsa emanación de las cosas, el fracaso de la fortuna y el honor. En realidad, si seguía esperando era, en cierto sentido, para no añadir, a todas las demás vergüenzas, la vergüenza del miedo, del fracaso individual y personal.


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567 págs. / 16 horas, 33 minutos / 807 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Retrato de una Dama

Henry James


Novela


1

Era la hora dedicada a la ceremonia del té de la tarde y sabido es que, en determinadas circunstancias, hay en la vida muy pocas horas que puedan compararse a ésa por el agrado y atractivo que ofrece a quienes saben disfrutarla. Hay momentos en los cuales, se tome o no se tome té —cosa que, desde luego, algunos no hacen jamás—, la situación constituye por sí misma una verdadera delicia. Las personas que están presentes en mi imaginación al intentar escribir la primera página de esta sencilla historia ofrecían a la vista un cuadro admirablemente ilustrador del disfrute de tan inocente pasatiempo. Los utensilios de ágape tan parco e íntimo se hallaban dispuestos sobre el tierno césped de una antigua casa de campo inglesa durante una hora que yo calificaría de momento supremo de una espléndida tarde de verano. Se había desvanecido parte de dicha tarde, pero aún quedaba de ella bastante, que era precisamente su parte de más bella y extraordinaria calidad. Faltaban todavía algunas horas para el verdadero atardecer, mas el torrente de intensa luz de verano había empezado ya a decrecer, se había vuelto más suave el aire, y las sombras, como desperezándose, se iban estirando poco a poco sobre la tupida y tierna hierba. Era, como decimos, pausado su alargamiento, y el escenario de la naturaleza contribuía a favorecer el nacimiento de ese estado de ánimo, de solaz y abandono, que constituye la fuente principal de placer en semejante actividad y a semejante hora. Puede decirse que el intervalo de tiempo comprendido entre las cinco y las ocho de la tarde de un día estival es a veces una pequeña eternidad; mas en momentos como éste cabe afirmar que es y no puede ser más que una eternidad de placer. Los participantes en la misma parecían estar disfrutando tranquilamente de él, y, por añadidura, no eran de los pertenecientes al sexo que se supone proporciona el mayor número de adeptos a tales ceremonias.


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786 págs. / 22 horas, 56 minutos / 1.302 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

El Árbol de la Ciencia

Henry James


Cuento


I

Entre otras convicciones secretas, cual las que todos albergamos, Peter Brench estimaba como el más grande logro de su vida no haber emitido jamás un juicio comprometedor sobre la obra, como era denominada, de su amigo Morgan Mallow. En lo tocante a ella, según pensaba él honradamente, nadie podía, con veracidad, citar una sola opinión pronunciada por sus labios, y en ningún lado podía haber constancia de que, a ese mismo respecto, en ninguna ocasión ni tesitura alguna, hubiese mentido o hubiese proclamado la verdad. Semejante triunfo le parecía de relevancia capital aun siendo un hombre que había logrado otros triunfos: un hombre que había llegado a los cincuenta años, que había eludido el matrimonio, que había vivido sin dilapidar su fortuna, que desde muchos años atrás amaba a la señora Mallow sin decir palabra, y que, lo último en orden pero no en importancia, se había juzgado a sí mismo hasta los más íntimos recovecos. De hecho se había juzgado hasta tal punto que había sentenciado que la actitud que mejor le cuadraba era una gran humildad global; y, sin embargo, nada lo hacía tener mejor concepto de sí mismo que el recto rumbo que había logrado seguir pese a varios de los escollos precitados. De esta guisa, consideraba categóricamente un mérito que aquéllos de sus amigos en quienes más confianza tenía fueran precisamente aquéllos ante quienes guardaba la mayor reserva. Él no podía —al menos eso había decidido el excelente hombre— decirle a la señora Mallow que ella era la adorable causa única de su contumaz soltería; y tampoco decirle al marido que la visión de los innumerables mármoles que poblaban el taller de éste le causaba un sufrimiento cuya incisividad ni siquiera el tiempo había conseguido embotar.


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21 págs. / 37 minutos / 236 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

El Mentiroso

Henry James


Novela corta


Capítulo 1

El tren llegó con media hora de retraso y el traslado en coche desde la estación a la casa de campo duró más de lo previsto, de modo que cuando llegó los invitados ya se habían retirado a vestirse para la cena. A él lo llevaron directamente a su habitación, donde las cortinas estaban echadas, las velas encendidas y el fuego resplandecía. Una vez que el criado hubo colocado diligentemente sus ropas, aquel pequeño y cómodo lugar se le antojó más sugerente: parecía prometer una estancia agradable, una compañía variopinta, charlas, encuentros, afinidades, por no hablar de un ambiente muy animado. Él siempre estaba demasiado ocupado con su profesión como para poder ir a menudo al campo, pero había oído hablar a algunas personas, que sin duda disponían de más tiempo, de ciertos lugares en los que «le trataban a uno muy bien». Y él presentía que en Casa Stayes sería así. Cuando se hallaba en el dormitorio de una casa de campo siempre examinaba en primer lugar los libros de los estantes y los grabados de las paredes. Consideraba que estos elementos eran una pauta para valorar la cultura, e incluso el carácter de los anfitriones. A pesar de disponer de poco tiempo para entregarse a semejante actividad, una inspección somera le confirmó que si la literatura era, de modo bastante previsible, básicamente norteamericana y humorística, los cuadros no eran ni estudios de niños a la acuarela ni grabados al uso. Las paredes estaban adornadas con litografías antiguas, principalmente retratos de hacendados con cuellos altos y guantes de montar a caballo, lo que le llevó a pensar, no sin cierto alivio, que en aquella casa la tradición del retrato era algo que se tenía en estima. Encontró también la consabida novela de Le Fanu en la mesita de noche, lectura ideal en una casa de campo pasada la medianoche. Oliver Lyon apenas pudo reprimir los deseos de comenzar a leerla mientras se abotonaba la camisa.


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72 págs. / 2 horas, 7 minutos / 148 visitas.

Publicado el 2 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

Washington Square

Henry James


Novela


I

En la primera mitad del presente siglo, y más en concreto en sus últimos años, ejerció y prosperó en la ciudad de Nueva York un médico que acaso gozara de una cuota excepcional de esa consideración con la que, en Estados Unidos, se ha retribuido invariablemente a los miembros distinguidos del gremio. Dicho gremio, en América, se ha tenido siempre por muy honorable, y más que en ningún otro lugar ha reclamado para sí el calificativo de «liberal». En un país en el que para ocupar una posición social debe uno ganarse la vida o cuando menos hacer creer que se la gana, el arte de la curación da la impresión de haber reunido en alto grado dos reconocidas fuentes de mérito. Se inscribe en el terreno de la práctica, cosa muy estimable en Estados Unidos, y está tocado por la luz de la ciencia: un valor muy apreciado por una sociedad en la que el amor al conocimiento no siempre ha ido de la mano del ocio y la oportunidad.

Contribuyó a la reputación del doctor Sloper la circunstancia de que su ciencia y su habilidad se hallaran equilibradas a partes iguales. Era lo que podría llamarse un médico erudito, y al mismo tiempo no había en sus remedios ninguna abstracción: siempre ordenaba a sus pacientes algún remedio. Aunque pasaba por ser un hombre muy concienzudo, no se enzarzaba en teorizaciones farragosas y, si a veces se explicaba con más detalle de lo que el enfermo necesitaba, nunca llegaba al extremo (como otros galenos de los que uno ha tenido noticia) de fiarlo todo a su exposición, sino que siempre dejaba una inescrutable receta. Había médicos que recetaban sin molestarse en ofrecer explicaciones, pero él tampoco pertenecía a esta clase, que era a fin de cuentas la más vulgar. Pronto se verá que hablo aquí de un hombre inteligente, y ésa es la verdadera razón por la que el doctor Sloper se había convertido en una celebridad local.


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200 págs. / 5 horas, 51 minutos / 120 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

La Musa Trágica

Henry James


Novela


1

Las gentes de Francia nunca han ocultado que las de Inglaterra, hablando en general, son, a su modo de ver, una raza inexpresiva y taciturna, perpendicular e insociable, poco aficionada a cubrir cualquier sequedad de trato mediante recamados verbales o de otra clase. Es probable que esta impresión pareciera respaldada, hace unos años, en París, debido al modo en que cuatro personas se hallaban sentadas juntas en silencio, un buen día cerca de las doce de la mañana, en el jardín, como se lo denomina, del Palais de l’Industrie: el patio central del gran bazar acristalado, donde entre plantas y parterres, senderos de grava y fuentes sutiles, se alinean las figuras y los grupos, los monumentos y los bustos, que forman la sección de escultura en la exposición anual del Salón. El espíritu de observación se pone automáticamente en el Salón muy alerta, estimulado por un millar de detalles llamativos angélicos o desangelados, mas no habría hecho falta ninguna tensión especial del sentido de la vista para percatarse de las características de las cuatro personas en cuestión. Como reclamo para el ojo por méritos propios, también ellos constituían un hecho artístico logrado; y hasta el más superficial de los observadores los habría catalogado como creaciones notables de una vecindad insular, representantes de esa clase impecable e impermeable con la cual, en las ocasiones repetidas en que los ingleses salen de vacaciones (Navidad y Pascua de Resurrección, Pentecostés y el otoño), París se ve rociada entera en el plazo de una noche. Había en ellos con plenitud el indefinible aspecto característico del viajero británico en el extranjero: ese aire de preparación a correr riesgos, materiales y morales, tan extrañamente combinada con una serena demostración de seguridad y perseverancia, el cual aire despierta, según la susceptibilidad de cada cual, la ira o la admiración de las comunidades extranjeras.


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755 págs. / 22 horas, 2 minutos / 102 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

Owen Wingrave

Henry James


Cuento


I

—¡Pero tú estás mal de la cabeza! —clamó Spencer Coyle mientras el joven lívido que tenía enfrente, un poco jadeante, repetía: «Francamente, lo tengo decidido» y «Le aseguro que lo he pensado bien». Los dos estaban pálidos, pero Owen Wingrave sonreía de un modo exasperante para su supervisor, quien aun así distinguía lo bastante para advertir en aquella mueca— era como una irrisión intempestiva —el resultado de un nerviosismo extremo y comprensible.

—No digo que llegar tan lejos no haya sido un error; pero precisamente por eso me parece que no debo dar un paso más —dijo el pobre Owen, esperando mecánicamente, casi humildemente— no quería mostrarse jactancioso, ni de hecho podía jactarse de nada, —y llevando al otro lado de la ventana, a las estúpidas casas de enfrente, el brillo seco de sus ojos.

—No sabes qué disgusto me das. Me has puesto enfermo —y, en efecto, el señor Coyle parecía abatidísimo.

—Lo lamento mucho. Si no se lo he dicho antes ha sido porque temía el efecto que iba a causarle.

—Tenías que habérmelo dicho hace tres meses. ¿Es que no sabes lo que quieres de un día al siguiente? —demandó el hombre mayor.

El joven se contuvo por un momento; luego alegó con voz temblorosa: «Está usted muy enfadado conmigo, y me lo esperaba. Le estoy enormemente reconocido por todo lo que ha hecho por mí, yo haría por usted cualquier cosa a cambio, pero eso no lo puedo hacer, ya sé que todos los demás me van a poner como un trapo. Estoy preparado…, estoy preparado para lo que sea. Eso es lo que me ha llevado cierto tiempo: asegurarme de que lo estaba. Creo que su disgusto es lo que más siento y lo que más lamento. Pero poco a poco se le pasará —remató Owen.


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44 págs. / 1 hora, 17 minutos / 83 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

Un Episodio Internacional

Henry James


Novela corta


1

Hace cuatro años, en 1874, dos jóvenes caballeros ingleses tuvieron ocasión de viajar a Estados Unidos. Cruzaron el océano en pleno verano y cuando llegaron a Nueva York el 1 de agosto, la febril temperatura de la ciudad les sorprendió sobremanera. Tras desembarcar en el muelle se encaramaron a uno de esos enormes autobuses elevados que transportan a los pasajeros a los hoteles y que, entre sacudidas y trompicones, inició su ruta a través de Broadway. El aspecto de Nueva York en pleno verano no es quizás el más favorecedor, aunque no está exento de un aire pintoresco, e incluso brillante. Nada podría parecerse menos a una típica calle inglesa que la interminable avenida, rica en incongruencias, a lo largo de la cual avanzaban nuestros dos viajeros, observando a ambos lados la agradable animación de las aceras: los heterogéneos y coloridos edificios, las inmensas fachadas de mármol blanco que brillaban bajo la luz intensa y cruda en las cuales rótulos dorados se engarzaban en variadísimos toldos, pancartas y estandartes, la extraordinaria cantidad de ómnibus, coches de caballos y demás vehículos democráticos, los vendedores de bebidas refrescantes, los pantalones blancos y los grandes sombreros de paja de los policías y el paso airoso de los elegantísimos jóvenes sobre el asfalto; la luminosidad, la novedad y la frescura tanto de las personas como de las cosas. Los jóvenes caballeros habían intercambiado pocas observaciones, pero al cruzar Union Square, frente al monumento a Washington, bajo la mismísima sombra proyectada por la imagen del padre de la patria, uno de ellos comentó:

—Parece un lugar peculiar.

—Extraño, muy extraño —dijo el otro, que era el más listo de los dos.

—Lástima que haga un calor tan brutal —continuó tras una pausa el primero.

—Ya sabes que nos encontramos en latitud baja.

—Eso diría yo.


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88 págs. / 2 horas, 34 minutos / 80 visitas.

Publicado el 2 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

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