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Gloria Tropical

Horacio Quiroga


Cuento


Un amigo mío se fue a Fernando Poo y volvió a los cinco meses, casi muerto.

Cuando aún titubeaba en emprender la aventura, un viajero comercial, encanecido de fiebres y contrabandos coloniales, le dijo:

—¿Piensa usted entonces en ir a Fernando Poo? Si va, no vuelve, se lo aseguro.

—¿Por qué? —objetó mi amigo—. ¿Por el paludismo? Usted ha vuelto, sin embargo. Y yo soy americano.

A lo que el otro respondió:

—Primero, si yo no he muerto allá, sólo Dios sabe por qué, pues no faltó mucho. Segundo, el que usted sea americano no supone gran cosa como preventivo. He visto en la cuenca del Níger varios brasileños de Manaos, y en Fernando Poo infinidad de antillanos, todos muriéndose. No se juega con el Níger. Usted, que es joven, juicioso y de temperamento tranquilo, lleva bastantes probabilidades de no naufragar enseguida. Un consejo: no cometa desarreglos ni excesos de ninguna especie; ¡usted me entiende! Y ahora, felicidad.

Hubo también un arboricultor que miró a mi amigo con ojillos húmedos de enternecimiento.

—¡Cómo lo envidio, amigo! ¡Qué dicha la suya en aquel esplendor de naturaleza! ¿Sabe usted que allá los duraznos prenden de gajo? ¿Y los damascos? ¿Y los guayabos? Y aquí, enloqueciéndonos de cuidados… ¿Sabe que las hojas caídas de los naranjos brotan, echan raíces? ¡Ah, mi amigo! Si usted tuviera gusto para plantar allí…

—Parece que el paludismo no me dejará mucho tiempo —objetó tranquilamente mi amigo, que en realidad amaba mucho sembrar.

—¡Qué paludismo! ¡Eso no es nada! Una buena plantación de quina y todo está concluido… ¿Usted sabe cuánto necesita allá para brotar un poroto…?


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Dominio público
5 págs. / 9 minutos / 141 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Jesucristo

Horacio Quiroga


Cuento


Con el chaqué prendido hasta la barba, trasnochado y el paso recto, marchaba Jesucristo por la Avenida de las Acacias, quebrando inconscientemente una rama caída entre sus guantes gris acero.

El bosque estaba desierto, la noche finalizaba. Los árboles emprendían su tiritamiento en la madrugada lívida, sobre el galvánico resplandor de la gran ciudad, sobresaltada allá abajo en su nervioso sueño. Rodaba por el suelo una confusión de hojas secas que el viento arremolinaba, espiralaba, desparramándolas por los lagos helados.

Jesucristo marchaba con la cabeza baja. Sobre el pecho caía su rubia barba de israelita —cortada en punta— aún despeinada por los estremecimientos de las inolvidables agonías. Sus ojos, cargados de amor, no miraban. Su elegante silueta, oscilando por la avenida, adquiría —tras la bruma— el impreciso espanto de las forma sonambulizadas que caminan hacia atrás.

Tuvo en escalofrío. Alzó hacia el cielo su cabeza sobrehumana, y se internó en las alamedas laterales, congestionadas —allá a lo lejos— por una tardía aurora. Una blanca sombra desprendida desde el lindero le hizo dar vuelta la cabeza: sombríamente intercalada en una fila de árboles deformes que el encantador exotismo de un ministro trasplantara desde una remota península colonial, una cruz distendía sus brazos entre la floración de aquella savia grotesca, viciosamente contractada en dolorosas ampollas como un brazo que no se levantará más, reproduciéndose a lo largo de las ramas enflaquecidas, irradiando graves erisipelas, terminando —allá en el extremo— en una intensa tumefacción de todos los tejidos que doblaba la savia como oscuros miembros mal amputados, de la cual el árbol entero —astringiéndose— parecía sentir la incalificable torpeza.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 33 visitas.

Publicado el 8 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

La Señorita Leona

Horacio Quiroga


Cuento


Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales, de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

—Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Óigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.


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Dominio público
4 págs. / 8 minutos / 301 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Siete Palabras

Horacio Quiroga


Cuento


El adolescente abrió el sobre precipitadamente y leyó:

"Carlos: todo ha concluido entre nosotros. Elvira"

Súbitamente quedó helado y estuvo a punto de caerse, como si toda la vida de su ser, precipitándose de golpe en el corazón, le hubiera dejado vacío el cuerpo.

¡Concluido, todo! ¡Ya no!... Se levantó con la vista extraviada, y miró el ropero, el mapamundi, sin saber lo que hacía. Vio en el espejo su cara lívida y descompuesta, y tornó a sentarse.

Carlos: todo ha concluido entre nosotros. Elvira. ¡Oh, qué desesperación! ¡Todo ha acabado, todo, todo muerto! ¡Muerto! ¡Cómo ella, su Elvira, su Elvira suya, ya no era más de él!

Sentía en las sienes el latido cargado que retornaba por fin del corazón en plenas ondas de angustia, y respiraba con dificultad. ¡Luego sus ojos, su voz, su amor adorado e idolatrado, anda ya! ¡Su entusiasmo de triunfar, su propia vida, nada ya! Y en un solo momento... Toda está concluido entre nosotros... ¡No, no, no!

La respiración le faltaba cada vez más, y hacíale daño el corazón hinchado en sofocante angustia.

Todo está... ¡es decir que ya nunca más le hablaría! ¡Es decir que debía olvidarla del todo! ¡Que ya nunca, nunca más volvería... a... concluído entre nosotros!

De golpe, sus cuatro meses de radiante felicidad subieron a su memoria, vertiendo en el se acabó final la desolación de lo que fue inmensa dicha un día. Su dolor fue tan grande que perdió un instante la conciencia de esa atroz realidad, y suspiró hondamente, como al final de una pesadilla que nos deja ya en paz.


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Dominio público
2 págs. / 4 minutos / 46 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Los Cascarudos

Horacio Quiroga


Cuento


Hasta el día fatal en que intervino el naturalista, la quinta de monsieur Robin era un prodigio de corrección. Había allí plantaciones de yerba mate que, si bien de edad temprana aún, admiraban al discreto visitante con la promesa de magníficas rentas. Luego, viveros de cafetos —costoso ensayo en la región—, de chirimoyas y heveas.

Pero lo admirable de la quinta era su bananal. Monsieur Robin, con arreglo al sistema de cultivo practicado en Cuba, no permitía más de tres vástagos a cada banano pues sabido es que esta planta, abandonada a sí misma se torna en un macizo de diez, quince y más pies. De ahí empobrecimiento de la tierra, exceso de sombra, y lógica degeneración del fruto. Mas los nativos del país jamás han aclarado sus macizos de bananos, considerando que si la planta tiende a rodearse de hijos, hay para ello causas muy superiores a las de su agronomía. Monsieur Robin entendía lo mismo y aún más sumisamente, puesto que apenas la planta original echaba de su pie dos vástagos, aprontaba pozos para los nuevos bananitos a venir que, tronchados del pie madre, crearían a su vez nueva familia.

De este modo, mientras el bananal de los indígenas, a semejanza de las madres muy fecundas cuya descendencia es al final raquítica, producía mezquinas vainas sin jugo, las cortas y bien nutridas familias de monsieur Robin se doblaban al peso de magníficos cachos.

Pero tal glorioso estado de cosas no se obtiene sino a expensas de mucho sudor y de muchas limas gastadas en afilar palas y azadas.

Monsieur Robin, habiendo llegado a inculcar a cinco peones del país la necesidad de todo esto, creyó haber hecho obra de bien, aparte de los tres o cuatro mil cachos que desde noviembre a mayo bajaban a Posadas.


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Dominio público
3 págs. / 6 minutos / 149 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cazadores de Ratas

Horacio Quiroga


Cuento


Una siesta de invierno, las víboras de cascabel, que dormían extendidas sobre la greda, se arrollaron bruscamente al oír insólito ruido. Como la vista no es su agudeza particular, las víboras mantuviéronse inmóviles, mientras prestaban oído.

—Es el ruido que hacían aquéllos… —murmuró la hembra.

—Sí, son voces de hombre; son hombres —afirmó el macho.

Y pasando una por encima de la otra se retiraron veinte metros. Desde allí miraron. Un hombre alto y rubio y una mujer rubia y gruesa se habían acercado y hablaban observando los alrededores. Luego, el hombre midió el suelo a grandes pasos, en tanto que la mujer clavaba estacas en los extremos de cada recta. Conversaron después, señalándose mutuamente distintos lugares, y por fin se alejaron.

—Van a vivir aquí —dijeron las víboras—. Tendremos que irnos.

En efecto, al día siguiente llegaron los colonos con un hijo de tres años y una carreta en que había catres, cajones, herramientas sueltas y gallinas atadas a la baranda. Instalaron la carpa, y durante semanas trabajaron todo el día. La mujer interrumpíase para cocinar, y el hijo, un osezno blanco, gordo y rubio, ensayaba de un lado a otro su infantil marcha de pato.

Tal fue el esfuerzo de la gente aquella, que al cabo de un mes tenían pozo, gallinero y rancho prontos aunque a éste faltaban aún las puertas. Después, el hombre ausentose por todo un día, volviendo al siguiente con ocho bueyes, y la chacra comenzó.

Las víboras, entretanto, no se decidían a irse de su paraje natal. Solían llegar hasta la linde del pasto carpido, y desde allí miraban la faena del matrimonio. Un atardecer en que la familia entera había ido a la chacra, las víboras, animadas por el silencio, se aventuraron a cruzar el peligroso páramo y entraron en el rancho. Recorriéronlo, con cauta curiosidad, restregando su piel áspera contra las paredes.


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2 págs. / 4 minutos / 432 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Desterrados

Horacio Quiroga


Cuento


Misiones, como toda región de frontera, es rica en tipos pintorescos. Suelen serlo extraordinariamente aquellos que, a semejanza de las bolas de billar, han nacido con efecto. Tocan normalmente banda, y emprenden los rumbos más inesperados. Así Juan Brown, que habiendo ido por sólo unas horas a mirar las ruinas, se quedó 25 años allá; el doctor Else, a quien la destilación de naranjas llevó a confundir a su hija con una rata; el químico Rivet, que se extinguió como una lámpara, demasiado repleto de alcohol carburado; y tantos otros que, gracias al efecto, reaccionaron del modo más imprevisto. En los tiempos heroicos del obraje y la yerba mate, el Alto Paraná sirvió de campo de acción a algunos tipos riquísimos de color, dos o tres de los cuales alcanzamos a conocer nosotros, treinta años después.

Figura a la cabeza de aquéllos un bandolero de un desenfado tan grande en cuestión de vidas humanas, que probaba sus winchesters sobre el primer transeúnte. Era correntino, y las costumbres y habla de su patria formaban parte de su carne misma. Se llamaba Sidney Fitz-Patrick, y poseía una cultura superior a la de un egresado de Oxford.

A la misma época pertenece el cacique Pedrito, cuyas indiadas mansas compraron en los obrajes los primeros pantalones. Nadie le había oído a este cacique de faz poco india una palabra en lengua cristiana, hasta el día en que al lado de un hombre que silbaba un aria de La Traviata, el cacique prestó un momento atención, diciendo luego en perfecto castellano:

—La Traviata… Yo asistí a su estreno en Montevideo, el 59…


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9 págs. / 17 minutos / 178 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Tres Besos

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer.

—¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado?

Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte.

Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así:

—¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas?

El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre.

—Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda.

—¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián.

—¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel.

Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo.

—En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil…

—Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración?


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5 págs. / 9 minutos / 717 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Sobre “El Ombú” de Hudson

Horacio Quiroga


Artículo, crítica


Aunque el cuento cuyo título se imprime al encabezar estas lincas fue escrito en inglés, en Inglaterra, y por un hombre de ascendencia netamente anglo-sajona, Guillermo Enrique Hudson, de quien hablamos, nacido en la Argentina, donde se educó, formó y vivió hasta los treinta o más años, familiarizándose totalmente en el transcurso de ellos con las costumbres del país. Criado en una estancia, conocedor del gaucho hasta haber asimilado muchos de sus hábitos en sus vagabundeos por este suelo y el vecino del Uruguay, nada hubiera sido al escritor más fácil que escribir en jerga criolla sus relatos de ambiente argentino, o por lo menos adaptar al lenguaje campesino inglés las peculiaridades del léxico nativo. Esto es lo menos a que recurre un autor para caracterizar los individuos de un ambiente dado, sin que ello quiera decir que lo logra siempre.

Es lo que no hizo Hudson en los cuentos de su libro “El ombú”, que se prestaba a ello, y es lo que tuvo a bien hacer el señor Eduardo Hillman al traducir el volumen de la referencia.


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4 págs. / 7 minutos / 101 visitas.

Publicado el 16 de agosto de 2024 por Edu Robsy.

Una Bofetada

Horacio Quiroga


Cuento


Acosta, mayordomo del Meteoro, que remontaba el Alto Paraná cada quince días, sabía bien una cosa, y es ésta: que nada hay más rápido, ni aun la corriente del mismo río, que la explosión que desata una damajuana de caña lanzada sobre un obraje. Su aventura con Korner, pues, pudo finalizar en un terreno harto conocido de él.

Por regla absoluta —con una sola excepción— que es ley en el Alto Paraná, en los obrajes no se permite caña. Ni los almacenes la venden, ni se tolera una sola botella, sea cual fuera su origen. En los obrajes hay resentimientos y amarguras que no conviene traer a la memoria de los mensús. Cien gramos de alcohol por cabeza, concluirían en dos horas con el obraje más militarizado.

A Acosta no le convenía una explosión de esta magnitud, y por esto su ingenio se ejercitaba en pequeños contrabandos, copas despachadas a los mensús en el mismo vapor, a la salida de cada puerto. El capitán lo sabía, y con él el pasaje entero, formado casi exclusivamente por dueños y mayordomos de obraje. Pero como el astuto correntino no pasaba de prudentes dosis, todo iba a pedir de boca.

Ahora bien, quiso la desgracia un día que a instancias de la bullanguera tropa de peones, Acosta sintiera relajarse un poco la rigidez de su prudencia. El resultado fue un regocijo entre los mensús tan profundo, que se desencadenó una vertiginosa danza de baúles y guitarras que volaban por el aire.

El escándalo era serio. Bajaron el capitán y casi todos los pasajeros, siendo menester una nueva danza, pero esta vez de rebenque, sobre las cabezas más locas. El proceder es habitual, y el capitán tenía el golpe rápido y duro. La tempestad cesó enseguida. Esto no obstante, se hizo atar de pie contra el palo mayor a un mensú más levantisco que los demás, y todo volvió a su norma.


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Dominio público
7 págs. / 13 minutos / 159 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

910111213