El error de Montt, hombre ya de cuarenta años,
consistió en figurarse que, por haber tenido en las rodillas a una bella
criatura de ocho, podía, al encontrarla dos lustros después, perder en
honor de ella uno solo de los suyos.
Cuarenta años bien cumplidos. Con un cuerpo joven y vigoroso, pero el
cabello raleado y la piel curtida por el sol del Norte. Ella, en
cambio, la pequeña Silvina, que por diván prefiriera las rodillas de su
gran amigo Montt, tenía ahora dieciocho años. Y Montt, después de una
vida entera pasada sin verla, se hallaba otra vez ante ella, en la misma
suntuosa sala que le era familiar y que le recordaba su juventud.
Lejos, en la eternidad todo aquello… De nuevo la sala conocidísima.
Pero ahora estaba cortado por sus muchos años de campo y su traje rural,
oprimiendo apenas con sus manos, endurecidas de callos, aquellas dos
francas y bellísimas manos que se tendían a él.
—¿Cómo la encuentra, Montt? —le preguntaba la madre—. ¿Sospecharía volver a ver así a su amiguita?
—¡Por Dios, mamá! No estoy tan cambiada —se rió Silvina. Y volviéndose a Montt—: ¿Verdad?
Montt sonrió a su vez, negando con la cabeza. «Atrozmente cambiada…
para mí», se dijo, mirando sobre el brazo del sofá su mano quebrada y
con altas venas, que ya no podía más extender del todo por el abuso de
las herramientas.
Y mientras hablaba con aquella hermosa criatura, cuyas piernas,
cruzadas bajo una falda corta, mareaban al hombre que volvía del
desierto, Montt evocó las incesantes matinées y noches de
fiesta en aquella misma casa, cuando Silvina evolucionaba en el buffet
para subir hasta las rodillas de Montt, con una marrón glacé que mordía lentamente, sin apartar sus ojos de él.
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