Textos más populares este mes de Horacio Quiroga publicados por Edu Robsy | pág. 10

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autor: Horacio Quiroga editor: Edu Robsy


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La Serpiente de Cascabel

Horacio Quiroga


Cuento


La serpiente de cascabel es un animal bastante tonto y ciego. Ve apenas, y a muy corta distancia. Es pesada, somnolienta, sin iniciativa alguna para el ataque; de modo que nada más fácil que evitar sus mordeduras, a pesar del terrible veneno que la asiste. Los peones correntinos, que bien la conocen, suelen divertirse a su costa, hostigándola con el dedo que dirigen rápidamente a uno y otro lado de la cabeza. La serpiente se vuelve sin cesar hacia donde siente la acometida, rabiosa. Si el hombre no la mata, permanece varias horas erguida, atenta al menor ruido.

Su defensa es a veces bastante rara. Cierto día un boyero me dijo que en el hueco de un lapacho quemado —a media cuadra de casa— había una enorme. Fui a verla: dormía profundamente. Apoyé un palo en medio de su cuerpo, y la apreté todo lo que pude contra el fondo de su hueco. Enseguida sacudió el cascabel, se irguió y tiró tres rápidos mordiscos al tronco, no a mi vara que la oprimía sino a un punto cualquiera del lapacho. ¿Cómo no se dio cuenta de que su enemigo, a quien debía atacar, era el palo que le estaba rompiendo las vértebras? Tenía 1,45 metros. Aunque grande, no era excesiva; pero como estos animales son extraordinariamente gruesos, el boyerito, que la vio arrollada, tuvo una idea enorme de su tamaño.


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3 págs. / 6 minutos / 135 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Mi Cuarta Septicemia

Horacio Quiroga


Cuento


(Memorias de un estreptococo)

Tuvimos que esperar más de dos meses. Nuestro hombre tenía una ridícula prolijidad aséptica que contrastaba cruelmente con nuestra decisión.

¡Eduardo Foxterrier! ¡Qué nombre! Esto fue causa de la vaga consideración que se le tuvo un momento. Nuestro sujeto no era en realidad peor que los otros; antes bien, honraba la medicina —en la cual debía recibirse— con su bella presunción apostólica.

Cuando se rasgó la mano en la vértebra de nuestro muerto en disección —¡qué pleuresía justa!— no se dio cuenta. Al rato, al retirar la mano, vio la erosión y quedó un momento mirándola. Tuvo la idea fugitiva de continuar, y aun hizo un movimiento para hundirla de nuevo; pero toda la Academia de Medicina y Bacteriología se impuso, y dejó el bisturí. Se lavó copiosamente. De tarde volvió a la Facultad; hízose cauterizar la erosión, aunque era ya un poco tarde, cosa que él vio bastante claro. A las 22 horas, minuto por minuto, tuvo el primer escalofrío.

Ahora bien; apenas desgarrada la epidermis —en el incidente de la vértebra— nos lanzamos dentro con una precipitación que aceleraba el terror del bicloruro inminente, seguros de las cobardías de Foxterrier.

A los dos minutos se lavó. La corriente arrastró, inutilizó y abrasó la tercera parte de la colonia. El termocauterio, de tarde, con el sacrificio de los que quedaron, selló su propia tumba, encerrándonos.

Al anochecer comenzó la lucha. En las primeras horas nos reprodujimos silenciosamente. Éramos muchos, sin duda; pero, como a los 20 minutos, éramos el doble (¿cómo han subido éstos, los otros?) y a los 40 minutos el cuádruple, a las 6 horas éramos 180.000 veces más, y esto trajo el primer ataque.


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2 págs. / 4 minutos / 129 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Tonel de Amontillado

Horacio Quiroga


Cuento


Poe dice que, habiendo soportado del mejor modo posible las mil injusticias de Fortunato, juró vengarse cuando éste llegó al terreno de los insultos. Y nos cuenta cómo en una noche de carnaval le emparedó vivo, a pesar del ruido que hacía Fortunato con sus cascabeles.

Frente al gran espejo de vidrio, fijo en la pared, Fortunato me hablaba de su aventura anterior —el traje aún polvoreado de cales— preguntándome si quería verle reír. La verdad de aquella identificación tan exacta con el noble Fortunato me divertía extraordinariamente, tanto como sus cascabeles, algo apagados, es verdad, por el largo enmohecimiento.

Las parejas que cruzaban bailando no nos conocían: es decir, conocían a Fortunato, pero éste fingía tan bien las risas de Fortunato y, además, estaba tan alegre, que nuestra estación frente al espejo de vidrio fue completamente inadvertida. Y del brazo, recordándome sus anteriores injusticias, pasamos al bufet, donde bebimos sin medida.

—Esto es champaña —me decía Fortunato—; reaviva las ofensas.

¡Pobre Fortunato!

—Esto es oporto. Para darle aroma lo tienen largos años encerrado en las cuevas.

Grandemente me divertían las disertaciones de Fortunato. Fortunato estaba borracho.

—Esto es vino de España. Le atribuyen la virtud de apresurar las venganzas.

¡La venganza, la venganza! le apoyaba yo a grandes gritos. Estas extravagancias de Fortunato, tan características en él, me eran muy conocidas.

—Vamos —me dijo. Y descendiendo juntos la escalera, a pesar del trabajo que me motivaba su pesadez, llegamos a la cueva. En el fondo había un barril de vino y Fortunato gritó—: ¡Amontillado, amontillado! Fue de este modo.

Y cogiendo una vieja pala de albañil —las cadenas fijas en la pared— me miró tan tristemente, que, para no soltar la risa, fingí tener miedo.


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1 pág. / 1 minuto / 70 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

El Paso del Yabebirí

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


En el río Yabebirí, que está en Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente «Río—de—las—rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores más fuertes que se puede sentir.

Como en el Yabebirí hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren también todos los chiquitos, que no sirven para nada.

Ahora bien: una vez un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita, porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio, pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.

Y sucedió que una vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las patas en el agua, gritando:

—¡Eh, rayas! ¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.

Las rayas, que lo oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:

—¿Qué pasa? ¿Dónde está el hombre?


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10 págs. / 18 minutos / 1.415 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

Los Destiladores de Naranja

Horacio Quiroga


Cuento


El hombre apareció un mediodía, sin que se sepa cómo ni por dónde. Fue visto en todos los boliches de Iviraromí, bebiendo como no se había visto beber a nadie, si se exceptúan Rivet y Juan Brown. Vestía bombachas de soldado paraguayo, zapatillas sin medias y una mugrienta boina blanca terciada sobre el ojo. Fuera de beber, el hombre no hizo otra cosa que cantar alabanzas a su bastón —un nudoso palo sin cáscara—, que ofrecía a todos los peones para que trataran de romperlo. Uno tras otro los peones probaron sobre las baldosas de piedra el bastón milagroso que, en efecto, resistía a todos los golpes. Su dueño, recostado de espaldas al mostrador y cruzado de piernas, sonreía satisfecho.

Al día siguiente el hombre fue visto a la misma hora y en los mismos boliches, con su famoso bastón. Desapareció luego, hasta que un mes más tarde se lo vio desde el bar avanzar al crepúsculo por entre las ruinas, en compañía del químico Rivet. Pero esta vez supimos quién era.

Hacia 1800, el gobierno del Paraguay contrató a un buen número de sabios europeos, profesores de universidad, los menos, e industriales, los más. Para organizar sus hospitales, el Paraguay solicitó los servicios del doctor Else, joven y brillante biólogo sueco que en aquel país nuevo halló ancho campo para sus grandes fuerzas de acción. Dotó en cinco años a los hospitales y sus laboratorios de una organización que en veinte años no hubieran conseguido otros tantos profesionales. Luego, sus bríos se aduermen. El ilustre sabio paga al país tropical el pesado tributo que quema como en alcohol la actividad de tantos extranjeros, y el derrumbe no se detiene ya. Durante quince o veinte años nada se sabe de él. Hasta que por fin se lo halla en Misiones, con sus bombachas de soldado y su boina terciada, exhibiendo como única finalidad de su vida el hacer comprobar a todo el mundo la resistencia de su palo.


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15 págs. / 26 minutos / 387 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Techo de Incienso

Horacio Quiroga


Cuento


En los alrededores y dentro de las ruinas de San Ignacio, la subcapital del Imperio Jesuítico, se levanta en Misiones el pueblo actual del mismo nombre. Lo constituyen una serie de ranchos ocultos unos de los otros por el bosque. A la vera de las ruinas, sobre una loma descubierta, se alzan algunas casas de material, blanqueadas hasta la ceguera por la cal y el sol, pero con magnífica vista al atardecer hacia el valle del Yabebirí. Hay en la colonia almacenes, muchos más de los que se pueden desear, al punto de que no es posible ver abierto un camino vecinal, sin que en el acto un alemán, un español o un sirio se instale en el cruce con un boliche. En el espacio de dos manzanas están ubicadas todas las oficinas públicas: comisaría, juzgado de paz, comisión municipal, y una escuela mixta. Como nota de color, existe en las mismas ruinas —invadidas por el bosque, como es sabido— un bar, creado en los días de fiebre de la yerba mate, cuando los capataces que descendían del Alto Paraná hasta Posadas bajaban ansiosos en San Ignacio a parpadear de ternura ante una botella de whisky. Alguna vez he relatado las características de aquel bar, y no volveremos por hoy a él.

Pero en la época a que nos referimos no todas las oficinas públicas estaban instaladas en el pueblo mismo. Entre las ruinas y el puerto nuevo, a media legua de unas y otro, en una magnífica meseta para goce particular de su habitante, vivía Orgaz, el jefe del Registro Civil, y en su misma casa tenía instalada la oficina pública.


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14 págs. / 25 minutos / 402 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Retrato

Horacio Quiroga


Cuento


La noche estaba oscura y sofocante. A pesar de los ventiladores el salón del París abrasaba y, dejando que la señorita del piano prosiguiera sus valses, salimos con Kelvin a la toldilla de popa. No había viento, pero la marcha del buque traía de proa bocanadas de aire. Muy lejos, al Oeste, el destello de Buenos Aires aclaraba el cielo, y de vez en cuando los arcos de la dársena fosforescían aún a flor de agua.

Nos recostamos en la borda. Sin quitar el mentón de la mano, veíamos ahogarse uno a uno los puntos eléctricos. El resplandor lechoso del horizonte se iba hundiendo lentamente, y a la izquierda, en semicírculo, el cielo iluminado de Quilmes y de La Plata se apagaba también.

Había en ese paisaje nocturno vasto teatro de ausencia, fuera de la melancolía inherente al abandono de un lugar cualquiera, que por ese solo hecho, nos parece ha interesado mucho nuestra vida. Pero cuando se ha charlado dos horas sobre disociación de la materia, y se ha pensado un rato en el actual concepto del éter: un sólido sin densidad ni peso alguno; después de ese desvarío mental, los paisajes poéticos adquieren rara fisonomía.

En efecto, yo leía entonces el curioso libro de Le Bon La evolución de la materia. Había visto en él cosas tan peregrinas como la antedicha definición del éter, y el constante aniquilamiento de la materia que se desmenuza sin cesar con tan espantosa violencia, que sus partículas se proyectan en el espacio con una velocidad de cien mil kilómetros por segundo. Y muchas cosas más.

Le Bon prueba allí, o pretende probar, que la incesante desmaterialización del radio es general a todos los cuerpos. De donde, millón de siglos más o menos, la materia volverá a la nada de que ha salido.


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6 págs. / 11 minutos / 200 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Cóndor

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Chiquitos:

Lo que les conté en mi carta anterior sobre los zorritos que quise criar y no pude estuvo a punto de repetirse ayer mismo aquí, sobre el lago Nahuel Huapi. Lo que esta vez quise criar fueron tres pichones de cóndor. Yo los había visto días atrás en la grieta de una montaña que cae a pico sobre el lago, formando una lisa pared de piedra de 50 metros de altura. Ese acantilado, como se llama a esas altísimas murallas perpendiculares, forma parte de la cordillera de los Andes. A la mitad de la altura del acantilado existe una gran grieta en forma de caverna . Y en el borde de esa grieta yo había visto tres pichones de cóndor que tomaban el sol, moviéndose sin cesar de delante a atrás.

Ustedes saben, porque se los he contado, que en el momento actual no hay cóndores en nuestro Jardín Zoológico. Parece mentira, pero así es. Los que había murieron de reumatismo y otras enfermedades debidas a la falta de ejercicio. Y por más que se ha hecho, no ha podido conseguirse más cóndores.

Al ver aquellos tres pichones con su pelusa gris, tomando juntos el sol moribundo, deseé cazarlos vivos para ofrecérselos a Onelli. Los pichones de aves carnívoras como los pirinchos y los cóndores, se crían muy bien en cautividad.

¿Pero cómo cazarlos, chiquitos? Era imposible trepar por aquella negra y fantástica muralla de piedra, sin una saliente donde poder hacer pie. Iba, pues, a perder las esperanzas de poseer mis condorcitos cuando un muchacho chileno, criado entre precipicios y cumbres de montaña, se ofreció a traérmelos vivos, siempre que yo lo ayudara con mis compañeros.


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3 págs. / 6 minutos / 208 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Gloria Tropical

Horacio Quiroga


Cuento


Un amigo mío se fue a Fernando Poo y volvió a los cinco meses, casi muerto.

Cuando aún titubeaba en emprender la aventura, un viajero comercial, encanecido de fiebres y contrabandos coloniales, le dijo:

—¿Piensa usted entonces en ir a Fernando Poo? Si va, no vuelve, se lo aseguro.

—¿Por qué? —objetó mi amigo—. ¿Por el paludismo? Usted ha vuelto, sin embargo. Y yo soy americano.

A lo que el otro respondió:

—Primero, si yo no he muerto allá, sólo Dios sabe por qué, pues no faltó mucho. Segundo, el que usted sea americano no supone gran cosa como preventivo. He visto en la cuenca del Níger varios brasileños de Manaos, y en Fernando Poo infinidad de antillanos, todos muriéndose. No se juega con el Níger. Usted, que es joven, juicioso y de temperamento tranquilo, lleva bastantes probabilidades de no naufragar enseguida. Un consejo: no cometa desarreglos ni excesos de ninguna especie; ¡usted me entiende! Y ahora, felicidad.

Hubo también un arboricultor que miró a mi amigo con ojillos húmedos de enternecimiento.

—¡Cómo lo envidio, amigo! ¡Qué dicha la suya en aquel esplendor de naturaleza! ¿Sabe usted que allá los duraznos prenden de gajo? ¿Y los damascos? ¿Y los guayabos? Y aquí, enloqueciéndonos de cuidados… ¿Sabe que las hojas caídas de los naranjos brotan, echan raíces? ¡Ah, mi amigo! Si usted tuviera gusto para plantar allí…

—Parece que el paludismo no me dejará mucho tiempo —objetó tranquilamente mi amigo, que en realidad amaba mucho sembrar.

—¡Qué paludismo! ¡Eso no es nada! Una buena plantación de quina y todo está concluido… ¿Usted sabe cuánto necesita allá para brotar un poroto…?


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5 págs. / 9 minutos / 140 visitas.

Publicado el 24 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

El Galpón

Horacio Quiroga


Cuento


Si se debiera juzgar del valor de los sentimientos por su intensidad, ninguno tan rico como el miedo. El amor y la cólera, profundamente trastornantes, no tienen ni con mucho la facultad absorbente de aquél, siendo éste por naturaleza el más íntimo y vital, pues es el que mejor defiende la vida. Instinto, lógica, intuición, todo se sublima de golpe. El frío medular, la angustia relajadora hasta convertir en pasta inerte nuestros músculos, lo horrible inminente, nos dicen únicamente que tenemos miedo, miedo; esto solo basta. Por otro lado, su reacción, cuando felizmente llega, es el mayor estimulante de energía física que se conozca. Un amante desesperado o un hombre ardiendo en ira forzarán al cuerpo humano a que entregue su último átomo de fuerza; pero a todos consta que si a aquéllos el paroxismo de su pasión es capaz de hacerles correr cien metros en diez segundos, el simple miedo les hará correr ciento diez.

Estas conclusiones habían sido sacadas por Carassale de charla al respecto y éramos cuatro en un café de estación: el deductor; Fernández, muchacho de cara maculada con opalinas cicatrices de granos y gruesa nariz, cuyos ojos muy juntos brillaban como cuentas en la raíz de aquélla; Estradé, estudiante de ingeniería casi siempre, y gran jugador de carreras cuando no sabía qué hacer, y yo.

Fernández conoce poco a Carassale. He dado a la consideración de éste un tono dogmático —forzado por razones de brevedad— de que está muy lejos el discreto amigo. Aun así, Fernández lo miró con juvenil y alegre impertinencia.

—¿Usted es miedoso? —preguntole.

—Creo que no, no mucho; a veces, de nada, pero otras, sí.

—¿Pero miedo, no?

—Sí, miedo.


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3 págs. / 5 minutos / 149 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

89101112