Textos más populares este mes de Horacio Quiroga publicados por Edu Robsy | pág. 7

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autor: Horacio Quiroga editor: Edu Robsy


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Los Guantes de Goma

Horacio Quiroga


Cuento


El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostose enseguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.

Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.

—¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? —preguntole alguno.

—¡No, no! Se queja horriblemente… ¿Está pálido? —se volvió a Ofelia.

—Sí, pero al principio no… Ahora tiene los labios negros.

Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.

Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.

—Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: «No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno».

Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.

—Y la viruela no se cura, ¿no? —atreviose a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.


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4 págs. / 7 minutos / 167 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Recuerdos de un Sapo

Horacio Quiroga


Cuento


Es curioso cómo los espíritus avanzados encarnan, en cierta época de su vida, la modalidad común de ser, contra la cual han de luchar luego. Generalmente aquello ocurre en los primeros años, y la página que sigue no es sino su confirmación.

Quien la escribe y me la envía, M. G., figura entre los más firmes precipitadores de la revolución social y es, preciso es creerlo, tan exaltado como sincero. Contados por él, no dejan de tener sabor picante estos recuerdos.

Aquel día fue una fiesta continua. Las lecciones de la mañana se dieron mal, la mitad por culpa nuestra, la otra mitad por la impaciencia tolerante de los profesores, deseosos a su vez de huir por toda una tarde del colegio.

Ese inesperado medio día de asueto tenía por motivo el advenimiento de la primavera, nada más. La tarde anterior, el director, que nos daba clase de moral, nos había dirigido un pequeño discurso sobre la estación que entraba, «la dulce naturaleza que muere y renace con más bríos, los sentimientos de compasión que hacen del hombre un ser superior». Hablaba despacio, mirando fija y atentamente como para no olvidar una palabra de su discurso aprendido de memoria. Lo que no recuerdo bien es la ilación que dio a la primavera y la compasión humana. De todos modos, el día siguiente, 23 de septiembre, nuestro 2.º año debía ir al Jardín Botánico.


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6 págs. / 11 minutos / 320 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Perseguidos

Horacio Quiroga


Cuento


Una noche que estaba en casa de Lugones, la lluvia arreció de tal modo que nos levantamos a mirar a través de los vidrios. El pampero silbaba en los hilos, sacudía el agua que empañaba en rachas convulsivas la luz roja de los faroles. Después de seis días de temporal, esa tarde el cielo había despejado al sur en un límpido azul de frío. Y he aquí que la lluvia volvía a prometernos otra semana de mal tiempo.

Lugones tenía estufa, lo que halagaba suficientemente mi flaqueza invernal. Volvimos a sentarnos prosiguiendo una charla amena, como es la que se establece sobre las personas locas. Días anteriores aquél había visitado un manicomio, y las bizarrías de su gente añadidas a las que yo por mi parte había observado alguna vez, ofrecían materia de sobra para un confortable vis a vis de hombres cuerdos.

Dada, pues, la noche, nos sorprendimos bastante cuando la campanilla de la calle sonó. Momentos después entraba Lucas Díaz Vélez.

Este individuo ha tenido una influencia bastante nefasta sobre una época de mi vida, y esa noche lo conocí. Según costumbre, Lugones nos presentó por el apellido únicamente, de modo que hasta algún tiempo después ignoré su nombre.

Díaz era entonces mucho más delgado que ahora. Su ropa negra, color trigueño mate, cara afilada y grandes ojos negros, daban a su tipo un aire no común. Los ojos, sobre todo, de fijeza atónita y brillo arsenical, llamaban fuertemente la atención. Peinábase en esa época al medio y su pelo lacio, perfectamente aplastado, parecía un casco luciente.

En los primeros momentos Vélez habló poco. Cruzóse de piernas, respondiendo lo justamente preciso. En un instante en que me volví a Lugones, alcancé a ver que aquél me observaba. Sin duda en otro hubiera hallado muy natural ese examen tras una presentación, pero la inmóvil atención con que lo hacía, me chocó.


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24 págs. / 43 minutos / 250 visitas.

Publicado el 4 de noviembre de 2022 por Edu Robsy.

Los Tres Besos

Horacio Quiroga


Cuento


Había una vez un hombre con tanta sed de amar que temía morir sin haber amado bastante. Temía sobre todo morir sin haber conocido uno de esos paraísos de amor, a que se entra una sola vez en la vida por los ojos claros u oscuros de una mujer.

—¿Qué haré de mí —decía— si la hora de la muerte me sobrecoge sin haberlo conseguido? ¿Qué he amado yo hasta ahora? ¿Qué he abrazado? ¿Qué he besado?

Tal temía el hombre; y ésta es la razón por la cual se quejaba al destino de su suerte.

Pero he aquí que mientras tendido en su cama se quejaba, un suave resplandor se proyectó sobre él, y volviéndose vio a un ángel que le hablaba así:

—¿Por qué sufres, hombre? Tus lamentos han llegado hasta el Señor, y he sido enviado a ti para interrogarte. ¿Por qué lloras? ¿Qué deseas?

El hombre miró con vivo asombro a su visitante, que se mantenía tras el respaldo de la cama con las alas plegadas.

—Y tú, ¿quién eres? —preguntó el hombre.

—Ya lo ves —repuso el intruso con dulce gravedad—. Tu ángel de la guarda.

—¡Ah, muy bien! —dijo el hombre, sentándose del todo en la cama—. Yo creía que a mi edad no tenía ya ángel guardián.

—¿Y por qué? —contestó sonriendo el ángel.

Pero el hombre había sonreído también, porque se hallaba a gusto conversando a su edad con un ángel del cielo.

—En efecto —repuso—. ¿Por qué no puedo tener todavía un ángel guardián que vele por mí? Estaría muy contento, mucho, de saberlo —agregó en voz baja y sombría al recordar su aflicción— si no fuera totalmente inútil…

—Nada es inútil cuando se desea y se sufre por ello —replicó el ángel de la guarda—. La prueba la tienes aquí: ¿No has elevado la voz de tu deseo y tu sufrimiento? El Señor te ha oído. Por segunda vez, te pregunto: ¿Qué quieres? ¿Cuál es tu aspiración?


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5 págs. / 9 minutos / 715 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Jesucristo

Horacio Quiroga


Cuento


Con el chaqué prendido hasta la barba, trasnochado y el paso recto, marchaba Jesucristo por la Avenida de las Acacias, quebrando inconscientemente una rama caída entre sus guantes gris acero.

El bosque estaba desierto, la noche finalizaba. Los árboles emprendían su tiritamiento en la madrugada lívida, sobre el galvánico resplandor de la gran ciudad, sobresaltada allá abajo en su nervioso sueño. Rodaba por el suelo una confusión de hojas secas que el viento arremolinaba, espiralaba, desparramándolas por los lagos helados.

Jesucristo marchaba con la cabeza baja. Sobre el pecho caía su rubia barba de israelita —cortada en punta— aún despeinada por los estremecimientos de las inolvidables agonías. Sus ojos, cargados de amor, no miraban. Su elegante silueta, oscilando por la avenida, adquiría —tras la bruma— el impreciso espanto de las forma sonambulizadas que caminan hacia atrás.

Tuvo en escalofrío. Alzó hacia el cielo su cabeza sobrehumana, y se internó en las alamedas laterales, congestionadas —allá a lo lejos— por una tardía aurora. Una blanca sombra desprendida desde el lindero le hizo dar vuelta la cabeza: sombríamente intercalada en una fila de árboles deformes que el encantador exotismo de un ministro trasplantara desde una remota península colonial, una cruz distendía sus brazos entre la floración de aquella savia grotesca, viciosamente contractada en dolorosas ampollas como un brazo que no se levantará más, reproduciéndose a lo largo de las ramas enflaquecidas, irradiando graves erisipelas, terminando —allá en el extremo— en una intensa tumefacción de todos los tejidos que doblaba la savia como oscuros miembros mal amputados, de la cual el árbol entero —astringiéndose— parecía sentir la incalificable torpeza.


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2 págs. / 4 minutos / 32 visitas.

Publicado el 8 de agosto de 2025 por Edu Robsy.

Más Allá y Otros Cuentos

Horacio Quiroga


Cuentos, Colección


Más allá

Yo estaba desesperada —dijo la voz—. Mis padres se oponían rotundamente a que tuviera amores con él, y habían llegado a ser muy crueles conmigo. Los últimos días no me dejaban ni asomarme a la puerta. Antes, lo veía siquiera un instante parado en la esquina, aguardándome desde la mañana. ¡Después, ni siquiera eso!

Yo le había dicho a mamá la semana antes:

—¿Pero qué le hallan tú y papá, por Dios, para torturarnos así? ¿Tienen algo que decir de él? ¿Por qué se han opuesto ustedes, como si fuera indigno de pisar esta casa, a que me visite?

Mamá, sin responderme, me hizo salir. Papá, que entraba en ese momento, me detuvo del brazo, y enterado por mamá de lo que yo había dicho, me empujó del hombro afuera, lanzándome de atrás:

—Tu madre se equivoca; lo que ha querido decir es que ella y yo —¿lo oyes bien?— preferimos verte muerta antes que en los brazos de ese hombre. Y ni una palabra más sobre esto.

Esto dijo papá.

—Muy bien —le respondí volviéndome, más pálida, creo, que el mantel mismo—: nunca más les volveré a hablar de él.

Y entré en mi cuarto despacio y profundamente asombrada de sentirme caminar y de ver lo que veía, porque en ese instante había decidido morir.

¡Morir! ¡Descansar en la muerte de ese infierno de todos los días, sabiendo que él estaba a dos pasos esperando verme y sufriendo más que yo! Porque papá jamás consentiría en que me casara con Luis. ¿Qué le hallaba?, me pregunto todavía. ¿Que era pobre? Nosotros lo éramos tanto como él.

¡Oh! La terquedad de papá yo la conocía, como la había conocido mamá.

—Muerta mil veces —decía él—, antes que darla a ese hombre.

Pero él, papá, ¿qué me daba en cambio, si no era la desgracia de amar con todo mi ser sabiéndome amada, y condenada a no asomarme siquiera a la puerta para verlo un instante?


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112 págs. / 3 horas, 17 minutos / 2.404 visitas.

Publicado el 22 de octubre de 2017 por Edu Robsy.

Las Voces Queridas que se Han Callado

Horacio Quiroga


Cuento


Hay personas cuya voz adquiere de repente una inflexión tal que nos trae súbitamente a la memoria otra voz que oímos mucho en otro tiempo. No sabemos dónde ni cuándo; todo ello fugitivo e instantáneo, pero no por esto menos hondo. La impresión, sobrado inconsistente, no deja huella alguna; y justamente lo contrario fue lo que nos pasó a Arriola y a mí, cierta vez que veníamos de Corrientes.

El muchacho tenía diez u once años. Era delgado, pálido, de largo cuello descubierto y ojos admirables. Estaba en el salón, sentado con varios chicos a nuestra mesa vecina, y cuando oímos su voz Arriola y yo nos miramos. Era indudable: habíamos sentido la misma impresión; y tan bien la leímos mutuamente en nuestros ojos que aquél se echó a reír con su portentosa gravedad local.

—¡Pero es sorprendente! —le dije—. ¿A usted también le ha hecho el mismo efecto?

—¡El mismo! ¡Es una voz que he oído mucho, pero mucho!

—Sí, y una voz querida…

—Y de mujer…

—Muerta ya…

Coincidíamos de un modo alarmante. Lo que él observaba era exactamente lo que sentía yo, y viceversa. Estábamos sinceramente inquietos. Cada vez que el muchacho decía algo —con sus inflexiones falseadas de voz que está cambiando— tornábamos a mirarnos. ¡Pero dónde, dónde la habíamos oído! Yo había evocado ya en un segundo todas las voces más o menos queridas, y es de suponer que Arriola no había hecho cosa distinta. Y no la hallábamos. Mas a cada palabra del chico sentíamos que nuestros corazones se abrían estremecidos de par en par a esa voz que remontaba. ¿De dónde?

Había algo más: ¿por qué ambos sentíamos lo mismo? Bien comprensible que él o yo hubiéramos amado mucho a una persona muerta cuya voz renacía en la garganta de muchacho débil. Pero los dos, al mismo tiempo…


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3 págs. / 5 minutos / 71 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Juan Poltí, Half-back

Horacio Quiroga


Cuento


Cuando un muchacho llega, por a o b, y sin previo entrenamiento, a gustar de ese fuerte alcohol de varones que es la gloria, pierde la cabeza irremisiblemente. Es un paraíso demasiado artificial para su joven corazón. A veces pierde algo más, que después se encuentra en la lista de defunciones.

Tal es el caso de Juan Poltí, half-back del Nacional de Montevideo. Como entrenamiento en el juego, el muchacho lo tenía a conciencia. Tenía, además, una cabeza muy dura, y ponía el cuerpo rígido como un taco al saltar: por lo cual jugaba al billar con la pelota, lanzándola de corrida hasta el mismo gol.

Poltí tenía veinte años, y había pisado la cancha a los quince, en un ignorado club de quinta categoría. Pero alguien del Nacional lo vio cabecear, comunicando enseguida a su gente. El Nacional lo contrató, y Poltí fue feliz.

Al muchacho le sobraba, naturalmente, fuego, y este brusco salto en la senda de la gloria lo hizo girar sobre sí mismo como un torbellino. Llegar desde una portería de juzgado a un ministerio, es cosa que razonablemente puede marear; pero dormirse forward de un club desconocido y despertar half-back del Nacional, toca en lo delirante. Poltí deliraba, pateaba, y aprendía frases de efecto: «Yo, señor presidente, quiero honrar el baldón que me han confiado».

Él quería decir «blasón», pero lo mismo daba, dado que el muchacho valía en la cancha lo que una o dos docenas de profesores en sus respectivas cátedras.

Sabía apenas escribir, y se le consiguió un empleo de archivista con 50 pesos oro. Dragoneaba furtivamente con mayor o menor lujo de palabras rebuscadas, y adquirió una novia en forma, con madre, hermanas y una casa que él visitaba.

La gloria lo circundaba como un halo. «El día que no me encuentre más en forma», decía, «me pego un tiro».


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2 págs. / 4 minutos / 222 visitas.

Publicado el 25 de octubre de 2020 por Edu Robsy.

Los Cachorros de Aguará-Guazú

Horacio Quiroga


Cuento infantil


Voy a contarles ahora, chiquitos, la historia muy corta de tres cachorritos salvajes que asesiné —bien puede decirse—, llevado por las circunstancias.

Hace ya algún tiempo, poco después del asunto con la serpiente de cascabel, que les conté con detalles, tres indios de Salta enfermos del chucho y castañeteando los dientes, llegaron a venderme tres cachorritos de aguará -guazú casi recién nacidos.

Yo no tenía vacas, ustedes bien saben; ni una mala cabra para alimentar con su leche a los recién nacidos. Iba, pues, a desistir de adquirirlos, por mucho que me interesaran los zorritos, cuando uno de los indios, el más flaco y más tiritante de chucho, me ofreció en venta también dos tarros de leche condensada, que extrajo con gran pena del bolsillo del pantalón.

¿Habrán visto indio más pillo? ¿De dónde podía haber sacado sus tarros de leche? De un ingenio, seguramente. Estos indios de Salta van todos los otoños a trabajar en los ingenios de azúcar de Tucumán. Allí aprenden muchas cosas, Y entre las cosas que aprenden, aprenden a apreciar la bondad de la leche cuando sus chicos están enfermos del vientre.

El indio poseedor de los tarros de leche condensada era seguramente padre de familia . Y pensó con mucha razón que yo le compraría sus tarros para criar a los aguaracitos. Y el demonio de indio acertó, pues yo, entusiasmado con los cachorritos, que compré por un peso los tres, pagué 10 por los dos tarros de leche. Y a más pagué un paquete de tabaco, y un retrato de mi tío, que vio colgado en la carpa. Hasta hoy no sé qué utilidad puede haberle reportado ese retrato de mi tío.

Crié, pues, a los cachorros de aguará-guazú, o gran zorro del Chaco, como también se le llama.


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3 págs. / 6 minutos / 525 visitas.

Publicado el 22 de enero de 2024 por Edu Robsy.

Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre

Horacio Quiroga


Cuento, Cuento infantil


Había una vez un coatí que tenía tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido, se tiraban al suela de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.

Una vez que los coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de un naranjo y les habló así:

—Coaticitos: ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos, puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.

"Coaticitos hay una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros.

Yo peleé una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto.

Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que mata.

Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto que sea el árbol. Si no lo hacen así, los matarán con seguridad de un tiro".

Así habló la madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque así caminan los coatís.


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7 págs. / 12 minutos / 765 visitas.

Publicado el 28 de julio de 2016 por Edu Robsy.

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