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autor: Horacio Quiroga textos disponibles fecha: 25-10-2020 contiene: 'u'


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Cuentos para Novios

Horacio Quiroga


Cuento


¿Qué fue todo, al fin? Un pequeño detalle de la felicidad doméstica; pero cualquiera hubiera creído en una erupción volcánica.

Yo había llegado la tarde anterior a casa de Gaztambide, que vivía entonces en el campo. Esa misma noche, rendido por el viaje a caballo, me acosté muy temprano y me dormí enseguida. Me desperté, no sé a qué hora, y oí que el chico de los Gaztambide lloraba. Volví a dormirme, para despertarme otra vez. El chico lloraba de nuevo, y Gaztambide hablaba en voz alta. Torné a recuperar el sueño, y desperté de nuevo. El chico lloraba, pero el padre no hablaba. En cambio, oí que paseaba por afuera; hacía unos dos grados bajo cero. Esto me llenó de confusión; pero como el sueño de un hombre de mi edad es superior a la meditación de estas rarezas domésticas, torné a dormirme.

De madrugada ya, desperté por última vez.

—Esta buena gente —me dije mientras me vestía con sigilo— debe dormir aún. No hay que despertarlos.

Salí afuera, y lo primero que vi en el corredor fue a Gaztambide, hundido en un sillón de tela, bien envuelto en su plaid.

—¡Diablo! —exclamé deteniéndome a su frente—. ¿No ha dormido?

—No —respondió con una triste mirada al campo blanco de escarcha—. No dormiré nunca más.

—¿El nene…? —pregunté inquieto, recordando.

—No; el nene está sano y bueno… Pregúntele a Celina —concluyó con un movimiento de cabeza.

Abrí la puerta del comedor, y allí estaba Celina acodada a la mesa, visiblemente muerta de frío.

—No es nada —me dijo saliendo conmigo afuera—. Ya lo conocerá usted cuando se case… ¡Julio! —se volvió enternecida a su marido—. ¿Por qué no te acuestas un rato?

—No me acostaré nunca más —repuso él con la misma voz cansada—. Pero tomaría café.


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6 págs. / 12 minutos / 267 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Un Chantaje

Horacio Quiroga


Cuento


El diario iba tan mal que una mañana sus propietarios se reunieron en consejo, a fin de poner término a aquello. Los dueños eran también sus redactores, cosa bastante rara: cuatro muchachos sin rastros de escrúpulos, que habían obtenido a fuerza de elocuencia un capital de cien mil pesos, ahora en riesgo inminente de desaparecer.

La deuda —había pagarés de por medio— los inquietaba suficientemente. A pesar de esto no hallaron esa mañana nada que pudiera salvarlos, agotados ya como estaban los pequeños recursos lucrativos que ofrece un diario cuando sus redactores se deciden a ello. Resolvieron, sin embargo, sostenerse quince días más, mientras se buscaba desesperadamente de dónde asirse. Y de este modo, una mañana de ésas se presentó a la dirección un hombrecito cetrino, muy flaco, lentes con guarnición de acero y ropa negra, bastante sucia; pero muy consciente de sí todo él.

—Tengo una idea para levantar un diario; deseo venderla.

Los muchachos, muy sorprendidos, miraron atentamente al sujeto.

—¿Una idea?

—Sí, señor; una idea.

—¿Utilizable enseguida?

—Hoy mismo; mañana se obtendrá el resultado.

—¿Qué resultado?

—Cien mil pesos, fácilmente.

Esta vez los ocho ojos se clavaron en el hombrecito. Éste, después de mirarlos a su vez tranquilamente, púsose a observar los mapas que colgaban de las paredes, como si se tratara de todo el mundo menos de él.

—En fin, si nos quisiera indicar…

—Con mucho gusto. Solamente desearía antes un pequeño contrato.

—¿Contrato?…

—Sí, señor. Ustedes se comprometerían a no utilizar mi idea, si no les conviniera.

—¿Y si nos conviene?

—Mil pesos.


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Dominio público
3 págs. / 5 minutos / 66 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Silvina y Montt

Horacio Quiroga


Cuento


El error de Montt, hombre ya de cuarenta años, consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en honor de ella uno solo de los suyos.

Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.

Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima. Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural, oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos francas y bellísimas manos que se tendían a él.

—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?

—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?

Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada… para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de las herramientas.

Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas, cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.


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Dominio público
10 págs. / 17 minutos / 169 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Hombres Hambrientos

Horacio Quiroga


Cuento


—Esta situación —dijo el hombre hambriento enseñando sus costillas— proviene de mis grandes riquezas. Tal cual. No es paradoja. Ni antes ni después. En el instante mismo, con lo que me sobra para vivir —¿entienden ustedes bien?— podría arrancar de la tumba al millón y medio de individuos suicidados por hambre en 1933. Con lo que me sobra para vivir, a mí. Y me muero de hambre.

Miramos con mayor atención a quien hablaba. Hallábase, en efecto, en estado atroz de flacura. Por debajo de la camiseta nos enseñaba sus costillas, mientras nos observaba con desvarío. Un gran fuego de exasperación lucía en sus ojos de hambriento, y las palabras lanzábanse precipitadamente de su boca.

Nos llegaba, no sabemos de dónde, acaso del fondo del bosque, donde él y algunos compañeros habían ido a trabajar la tierra. Durante largo tiempo nada habíamos sabido de ellos; suponíamoslos prósperos. Y he aquí que se hallaba de nuevo ante nosotros, él solo, sin más ropa que un pantalón y una camiseta que alzaba con mano temblante.

—Tal cual —prosiguió tras una larga pausa con la que parecía habernos ofrecido tiempo suficiente para juzgar hasta las heces su situación.

»Con lo que me sobra para vivir, he dicho, yo y mis compañeros podríamos hacer la felicidad de otros tantos miserables. ¡Comer, comer! ¿Entienden? Allá están ellos, vigilándose unos a otros desde lo alto de sus riquezas, mientras se mueren de inanición, y cada cual sentado sobre pirámides de mandioca que se pudren con la humedad, y abrazados a cachos de bananas que se deshacen entre sus dedos.

»Bien. Esto no significa nada: avaricia, roña y todo lo demás. ¡Pero es que tampoco es esto! ¡Es vanidad, envidia y rencor lo que les impide comer! ¡No tienen ojos sino para atisbar las crecientes necesidades del vecino, y enloquecidos por la suficiencia y los celos, se están muriendo de hambre en el seno de la superproducción!


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 119 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cementerios Belgas

Horacio Quiroga


Cuento


Iban en columna por la carretera blanca, llenando el camino de una a otra cuneta. El frío, ya vivo, había echado sobre los fugitivos todos los capotes y mantas posibles. Muchos iban en carros, algunos en carritos tirados por perros; pero la gran mayoría caminaba a pie.

Marchaban, sin embargo, por la admirable alfombra de paz que había sido Bélgica. Ahora, delante, atrás, a diestra y siniestra, no quedaba nada. Nada alcanzaba a dos metros de altura: aldeas, chimeneas, árboles, todo yacía aplanado en negro derrumbe. Los fugitivos huían desde la tarde anterior, sintiendo sobre sus espaldas el tronar de la artillería, que avanzaba a la par de ellos.

Las provisiones recogidas con terrible urgencia no alcanzaban a alimentar suficientemente a la densa columna. Los pequeños recién salidos del pecho materno, y sin poder tomar una sola gota de leche, sufrían de enteritis desde el primer día.

A las diez de la noche el alucinante tronar de los cañones se aproximó más aún, y los fugitivos aceleraron la marcha.

Como la noche anterior, la negra columna iba envuelta en el llanto de chicos que no habían comido ni dormido suficientemente, y en los gemidos de criaturas de pecho que sentían dolores de vientre por la leche materna aterrorizada.

El día llegó, sin embargo, y con la lívida madrugada comenzó a llover. Los hombres se calaron la capucha de los capotes, y las madres, tras una larga mirada de desesperación a sus vecinos masculinos más próximos, alzaron sobre sus criaturas ateridas el borde chorreante de sus mantos.

La columna se detuvo, y reuniendo los últimos alimentos —los últimos; no quedaba nada ya—, las mujeres y las criaturas pudieron mitigar el hambre. Sobró algo asimismo, pues muchas mujeres, muertas de fatiga y sueño, prefirieron continuar durmiendo en los carritos. Los viejos y enfermos tuvieron así un mínimo suplemento.


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 114 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Alcohol

Horacio Quiroga


Cuento


Un hombre honrado puede mantenerse tal entre pillos, y a un cuerdo le es posible desempeñar entre locos un papel bastante agraciado. Pero el hombre que se halla ineludiblemente entre borrachos deberá inmediatamente sumergir su cabeza en el alcohol, por poco que su propio interés le inspire respeto.

—Esta máxima es vulgar —dijo el hombre que hablaba con nosotros— pero profunda. Su transgresión ha costado algunos tronos y no pocas cabezas. Otros han perdido su novia, y es una aventura de éstas la que traído al recuerdo aquella sentencia. Ustedes verán cómo.

Hace algunos años, la casualidad, o sea serie de circunstancias anodinas que reúnen alrededor de una mesa de bar a cinco o seis individuos que esa mañana no se conocían, quiso que yo me hallara en esa situación en un nine o’clock rhum del Boston, con cuatro compañeros a la mesa, y tres japoneses enfrente, hundidos en los divanes, que nos observaban en silencio con sus ojillos entornados.

Los divanes del Boston, ustedes lo saben, se prestan a estas irónicas meditaciones.


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6 págs. / 10 minutos / 168 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Chauffeur

Horacio Quiroga


Cuento


Lo encontré en la barranca de Pino, haciendo eses con su automóvil ante la Comisión Examinadora de tráfico.

—Aquí me tiene —me dijo alegremente, a pesar del sudor que lo cubría—, enredado en estos engranajes del infierno. Un momento, y concluyo. ¡Vamos! ¡Arre!

Yo no le conocía veleidades automovilísticas, ni tampoco otras, fuera de una cultura general que disimulaba risueñamente bajo su blanca dentadura de joven lobo.

—Ya concluimos. ¡Uf! Debo de haber roto uno o dos dientes… ¿No le interesa el auto?… A mí tampoco, hasta hace una semana. Ahora… ¡Buen día, compañero! Voy a limpiarme los oídos del ruido de los engranajes.

Y cuando se iba con su automóvil, volvió la cabeza y me gritó sin parar el motor:

—¡Una sola pregunta! ¿Qué autor está en este momento de moda entre las damas de mundo?

Mis veleidades particulares no alcanzan hasta ese conocimiento. Le di al azar un par de nombres conocidos.

—… ¿Y Tagore? Perfectamente.

—Agregue Proust —agregué después de un momento de reflexión—. Bien mirado, quédese con éste. ¿Para qué quiere a Proust?

Se rió otra vez, echando mano a sus palancas por toda despedida, y enfiló a la Avenida Vertiz.

Dos meses después hallábame yo en el centro esperando filosóficamente un claro en la cerrada fila de coches, cuando en un automóvil de familia tuve la sorpresa de ver a mi chauffeur, de librea, hierático y digno en su volante como un chauffeur de gran casa.

Creí que no me hubiera visto; pero al pasar el coche, y sin alterar la línea de su semblante, me lanzó de reojo una guiñada de reconocimiento, y siguió imperturbable su camino.

Yo hubiera concluido por hacer lo mismo con el mío, si un instante después no me saludan con la mano en la visera, y me cogen del brazo. Era mi chauffeur.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 56 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

O Uno u Otro

Horacio Quiroga


Cuento


—¿Por qué no te enamoras de nosotras?

Zum Felde miró atentamente uno tras otro a los cuatro dominós que habiéndolo notado solo, acababan de sentarse en el sofá, compadecidos de su aislamiento. Zum Felde colocó su silla frente a ellas. Pero como hubiera respondido que posiblemente no sabía qué hacer, un dominó concluía de lanzar aquella pregunta con afectuosa pereza. Bajo el medio antifaz corría en línea fraternal la misma enigmática sonrisa.

—Son muchas —repuso él pacíficamente.

—¡Oh, no esperamos tanta dicha de ti!

—No podría de otro modo. ¿Cómo adivinar a la que luego ha de gustarme?

—¿Es decir, la más linda de nosotras?

—… que no eres tú, ¿cierto?

—Cierto; soy muy fea, Zum… Felde.

—No, no eres fea, aunque alargues tanto mi apellido. Pero creo…

—… ¿te refieres a mí? —observó dulcemente otra. Zum Felde la miró en los ojos.

—¿Eres linda, de veras?

—No sé… Zum Felde. Realmente no sé… Pero creo que de mí te enamorarías tú.

—¿Y tú no de mí, amor?

—No; de ti, yo —repuso otra lánguida voz.

Zum Felde se sonrió, recorriendo rápidamente con la mirada, garganta, boca y ojos.

—Hum…

—¿Por qué hum, Zum Felde?

—Por esto. Tengo un cierto miedo a las aventuras de corazón mezcladas con antifaz. Y si ustedes entendieran un poco de amor, me atrevería a contarles por qué. ¿Cuento?

Los dominós se miraron fugazmente.

—Yo entiendo un poquito, Zum Felde…

—Yo tengo vaga idea…

—Yo otra, Zum Felde…

Faltaba una.

—¿Y tú?

—Yo también un poquito, Zum Felde…


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Lucila Strinberg

Horacio Quiroga


Cuento


Yo pretendí durante tres años consecutivos, antes y después de su matrimonio, a Lucila Strinberg. Yo no le desagradaba, evidentemente; pero como mi posición estaba a una legua de ofrecerle el tren de vida a que estaba acostumbrada, no quiso nunca tomarme en serio. Coqueteó conmigo hasta cansarse, y se casó con Buchenthal.

Era linda, y se pintaba sin pudor, las mejillas sobre todo. En cualquier otra mujer, aquella exageración rotunda y perversa habría chocado; en ella, no. Tenía aún muy viva la herencia judía que la llevaba a ese pintarrajeo de sábado galitziano, y que tras dos generaciones argentinas subía del fondo de la raza, como una cofia de fiesta, a sus mejillas. Fantasía inconsciente en ella, y que su círculo mundano soportaba de buen grado. Y como en resumidas cuentas la chica, aunque habilísima en el flirteo, no ultrapasaba la medida de un arriesgado buen tono, todo quedaba en paz.

Yo no conocía bastante al marido; era de origen hebreo, como ella, y tenía, en punto a vigilancia sobre su mujer, el desenfado de buen tono de su alta esfera social. No me era, pues, difícil acercarme a Lucila, cuanto me lo permitía ella.

Mi apellido no es ofensivo; pero Lucila hallaba modo de sentirlo así.

—Cuando uno se llama Ca-sa-cu-ber-ta —deletreaba— no se tiene el tupé de pretender a una mujer.

—¿Ni aun casada? —le respondía en su mismo tono.

—Ni aun casada.

—No es culpa mía; usted no me quiso antes.

—¿Y para qué?

Inútil observar que al decirme esto me miraba y proseguía mirándome un buen rato más.

Otras veces:

—Usted no es el hombre que me va a hacer dar un mal paso, señor Casa-cuberta.

—Pruebe.

—Gracias.

—Hace mal. Cuando se tiene un marido como el señor Buchenthal, un señor Casacuberta puede hacer su felicidad. ¡Vamos, anímese!

—No; desanímese usted. —Y añadía—: Con usted, por lo menos, no.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Corderos Helados

Horacio Quiroga


Cuento


La historia —de un extremo al otro— se desarrolló en un frigorífico, y durante varios meses míster Dougald vivió en perfecta perplejidad sobre la clase de ofensa que pudo haber inferido a su capataz. Pero una mañana del verano último la luz se hizo, y el gerente del frigorífico sabe ahora perfectamente por qué el odio y los cerrojos de Tagliaferro se volcaron tras su espalda.

Esa cálida madrugada de febrero, míster Dougald, que en mangas de camisa pasea su pipa por los muelles del frigorífico, ha visto llegar hasta él a la esposa de Tagliaferro.

—Buenos días, míster Dougald —ha dicho ella, deteniéndose a su frente.

—Buenos días —ha respondido él, dejándose enfrentar.

—He querido hablarle ahora, míster Dougald —prosigue ella con grata sonrisa—, porque más tarde es difícil… Es por mi hermanito, Giacomo… usted sabe.

Pero míster Dougald, que sin moverse fija la vista en la joven —rostro fresco y ojos cálidos— la interrumpe:

—Sí, sí… mala cabeza. Usted… linda cara.

—Sí, míster Dougald —se ríe ella—, ya sé… Pero no se trata de eso. Giacomo está mal aconsejado. La última huelga…

—Poca cosa… —corta él, sacudiendo la cabeza—. Pero usted… muy linda cara.

—Bueno, míster Dougald; sea más serio. Sabemos que usted es muy bueno, y Duilio lo reconoce… Él se acuerda siempre de que usted no lo echó después de aquello… Vea, míster Dougald: cambiando de taller a Giacomo…

—Imposible —corta de nuevo. Para agregar, considerando siempre los ojos de la joven, que se marean cada vez que él insiste—: Usted… muy linda boca.

Ella opta por reírse, y dar por fracasada su embajada matinal.

—Otro día le hablaré, cuando esté más bueno.

—Es que yo digo: usted es…


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3 págs. / 6 minutos / 79 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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