Textos más vistos de Horacio Quiroga publicados por Edu Robsy disponibles publicados el 25 de octubre de 2020 | pág. 6

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autor: Horacio Quiroga editor: Edu Robsy textos disponibles fecha: 25-10-2020


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Silvina y Montt

Horacio Quiroga


Cuento


El error de Montt, hombre ya de cuarenta años, consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en honor de ella uno solo de los suyos.

Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.

Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima. Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural, oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos francas y bellísimas manos que se tendían a él.

—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?

—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?

Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada… para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de las herramientas.

Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas, cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.


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10 págs. / 17 minutos / 170 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Su Ausencia

Horacio Quiroga


Cuento


Con este mismo paso que hasta hace un instante me llevaba a la oficina, con la misma ropa y las mismas ideas, cambio bruscamente de rumbo y voy a casarme.

Son las tres de la tarde de un día de verano. A esta hora, a pleno sol, voy a sorprender a mi novia y a casarme con ella. ¿Cómo explicar esta inesperada y terrible urgencia?

Mil veces me he hecho una pregunta que constituye un oscuro punto en mi alma; mil veces me he torturado el cerebro tratando de aclarar esto: ¿por qué me fijé en la que es actualmente mi novia, le hice el amor y me comprometí con ella? ¿Qué súbito impulso me lleva con este paso a pleno sol, el 24 de febrero de 1921, a casarme fatal y urgentemente con una mujer que no ha oído de mis labios ofrecerle la más remota fecha de matrimonio?

¡Mi novia! No he tenido jamás alucinaciones por ella, ni sufrí nunca ilusión a su respecto. No hay en el mundo persona que pueda enamorarse de ella, fuera de mí. Es cuanto hay de feo, áspero y flaco en esta vida. En el cine puede verse alguna vez a una esquelética mujer de pelo estirado y nariz de arpía que repite el tipo de mi novia. No hay dos mujeres como ella en el mundo. Y a esta mujer he elegido entre todas para hacer de ella mi esposa.

Pero ¿por qué? Todo lo anormal, monstruoso mismo de esta elección, no saltó nunca a enrojecerme el rostro de vergüenza. La miré sin mirar lo que veía; la seguí como un hombre dormido que camina con los ojos abiertos; le hice el amor como un sonámbulo, y como un sonámbulo voy a casarme con ella.

Pero ahora mismo, mientras veo el abismo en que mi vida se precipita, ¿por qué no me detengo?

No puedo. Tengo la sensación de que voy, de que debo ir a toda costa, como si fuera arrastrado por una soga. Soy dueño de todas mis facultades, siento y razono normalmente; pero todo esto detrás de una enorme, vaga e indiferente voluntad que rige mi alma.


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26 págs. / 46 minutos / 186 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Ocaso

Horacio Quiroga


Cuento


Noche de kermesse en un balneario de moda. A dos kilómetros del hotel, la playa ha sido convertida en oasis. Grandes palmeras, alineadas en losange, se yerguen en la arena. Sobre la costa misma, y paralelo al mar, se levanta el bazar de caridad. Entre las plantas se hallan dispuestas mesas para el servicio del bar. A la alta hora de la noche que nos ocupa, el área de la fiesta —bazar, palmeras y arena— luce solitaria al resplandor galvánico de los focos.

Solitaria, tal vez no, pues aunque el bazar ha apagado sus luces, a excepción del buffet, en el oasis del palmar algunas personas desafían aún la fresca brisa marina.

Tres jóvenes en smoking y dos señoras de edad madura, concurrentes tardíos al bar, acaban de sentarse a una mesa cubierta en breve tiempo de botellas y fiambres; y en menos tiempo todavía, su atención y sus ojos se han vuelto a una mesa distante, donde un hombre y una mujer, que no tienen por delante sino un helado y una copa de agua, conversan frente a frente.

Él es un hombre de edad, más todavía de lo que haría suponer su apostura aún joven. Este hombre, años atrás, ha interesado fuertemente a las mujeres. No ha sido un tenorio. Aunque no se nombra nunca a conquista alguna suya, se está seguro del peligro que representa. Mejor aún: que representaba.

Ella, la mujer que con un codo en la mesa tiene fijos los ojos en su interlocutor, es muy joven.

Mejor aún: una criatura de diecisiete años. Pero los recién venidos nos informarán más ampliamente sobre ella.

—Ahí está la Perra de Olmos, tratando de conquistar a Renouard —interpreta una de las señoras.

—¿Perra…? —inquiere alguno de los jóvenes.

—Sí, Lucila Olmos —explica la dama—. Un apodo de familia… Cuando era chica se emperraba sin dar por nada su brazo a torcer… De aquí su nombre.

—Lindísima, a pesar de ello… —comenta el mismo joven.


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7 págs. / 12 minutos / 71 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Siete y Medio

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando el año pasado debí ir a Córdoba, Alberto Patronímico, muchacho médico, me dijo:

—Anda a ver a Funes, Novillo y Rodríguez del Busto. Se les ha ocurrido instalar un sanatorio; debe de ser maravilloso eso. Entre todos juntos no reunieron, cuando los dejé el año pasado, mucho más de 15 ó 20 pesos. No me explico cómo han hecho.

—Pero siendo médicos… —argüí.

—Es que no son médicos —me respondió—, apenas estudiantes de quinto o sexto año. Se hicieron, sí, de cierta reputación como enfermeros. Habían fundado una como especie de sociedad, que ponían a disposición de la gente de fortuna. Claro es que entre pagar diez pesos por noche a un gallego de hospital que recorre el termómetro tres veces de abajo arriba para leer la temperatura, y pagar cincuenta a un estudiante de medicina, no es difícil la adopción. Cobraban cincuenta pesos por noche. Además, su apellido, de linaje allá en Córdoba, daba cierto matiz de aristocrático sacrificio a esta jugarreta de la enfermería. Lo que no me hubiera pasado a mí.

En efecto, llamarse Patronímico y tener el valor de dar el nombre en voz alta, son cosas que comprometen bastante una vida tranquila. Cuantos tienen un apellido perturbador del reposo psíquico, conocen esto. Patronímico, siendo ya hombre, perdió muchas ocasiones de adquirir buenas cosas en remate, por no dar el nombre. Sus vecinos de los costados, de delante, se volvían enseguida y lo miraban. Y ser mirado así, sin tener derecho de considerarse insultado, fatiga mucho.


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8 págs. / 14 minutos / 64 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En el Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento


El cazador que tuvo el chucho y fue conmigo al barrero de Yabebirí se llamaba Leoncio Cubilla. Desde días atrás presentía una recidiva, y como éstas eran prolongadas, esperamos una semana, sin novedad alguna, por suerte.

Partimos por fin una mañana después de almorzar. No llevábamos perros; dos estaban lastimados y los otros no trabajaban bien solos. Abandonamos la picada maestra tres horas antes de llegar al barrero. De allí un pique de descubierta nos aproximó legua y media; y la última etapa —hecha a machete de una a cuatro de la tarde más caliente de enero— acabó con mi amor al calor.

El barrero consistía en una laguna virtual del tamaño de un patio, entre un mar de barro. Acampamos allí, en el pajonal de la orilla, para dominar el monte, a cien metros nuestro. El crepúsculo pasó sin llevarnos un animal, no obstante parecer habitual la rastrillada de tapires que subían al monte.

Por sobriedad —o esperanzas de carne fresca, si se quiere— no llevábamos sino unas cuantas galletas que comí solo; Cubilla no tenía ganas. Nos acostamos. Mi compañero se durmió enseguida, la respiración bastante agitada. Por mi parte estaba un poco desvelado. Miraba el cielo, que ya al anochecer había empezado a cargarse. Hacia el este, en la bruma ahumada que entonces subía apenas sobre el horizonte, tres o cuatro relámpagos habían cruzado en zig-zag. Ahora la mitad del cielo estaba cubierta. El calor pesaba más aún en el silencio tormentoso.

Por fin me dormí. Presumo que sería la una cuando me despertó la voz de Cubilla:

—¡El aguará guazú, patrón!

Se había incorporado y me miraba de hito en hito. Salté sobre la escopeta:

—¿Dónde?

Volvió cautelosamente la cabeza, mirando a todos lados, y repitió conteniendo la voz:

—¡El aguará!


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3 págs. / 5 minutos / 43 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

La Defensa de la Patria

Horacio Quiroga


Cuento


Durante la triple guerra hispano-americana-filipina, la concentración de fuerzas españolas en las islas Luzón y Mindanao fue tan descuidada, que muchos destacamentos quedaron aislados en el interior. Tal pasó con el del teniente Manuel Becerro y Borrás. Éste, a principios de 1898, recibió orden de destacarse en Macolos. Llegaba de España, y Macolos es un mísero pueblo internado en las más bajas lejanías de Luzón.

Mudarse todos los días de rayadillos planchados y festejar a las hijas de los importadores es porvenir, si no adorable, por lo menos de bizarro sabor para un peninsular. Pero desaparecer en una senda umbría hacia un país de lluvia, barro, mosquitos y fiebres fúnebres, desagrada.

Como el teniente era hombre joven y entusiasta, aceptó sin excesivas quejas el mandato. Internose en los juncales al frente de cuarenta y ocho hombres, se embarró seis días, y al séptimo llegó a Macolos, bajo una lluvia de monótona densidad que lo empapaba hacía cinco horas y había concluido, con la excitación de la marcha, por darle gran apetito.

El pueblo en cuestión merecía este nombre por simple tolerancia geográfica. Había allí, en cuanto a edificación clara, algo como un fuerte, bien visible, blanqueado, triste. El sórdido resto era del mismo color que la tierra.

Pasado el primer mes de actividad organizadora y demás, el teniente aprendió a conocer, por los subsiguientes, lo que serían veinticuatro de destacamento avanzado en Filipinas.


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Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Las Voces Queridas que se Han Callado

Horacio Quiroga


Cuento


Hay personas cuya voz adquiere de repente una inflexión tal que nos trae súbitamente a la memoria otra voz que oímos mucho en otro tiempo. No sabemos dónde ni cuándo; todo ello fugitivo e instantáneo, pero no por esto menos hondo. La impresión, sobrado inconsistente, no deja huella alguna; y justamente lo contrario fue lo que nos pasó a Arriola y a mí, cierta vez que veníamos de Corrientes.

El muchacho tenía diez u once años. Era delgado, pálido, de largo cuello descubierto y ojos admirables. Estaba en el salón, sentado con varios chicos a nuestra mesa vecina, y cuando oímos su voz Arriola y yo nos miramos. Era indudable: habíamos sentido la misma impresión; y tan bien la leímos mutuamente en nuestros ojos que aquél se echó a reír con su portentosa gravedad local.

—¡Pero es sorprendente! —le dije—. ¿A usted también le ha hecho el mismo efecto?

—¡El mismo! ¡Es una voz que he oído mucho, pero mucho!

—Sí, y una voz querida…

—Y de mujer…

—Muerta ya…

Coincidíamos de un modo alarmante. Lo que él observaba era exactamente lo que sentía yo, y viceversa. Estábamos sinceramente inquietos. Cada vez que el muchacho decía algo —con sus inflexiones falseadas de voz que está cambiando— tornábamos a mirarnos. ¡Pero dónde, dónde la habíamos oído! Yo había evocado ya en un segundo todas las voces más o menos queridas, y es de suponer que Arriola no había hecho cosa distinta. Y no la hallábamos. Mas a cada palabra del chico sentíamos que nuestros corazones se abrían estremecidos de par en par a esa voz que remontaba. ¿De dónde?

Había algo más: ¿por qué ambos sentíamos lo mismo? Bien comprensible que él o yo hubiéramos amado mucho a una persona muerta cuya voz renacía en la garganta de muchacho débil. Pero los dos, al mismo tiempo…


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3 págs. / 5 minutos / 62 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Guantes de Goma

Horacio Quiroga


Cuento


El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose enseguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.

Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.

—¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? —preguntole alguno.

—¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? —se volvió a Ofelia.

—Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.

Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.

Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.

—Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: «No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno».

Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.

—Y la viruela no se cura, ¿no? —atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.


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4 págs. / 7 minutos / 153 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Agutí y el Ciervo

Horacio Quiroga


Cuento


El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella resurja con violencia extraordinaria.

Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que no cazaba.

Una madrugada de verano fui arrancado del estudio de mis plantas por el aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.

Durante largo rato, logré contenerme. Al fin no pude más y, machete en mano, me lancé tras el latir de la jauría.

En un instante estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.

Durante una hora busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía con violencia. Al fin distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete dentro del árbol.

Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero, como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como los cazadores.


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2 págs. / 4 minutos / 217 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

En un Litoral Remoto

Horacio Quiroga


Cuento


Llamamos en la vida diaria literatura a una serie de estados y aspiraciones que tienen por base la belleza, y farsa consigo mismo.

Así, el hombre indeciso, irresoluto, que se plantea día a día acciones enérgicas de las cuales sabe bien no es capaz, aspira en literatura.

El derrochador impenitente que simula confiar al futuro matrimonio su apremiante necesidad de economía, aunque no ignora que derrochará siempre, piensa en literatura.

El enfermo por la ciudad y su propia alma urbana, que jura comenzar su régimen de vida cuando vaya al campo, donde se levantará a las cuatro de la mañana, sabiendo a conciencia que no pasará así, sueña en literatura.

El hombre estrictamente honrado que, no obstante su vital inutilidad para la compraventa, delira con empresas comerciales acrecentadoras de su exiguo haber; ese hombre que ignora la diferencia que hay entre treinta y treinta y cinco centavos, especula en literatura.

El escritor que atribuye a sus personajes, no las acciones y sentimientos lógicos en éstos, sino los que él cree sería bello tuvieran, escribe en literatura.

Los histéricos de todo orden, los lectores de novelas irreales, los que aspiran a otra vida distinta de aquella para la cual han nacido, y fingen estar seguros de poder afrontarla: los farsantes, todos los que por falta de sinceridad se engañan a sí mismos en pro de un estado de mayor belleza, viven en literatura.

Los desencantos suelen ser fuertes, en razón de la propia ilegitimidad del miraje. Véase si no lo que ocurrió a Tezanos, un amigo mío de Montevideo, a quien quiero mucho. Las anteriores consideraciones fuéronme enviadas por él, dos días después de su veraneo en las costas del este, y preciso es creer que el muchacho ha adquirido dura experiencia.


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5 págs. / 8 minutos / 48 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

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