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La Edad Madura

Henry James


Cuento


Aquel día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor, desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería, como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas.


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28 págs. / 49 minutos / 103 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Figura en el Tapiz

Henry James


Cuento


I

He hecho unas pocas cosas y ganado un poco de dinero. Quizás incluso haya tenido tiempo para empezar a pensar que soy mejor de lo que podrían sugerir los beneficios que recibo, pero cuando estimo el alcance de mi pequeña carrera (un hábito apresurado, pues de ninguna manera ha terminado) sitúo mi verdadero punto de partida en la noche en que George Corvick, sin aliento y afligido, vino a pedirme un favor. El había hecho más cosas que yo, y ganado más dinero, aunque había oportunidades para la inteligencia que, según mi opinión, a veces desaprovechaba.


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48 págs. / 1 hora, 25 minutos / 109 visitas.

Publicado el 2 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Humillación de los Northmore

Henry James


Cuento


I

Cuando murió lord Northmore, las alusiones públicas al suceso adoptaron, en su mayor parte, una forma un tanto plúmbea y de compromiso. Había desaparecido una gran figura política. Se había apagado una luminaria de nuestro tiempo en mitad de su carrera. Se había anticipado el fin de una gran utilidad, que en buena parte quedaba, de todos modos, insignemente ejercida. La nota de grandeza, en toda la línea, sonaba, en suma, con fuerza propia, y la del fallecido evidentemente se prestaba muy bien a figuras y florituras, la poesía de la prensa diaria. Los periódicos y sus compradores cumplieron con lo que el caso pedía: lo compusieron con pulcritud y magnificencia, aunque quizá con mano un poco violentamente expeditiva, sobre el coche fúnebre, acompañaron debidamente al vehículo por la avenida y luego, viendo que de repente el tema se había agotado, pasaron a lo siguiente de la lista. Su señoría había sido una de esas personas de las que —ahí estaba la cosa— no hay casi nada que contar aparte de la flamante monotonía de su éxito. Ese éxito había sido su profesión, sus medios lo mismo que su fin; de modo que su carrera no admitía otra descripción y no exigía, ni de hecho toleraba, otro análisis. De la política, de la literatura, de la tierra, de unos modales zafios y muchos errores, de una mujer flaca y tonta, dos hijos manirrotos y cuatro hijas sosas, de todo había sacado el máximo provecho, como podría haberlo sacado prácticamente de lo que fuera. Algo había habido en lo más profundo de su ser que lo conseguía, y su viejo amigo Warren Hope, la persona que le conoció primero, y es probable que en conjunto mejor, no alcanzó nunca, en todo aquel tiempo, a averiguar por curiosidad qué.


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25 págs. / 44 minutos / 114 visitas.

Publicado el 5 de febrero de 2017 por Edu Robsy.

La Leyenda de Ciertas Ropas Antiguas

Henry James


Cuento


I

Hacia mediados del siglo XVIII vivía en la provincia de Massachusetts una dama viuda, madre de tres hijos. Su nombre es lo de menos; me tomaré la libertad de llamarla señora Willoughby: un apellido, como el suyo auténtico, de sonido altamente respetable. Había perdido a su marido tras unos seis años de matrimonio y se había consagrado al cuidado de su progenie. Su progenie se desarrolló de un modo que recompensó su tierno cariño y cumplió sus más elevadas esperanzas. El primogénito era un varón, a quien había puesto el nombre de Bernard, el mismo del padre. Los otros dos eran niñas, entre cuyos respectivos nacimientos había mediado un intervalo de tres años. La buena apariencia era tradicional en la familia, y no parecía probable que estas infantiles personas fueran a permitir que la tradición pereciera. El muchacho era de esa tez rubia y sonrosada y de esa complexión atlética que en aquel tiempo (al igual que en éste) era marchamo de genuina sangre inglesa: un afectuoso jovencito sincero, estupendo hijo y hermano, y amigo leal. Listo, empero, no era: la inteligencia de la familia había recaído principalmente en sus hermanas. El señor Willoughby había sido un gran lector de Shakespeare, en un tiempo en que semejante afición implicaba mayor penetración espiritual que en nuestros días y en una comunidad donde hacía falta mucho valor para patrocinar el teatro incluso en privado; y había querido dejar constancia de su admiración por el gran poeta poniéndoles a sus hijas nombres sacados de sus obras favoritas. A la mayor le dio el encantador nombre de Viola; y a la menor, el más serio de Perdita, en recuerdo de otra niña nacida entre las dos pero que sólo vivió unas semanas.


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25 págs. / 45 minutos / 127 visitas.

Publicado el 1 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.

La Madona del Futuro

Henry James


Cuento


Nos hallábamos conversando sobre artistas con una sola obra maestra en su haber: pintores y poetas que sólo una vez en sus vidas habían sido agraciados por la inspiración divina, que sólo una vez habían accedido al elevado peldaño de la sublimidad.

Nuestro anfitrión nos había estado mostrando una encantadora pintura de gabinete, el nombre de cuyo autor nos era desconocido: alguien, por lo visto, que, tras esforzarse un tiempo por alcanzar el éxito, se había, en apariencia, dejado vencer por el fatal sino de la mediocridad.

Mantuvimos un breve debate sobre lo frecuente del fenómeno, durante el cual observé a H, quien, sentado en silencio mientras terminaba de consumir su cigarro con aire meditativo, al contemplar la pintura que nos habíamos ido pasando alrededor de la mesa, dijo, finalmente:

—No sé hasta qué punto el caso es frecuente, pero conocí a un pobre tipo que llegó a elucubrar esa gran obra maestra sin —y aquí esbozó una leve sonrisa— lograr llevarla a cabo. Apostó por la fama, pero finalmente dejó que se le escapara.


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49 págs. / 1 hora, 26 minutos / 78 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La Muerte del León

Henry James


Novela corta


I

Supongo que, sencillamente, cambié de opinión, un hecho que debió gestarse cuando el señor Pinhorn me devolvió el manuscrito. El señor Pinhorn era mi «jefe», como se le llamaba en la redacción. A él se le había encomendado la importante misión de sacar adelante el periódico. Éste consistía en una publicación semanal que había sido prácticamente dada por insalvable, cuando él se hizo cargo. El señor Deedy había dejado que se hundiera terriblemente y sólo se mencionaba su nombre en la redacción para relacionarlo con ese delito. En cierto modo y a pesar de mi juventud, yo era una herencia de la época del señor Deedy (propietario del periódico, además de director) y formaba parte de un lote, compuesto principalmente por el local y el mobiliario de la redacción, que la pobre señora Deedy, en medio de la depresión sufrida por la pérdida de su marido, vendió tras aceptar una tasación poco rigurosa. Podía estar seguro de que mi continuidad dependía del hecho de ser barato. Me parecía más bien injusto que se atribuyeran todos los males a mi difunto protector, quien yacía sin que se le rindiera tributo alguno. Sin embargo, ya que tenía que labrarme un porvenir, encontré suficientes motivos para estar satisfecho siendo parte de la redacción. Con todo, era consciente de que podía ser objeto de recelo, al ser producto del antiguo y fracasado sistema. Eso me hacía sentir que debía mostrar el doble de iniciativa y fue también lo que me movió a proponerle al señor Pinhorn que debía ocuparme de Neil Paraday. Recuerdo cómo me miró: primero, como si nunca hubiera oído hablar de ese famoso que, es cierto, en ese momento no se encontraba en lo más alto del panteón. Y, luego, cuando le justifiqué fundadamente mi proposición, demostró muy poca confianza en cuanto al interés de un artículo de ese género.


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49 págs. / 1 hora, 26 minutos / 121 visitas.

Publicado el 2 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

La Musa Trágica

Henry James


Novela


1

Las gentes de Francia nunca han ocultado que las de Inglaterra, hablando en general, son, a su modo de ver, una raza inexpresiva y taciturna, perpendicular e insociable, poco aficionada a cubrir cualquier sequedad de trato mediante recamados verbales o de otra clase. Es probable que esta impresión pareciera respaldada, hace unos años, en París, debido al modo en que cuatro personas se hallaban sentadas juntas en silencio, un buen día cerca de las doce de la mañana, en el jardín, como se lo denomina, del Palais de l’Industrie: el patio central del gran bazar acristalado, donde entre plantas y parterres, senderos de grava y fuentes sutiles, se alinean las figuras y los grupos, los monumentos y los bustos, que forman la sección de escultura en la exposición anual del Salón. El espíritu de observación se pone automáticamente en el Salón muy alerta, estimulado por un millar de detalles llamativos angélicos o desangelados, mas no habría hecho falta ninguna tensión especial del sentido de la vista para percatarse de las características de las cuatro personas en cuestión. Como reclamo para el ojo por méritos propios, también ellos constituían un hecho artístico logrado; y hasta el más superficial de los observadores los habría catalogado como creaciones notables de una vecindad insular, representantes de esa clase impecable e impermeable con la cual, en las ocasiones repetidas en que los ingleses salen de vacaciones (Navidad y Pascua de Resurrección, Pentecostés y el otoño), París se ve rociada entera en el plazo de una noche. Había en ellos con plenitud el indefinible aspecto característico del viajero británico en el extranjero: ese aire de preparación a correr riesgos, materiales y morales, tan extrañamente combinada con una serena demostración de seguridad y perseverancia, el cual aire despierta, según la susceptibilidad de cada cual, la ira o la admiración de las comunidades extranjeras.


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755 págs. / 22 horas, 2 minutos / 105 visitas.

Publicado el 29 de enero de 2017 por Edu Robsy.

La Tercera Persona

Henry James


Cuento


Capítulo I

Cuando, hace unos pocos años, dos buenas señoras, que nunca habían sido íntimas, ni más que simples conocidas en realidad, se encontraron compartiendo domicilio en la pequeña pero antigua ciudad de Marr, las consecuencias fueron dignas, naturalmente, de mención aparte. Llevaban el mismo apellido y eran primas hermanas; pero hasta entonces sus caminos no se habían cruzado; no había habido coincidencia de edad que las uniera; y la señorita Frush, la más madura, había pasado gran parte de su vida en el extranjero. Era una mujer dócil, reservada, que hacía bocetos, y a quien el destino había condenado a una monotonía —triunfante sobre la variedad— de pensions suizas e italianas; en cualquiera de las cuales, con su sombrero bien atado, sus guantes y sus botas resistentes, su sillita de campo, su cuaderno de dibujo, su novela de Tauchnitz, habría servido con singular propiedad para ilustrar la portada de una historia natural de la vieja solterona inglesa. Lo cierto es, pobre señorita Frush, que les habría dado a ustedes la impresión de ser una tan afortunada representación de su tipo que difícilmente habrían podido equiparla con la dignidad de un ser individual. Esto era lo que ella, sin embargo, prefería según sus allegados: una identidad harto contumaz, que alguna vez hasta pudo ser hermosa, pero que ahora, descolorida y en los huesos, tímida y desproporcionadamente rara, capaz de pronunciar sólo interjecciones vagas, y con una apariencia en la que sólo se veían el monóculo y los dientes, podía ser reconocida sin dificultad y lamentada sin reparo.


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43 págs. / 1 hora, 15 minutos / 104 visitas.

Publicado el 6 de mayo de 2017 por Edu Robsy.

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