Un guardabosque salió un día de caza y, hallándose en el espesor de
la selva, oyó de pronto unos gritos como de niño pequeño. Dirigiéndose
hacia la parte de la que venían las voces, llegó al pie de un alto
árbol, en cuya copa se veía una criatura de poca edad. Su madre se había
quedado dormida, sentada en el suelo con el pequeño en brazos, y un ave
de rapiña, al descubrir el bebé en su regazo, había bajado volando y,
cogiendo al niño con el pico, lo había depositado en la copa del árbol.
Trepó a ella el guardabosque, y, recogiendo a la criatura, pensó: «Me
lo llevaré a casa y lo criaré junto con Lenita». Y, dicho y hecho, los
dos niños crecieron juntos. Al que había sido encontrado en el árbol,
por haberlo llevado allí un ave le pusieron por nombre Piñoncito. Él y
Lenita se querían tanto, tantísimo, que en cuanto el uno no veía al otro
se sentía triste.
Tenía el guardabosque una vieja cocinera, la cual, un atardecer,
cogió dos cubos y fue al pozo por agua; tantas veces repitió la
operación, que Lenita, intrigada, hubo de preguntarle:
— ¿Para qué traes tanta agua, viejecita?
— Si no se lo cuentas a nadie, te lo diré —respondióle la cocinera.
Aseguróle Lenita que no, que no se lo diría a nadie, y entonces le
reveló la vieja su propósito—: Mañana temprano, en cuanto el
guardabosque se haya marchado de caza, herviré esta agua, y, cuando ya
esté hirviendo en el caldero, echaré en él a Piñoncito y lo coceré.
Por la mañana, de madrugada, levantóse el hombre y se fue al bosque,
mientras los niños seguían aún en la cama. Entonces dijo Lenita a
Piñoncito:
— Si tú no me abandonas, tampoco yo te abandonaré.
Respondióle Piñoncito:
— ¡Jamás de los jamases!
Y díjole Lenita:
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